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I

ELÍAS METCHNICOFF

ESTUDIOS ACERCA DE LA NATURALEZA HUMANA

Ensayo de filosofía optimista

(Traducción de la quinta edición francesa por Diego A. de Santillán)

Editorial Americalee / Buenos Aires, 1945

 

(Edición original: I. Metchnikoff, Études sur la nature humaine. Essai de philosophie optimiste. Paris 1903)

   Existe un ejemplar de la primera edición de este libro (enormemente difundido cuando se publicó), en la Biblioteca Nacional, y otro de la edición de 1908 en el Ateneo de Madrid, que pudieron consultar los escritores españoles de comienzos del siglo XX. Seguramente, fue a través de este libro de Metchnikoff cómo conocieron el pensamiento de Mainländer algunos miembros de la Generación del 98, como Baroja o Azorín. Dicho conocimiento explicaría el fatal destino de Andrés Hurtado, protagonista de El Árbol de la ciencia, alejado de los planteamientos anti-suicidas de Schopenhauer, y también por qué, al final del libro, Baroja lo califica de "precursor").

    Transcribimos a continuación los pasajes del Capítulo VIII en los que Metchnikoff hace referencia a Eduard von Hartmann y Mainländer:

   "Como para Schopenhauer, la voluntad de vivir se manifiesta sobre todo por la creación de nuevos individuos, este filósofo, llegado a su concepción del mundo, debía abstenerse sobre todo de procrear. (...) Por otro lado, persuadido de que el suicidio no es la verdadera solución del problema, se apegaba mucho a la vida. No pudiendo creer en la inmortalidad del alma, se contentaba con la idea de la persistencia de algún principio general, pero no consciente de la vida, y pensaba que la resignación y la aspiración al aniquilamiento (el Nirvana, según su interpretación de la doctrina de Buda) pueden realmente consolar de todos los males de la existencia humana.

   Durante largo tiempo, las ideas de Schopenhauer no encontraron eco en la opinión general de los pensadores. Pero más tarde se difundieron cada vez más y el pesimismo filosófico se puso enteramente de moda. (...) Justamente medio siglo después de la aparición del principal tratado de Schopenhauer (Die Welt als Wille und Vorstellung), otro filósofo alemán, Eduardo Hartmann (Philosophie des Unbewussten, Berlín, 1869), trató de dar un nuevo paso en la misma ruta. Sin aceptar toda la metafísica de Schopenhauer, comparte su opinión sobre la imposibilidad de considerar la dicha como el verdadero fin de la existencia. Para demostrar esta tesis, examina tres etapas de ilusión atravesadas por la humanidad. En la primera, se pensaba que la dicha puede ser adquirida durante la vida actual. Pero todo lo que ha sido considerado como fuente de dicha: juventud, salud, hambre, amor conyugal, familiar, amor a la gloria, etc., no culminan más que en una desilusión completa. Es sobre todo el amor propiamente dicho el que es sometido por Hartmann a una crítica implacable. No hay duda para él que "el amor procura a las personas interesadas mucho más dolor que placer" (pág. 560). "Es innegable, pues, que la razón debería aconsejar la abstención total del amor", y como medio para llegar a ese resultado, "el aniquilamiento del deseo sexual, es decir, la castración, si ésta lleva realmente a la destrucción del deseo" (página 563). Desde el punto de vista de la dicha individual, para Hartmann "es el único resultado posible". Por tanto, sacrificando su dicha es como el hombre debe resignarse a amar, con la intención de permitir la evolución del proceso cósmico.

   Cuando la humanidad está segura de la imposibilidad de alcanzar la dicha de este mundo, se ha imaginado que  este fin puede ser adquirido después de la muerte, en una vida trascendente en el otro mundo. Pero esto no es más que una segunda etapa de la ilusión. Estaba basada en la fe en la supervivencia y en la vida eterna. Pero no es dudoso "que la individualidad del cuerpo orgánico, tanto como la de la conciencia, no son más que una apariencia que desaparece con la muerte"... (pág. 603)."No tenemos, por tanto, ninguna dificultad en reconocer -concluye Hartmann- que la esperanza de una supervivencia individual del alma no es todavía más que una ilusión. Por eso, el principal nervio del proceso cristiano es seccionado, porque el hombre no se atiene más que a su querido yo y no se interesa de ningún modo en la dicha futura si no es él quien la experimenta y quien aprovecha" (página 606).

   Desilusionada la posibilidad de alcanzar la dicha en este mundo o en un mundo futuro, la humanidad se ha arrojado en brazos de una tercera ilusión. Persuadida siempre de que su fin es la verdadera dicha, ha supuesto que no podrá alcanzarlo más que en los tiempos futuros del proceso cósmico. Esta hipótesis reposa en la fe en un proceso del desarrollo progresivo del universo. Pero éste no es sino un error más. "La humanidad podrá progresar todo lo que quiera -dice Hartmann-, jamás llegará no sólo a suprimir, ni siquiera a disminuir los grandes males que sufre: la enfermedad, la vejez, la dependencia de la voluntad y del poder de los otros, la miseria y el descontento. Se podrá hallar todos los remedios que se quiera contra las enfermedades, el número de éstas, principalmente de las enfermedades crónicas, tan torturantes, aumentará siempre en progresión más rápida que la medicina. La juventud alegre no constituirá nunca más que una partícula de la humanidad, mientras que el resto será sometido a la vejez morosa" (página 615).

   Esta idea de la dicha que debe llegar a medida que avanza el progreso de la humanidad es combatida por Hartmann con los siguientes argumentos: "Los pueblos más contentos son los pueblos toscos y primitivos, y entre los pueblos cultos, son las clases menos instruídas. Con el progreso de la instrucción de un pueblo, aumenta, como se ha establecido muy bien, su descontento" (pág. 616). "Los progresos científicos no contribuyen más que poco o inclusive nada a la dicha del mundo desde el punto de vista teórico. Desde el punto de vista práctico, esos progresos sirven al provecho de la política, de la vida social, de la moral y de la técnica." "Las fábricas, los barcos a vapor, los ferrocarriles y los telégrafos no han hecho todavía nada positivo para la dicha de la humanidad" (pág. 621).

   Hartmann vuelve varias veces a esta conclusión, que los pueblos primitivos son más felices que los pueblos  civilizados, que "las clases pobres, inferiores y toscas, son más felices que las ricas, nobles e instruidas; que los imbéciles son más felices que los inteligentes y que en eneral un ser es tanto más feliz cuanto más insensible es su sistema nervioso, porque en esas condiciones el excedente del dolor en relación con el placer es tanto más pequeño y la persistencia en la ilusión tanto más grande. Pero con el desarrollo progresivo de la humanidad, no sólo se produce un crecimiento de riqueza y  de necesidades, sino también de la sensibilidad del sistema nervioso y de la cultura del espíritu. Por consiguiente, se manifiesta también un excedente del dolor experimentado en relación con el placer sentido y la demolición de la ilusión, es decir la conciencia de la miseria de la vida, de la vanidad de la mayor parte de los placeres y el sentimiento de la miseria. La miseria misma crece al igual que la conciencia de esa miseria, según ha demostrado la experiencia; de suerte que ese acrecentamiento de la dicha del mundo, debida al progeso del universo, que se ha proclamado tan a menudo, no reposa más que en una apariencia enteramente superficial" (pág. 624).

   Después de haber llegado a esta conclusión pesimista, es decir, a la imposibilidad para la humanidad de alcanzar la dicha, Hartmann se pregunta cuál podría ser en verdad el destino auténtico del hombre.

   Hartmann no sería filósofo  si no admitiese que el mundo ha sido creado según un plan general y que sigue un proceso regular hacia un fin determinado. "Hemos visto -dice- que, en el mundo existente, todo ha sido organizado del modo más sabio y en general del mejor modo y que debe ser considerado como el mejor de todos los mundos posibles. Pero a pesar de ello, es soberanamente miserable y peor que si no existiese en modo alguno."

   Después de haberse persuadido del carácter ilusorio de todas sus esperanzas, la humanidad "renuncia definitivamente a toda dicha positiva y no aspira más que a la ausencia absoluta de dolor, a la nada, al Nirvana. Sólo que no se trata ya aquí de esa tendencia, manifestada por tal o cual individuo aislado, sino de la humanidad entera que aspira al aniquilamiento, a la nada. Esta salida de la tercera y última etapa de ilusión es la única que se puede imaginar" (pág. 626).

   ¿Cuál será el medio para llegar a ese resultado? Hartmann no es partidario del suicidio, como mejor remedio contra las miserias de la existencia humana. Bajo este aspecto, es de la misma opinión que Schopenhauer y piensa que este fin no cambiaría nada en la marcha general del proceso cosmico. El renunciamiento a los placeres, el ascetismo, no sería tampoco capaz de resolver el problema. Incluso la abstinencia de la reproducción no serviría para nada. "¿Para qué serviría -dice Hartmann- que la humanidad desapareciese por la abstinencia sexual? Este pobre universo continuaría existiendo y el Inconsciente no tardaría en aprovechar la primera ocasión para crear un nuevo tipo de hombre u otro tipo análogo" (pág. 636)

   No es la desaparición de la humanidad lo que constituye su destino, sino "el abandono completo de la individualidad al proceso clsmico para  que éste pueda alcanzar su objetivo: la liberación general del mundo" (pág. 638). en esas condiciones, el instinto que impulsa a la vida entra en sus derechos, de suerte que es necesario admitir provisoriamente como la única verdad "la confirmación de la voluntad de vivir; porque no es más que por toda la resignación a la vida y a sus dolores y no por el cobarde renunciamiento y el abandono como se podrá contribuir en algo al proceso cósmico" (pág. 638).

   La solución del problema de la existencia humana, propuesta por Hartmann, entra enteramente en la categoría de los sistemas que predican la resignación. No pudiendo decirnos en qué consiste exactamente ese proceso cósmico, al cual debe contribuir la humanidad con todas sus fuerzas, si no aconseja a los hombres continuar viviendo y reproduciéndose, a pesar de la certidumbre de que la dicha no será alcanzada jamás, Hartmann exige una verdadera renuncia y una resignación absoluta. Su solución tiene el aire de ser más precisa y de proporcionar un programa de conducta humana más claro que  la aspiración al reposo del Nirvana, preconizada por Schopenhauer. Pero basta abordarlo más de cerca para comprobar que esta precisión no es más que aparente.

   Se comprende fácilmente que, en esas condiciones, la parte crítica o negativa de los sistemas pesimistas haya atraído a muchos paertidarios. Pocas personas, al contrario, han aceptado las ideas pesimistas en su modo de resolver las dificultades y las contradicciones de la vida. Un filósofo pesimista alemán, Mainländer (Die Philosophie der Erlösung, 2 vol. 3ª ed., Francfort sobre el Main, 1894), que comparte absolutamente las ideas de Schopenhauer sobre las miserias de la existencia huaman, combate su opinión sobre la resignación y el Nirvana, como solución del problema general de la vida. Mainländer acepta de buena gana también los tres períodos de ilusión de la humanidad establecidos por Hartmann, pero se opone vivamente a la aceptación de la voluntad de vivir con el fin de favorecder el proceso cósmico. Cómo, dice, aconsejáis alguna carrera, aprended un oficio cualquiera, ganad dinero, bienestar, gloria, poder, honores, etc., casaos y procread hijos; o en otros términos: destruid por las propias manos lo único meritorio de vuestra obra: el análisis de la ilusión. Aconsejáis de repente al que ha penetrado dentro de todas las ilusiones que corra tras esas mismas ilusiones, como si una ilusión descubierta fuese todabvía una ilusión y pudiese tener algún efecto" (t. II, pág. 637).

   Para Mainländer, el problema entero se presenta de un modo del todo distinto. Persuadido, como sus predecesores, de la inanidad de la dicha, se figura el proceso cósmico de una manera original. Según él, la divinidad indefinible existía antes que el mundo. antes de desaparecer, "esa divinidad dio a luz el universo". Este se ha convertido en el medio para alcanzar el aniquilamiento completo. "El mundo -dice Mainländer- es el medio para el objetivo de la no existenca, e inclusive el único medio posible para llegar a ese fin. Dios ha reconocido que no es más que por el desenvolvimiento de un mundo real... como es posible pasar de la existencia a la no existencia". En todo caso, Mainländer considera como perfectamente seguro "que el universo se mueve en dirección a la no existencia" (t.I, pag. 325). Este movimiento está caracterizado por el debilitamiento de la suma de la fuerzaa, de suerte que "cada individuo  será, a consecuencia de ese deblitamiento de su fuerza, llevado en su evolución al punto en que su deseo de aniquilamiento podrá ser realizado" (pág. 327). La vida en nuestro planeta debe ser considerada como una etapa hacia la muerte. Para apreciar bien toda la dicha de la muerte, es indispensable gustar de la vida y es por eso que, en todos los animales, se ha desarrollado el instinto de la conservación. El hombre pasa primero por una etapa de su evolución en que es semejante a cualquier otro animal. "Como tal, la voluntad de vivir se sitúa en él ante la voluntad de morir; la vida es deseada de una manera diabólica y la muerte execrada en el mismo grado. " "Primero, el miedo a la muerte es aumentado por un lado, y el amor a la vida por otro. El temor a morir se acentúa. El animal no conoce la muerte y no la teme más que instintivamente, apercibiendo en ella algo de peligroso. El hombre, al contrario conoce la muerte y sabe bien lo que significa. En ese momento, se da cuenta de su vida pasada y trata de saber lo que tendrá lugar en el porvenir. De ese modo, percibe mucho más, infinitamente más peligros que el animal." En el período, durante el cual dura ese estado, el hombre hace todo lo que puede para evitar la muerte y para hacer su vida lo más feliz y refinada posible.

   Pero esta fase de la evolución no es la última. El pensador llega pronto a esta concepción de que la sed de la vida no es el verdadero objetivo del universo; no es más que el medio para llegar al conocimiento del objetivo profundo y definitivo de la existencia, que es la cesación de la vida. El filósofo no tarda en percibir que la verdadera dicha es cosa imposible y que sólo la muerte es lo que debe desearse. Al resumir todo ese proceso cósmico se llega a esta conclusión: "que todo en el universo es voluntad de muerte, que no está sino más o menos enmascarada cuando, en el mundo orgánico, se presenta como la voluntad de vivir" (pág. 334). Al fin, sin embargo, la voluntad de morir se acentúa cada vez más, de suerte que el filósofo "no ve en todo el universo más que el deseo más profundo del aniquilamiento absoluto y le parece que entiende claramente el llamado que penetra todas las esferas del cielo: ¡liberación! ¡liberación! ¡muerte a nuestra vida! a lo cual la respuesta confortadora dice: todos hallaréis el aniquilamiento y la liberación" (pág. 335).

   Para demostrar de una manera más concreta la marcha de esta evolución, Mainländer traza el estado de alma del que llega a la concepción de la voluntad de morir y que acaba sus días por el suicidio. "Primero, echa desde lejos una mirada ansiosa sobre la muerte y se aparta de ella con horror. Más tarde, vuelve en torno a ella temblando y haciendo círculos espaciados. Pero todos los días esos círculos se vuelven cada vez más estrechos y finalmente abarca con sus brazos fatigados el cuello de la muerte y la mira fijamente en los ojos: es entonces cuando logra la paz, la dulce paz" (pág. 340)

   Es absurdo creer después de la muerte en otra cosa que en el aniquilamiento completo. El hombre vulgar teme esa perspectiva. "Pero lo esencial es que el hombre domina el universo por la ciencia" y el "sabio mira fija y alegremente en los ojos a la aniquilación absoluta" (pág. 358).

   "He llegado -concluye Mainländer- partiendo de la voluntad de vivir de Schopenhauer, a la voluntad de morir, como resultado final. Me he elevado, situándome en los hombros de Schopenhauer, a un punto de vista en que nadie se había situado antes que yo." "Por el momento estoy solo; pero  detrás de mí se encuentra toda la humanidad que aspira a la liberación y que se trepa a mí; yo veo, pues, delante de mí el claro y radiente oriente de los tiempos futuros" (II, página 242).

   Me he detenido en esta exposición, no en razón de la solidez de la argumentación de Mainländer, sino únicamente porque ese filósofo pesimista se ha mostrado mucho más consecuente que su predecesor. Mientras que Schopenhauer y Hartmann, tan profundamente persuadidos de la no existencia de la dicha y de la gran preponderancia del dolor en todas las condiciones imaginables de la existencia, han continuado viviendo, Mainländer, fiel a su teoría, ha acabado por el suicidio tan sólo a los 35 años de edad.

   Este ejemplo no es probablemente único. Bajo la dominación de la filosofía pesimista, un cierto número de jóvenes, sobre todo entre los que no son suficientemente equilibrados, eligen el camino tan trágicamente trazado por Mainländer. Los hay que se suicidan. Otros se abstienen de concurrir a la reproducción de la humanidad. Otros todavía, y éstos son los más numerosos, abrevian su vida por un género de existencia poco racional, persuadidos de que la vida no vale la pena conservarla." (Cap. VIII, pp. 199-207)

II

RAFAEL ARGULLOL

12-V-2014

Haber cumplido con nuestro deber hacia la existencia

-aunque al final nos espere la nada-

otorga, al parecer, un consuelo infinito.

O eso, al menos, piensa el poeta Philipp Mainländer:

acaba de recibir las pruebas de imprenta de la Filosofía de la

redención,

el libro en el que ha trabajado arduamente

para que fuese su regalo al mundo.

Considera que ha cumplido con su deber,

y, ya sin deuda alguna, resuelve quitarse la vida.

Mainländer tiene treinta y cinco años.

Muchos los considerarán pocos.

Él los considera suficientes.

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