top of page

PHILIPP MAINLÄNDER

BUDDHA

FRAGMENTO DRAMÁTICO

(1875)

En: Philipp Mainländer, Schriften. Herausgegeben von Winfried H. Müller-Seyfahrt, Band 4. Die Macht der Motive. Literarischer Nachlass von 1857 bis 1875. Herausgegeben von Winfried H. Müller-Seyfahrt und Joachim Hoell. Mit einem Vorwort von Ulrich Horstmann. Georg Olms Verlag, Hildesheim, Zürich, New York, 1999, pp. 451-459.

(Traducido por primera vez al español por: MANUEL PÉREZ CORNEJO, "Viator")

PERSONAJES Y ASPECTOS GENERALES DEL DRAMA

MAHA MÁYA, Madre de Buddha, fallecida al nacer  el Príncipe

SUDÓHANA, Padre de Buddha

PRAJÁPATI, Madrastra de Buddha

YASÓDHARA, Esposa de Buddha

RÁHULA, Hijo de Buddha

KANTARA, Caballo de Buddha, utilizado en su huída

CHANNA, Amigo de Buddha

KÁLUDÁYI, Noble que trata de lograr que Buddha retorne a Kapilawástu

ANANDA, Fiel sirviente de Buddha

NANDA, Hermano más joven de Buddha, hijo de Prajápati

SÁKYA, Miembro de la casta de Buddha

KOLI, Miembro de la casta de la Madre de Buddha

KAPILAWÁSTU, residencia de Buddha

GOTAMA, SIDHÄRTA, Nombre de Buddha

KÁLEDÉWALA, Consejero del Rey

RAMA

DHAJA

LAKSANA, Brahmanes

JATI

MANTA

BHOJA

MÚGALÁN

SERIYUT, Discípulos de Buddha

ACTO PRIMERO

Escena I

Rama, el preceptor de Gótama, se encuentra sentado en actitud contemplativa, frente al Palacio del Rey. Entra Laksana, el Brahmán de rango superior. Saludos y conversación.

Laksana parece regresar después de haber hecho penitencia.

RAMA. Ya sabéis lo acaecido cuando nació el Príncipe. Cuando la Reina yacía, exhausta en su lecho, contemplando al pequeño con sus grandes y serenos ojos de color azul oscuro, pareció como si sus benditos miembros se volviesen transparentes, y fluyera de ellos una luz supraterrenal de amor benefactor. El Rey, bendito sea, mandó llamar enseguida a los sabios astrólogos, que le anunciaron lo siguiente: A este niño le aguarda una gran felicidad, pero a ti, Gran Rey, podrá advenirte, bien la felicidad, bien la desgracia. Si te sucede en el Reino, se apartará del poder hacia los 30 años, cuando vea un enfermo, un anciano y una persona muerta.

Relato preciso de los sucesos: Muerte de Maha Mäya.

El Rey, exitoso en sus campañas, habiendo realizado hechos gloriosos, suscribe enseguida un tratado con sus vecinos. Los enfermos son llevados a una parte del gran Reino, y los criminales son apartados de la ciudad principal a la distancia de doscientas millas.

El joven da muestras de un carácter serio, sereno, pero alegre. Ve cómo crecen y se marchitan las plantas, y su espíritu, que tiende siempre a la contemplación, observa que todo es fugaz y nada permanece. Entonces se preguntó: ¿Qué significa este devenir eterno, esté ser que jamás alcanza el reposo?

Escena II

Buddha y los anteriormente citados. Diálogo en torno a la religión. Contraposición entre Panteísmo y Budismo. Contradiciones políticas. Todo le parece incierto [unklar]. Los Brahmanes enseñan en la escuela, mientras el pueblo languidece. Predominio de las castas. En Buddha va surgiendo un profundo amor por la Humanidad.

En los primeros actos, se exponen las vacilaciones de Buddha. No ha alcanzado aún la sabiduría; pero, de momento, se rebela contra lo existente de forma instintiva. No tiene todavía clara su misión. Está todavía demasiado influido por el pensamiento ajeno.

Escena III

Channa y los anteriormente mencionados. Channa anuncia que habrá guerra, y le exige a Buddha que se convierta en Rey.

Escena IV

Yasódhará. Budha.

Ambos llegan para exhortarle a obedecer a sus queridos padres.

BUDDHA. Aquel en quien cayó en una ocasión

La semilla de la sabiduría

y ésta llegó a brotar en él,

ella le alimenta con sus mejores fuerzas,

y crece y crece, hasta que la planta

ocupa su alma entera.

con la sangre que alimenta el corazón,

y ella es para él todo: padre, madre, hermano,

hermana, esposa e hijo.

YASODHARA (en tono de reproche). ¿Cómo que esposa e hijo?

BUDDHA. Perdóname... Fantaseaba, sin darme cuenta de lo que decía; no, esposa e hijo, no.

ACTO SEGUNDO

Escena I

Salón del Trono. Brahmanes. Numerosos nobles. Se anuncia al Rey. Sudhódana y Prajápati intentan presionar a su hijo, para que abandone sus ensoñaciones y se dedique a los asuntos de Estado.

SUDHODANA. Hijo, deja de atormentarte con preguntas

que no puede resolver ningún espíritu terrenal;

cree en los dioses, pues aunque tu ojo no los ve,

ellos viven en la boca de los Brahmanes.

Abandona esa contemplación y tus ansias de renuncia.

¿Por qué quieres recorrer caminos que, ay,

están tan alejados de los nuestros?

On, no busques el cielo en los desiertos,

sino en los ojos de tu esposa

y en la risa de tu pequeño y precioso Ráhula.

GOTAMA. Perdóname si no tomo hoy una decisión definitiva;

déjame libre por unos cuantos días.

Pues en mi cabeza se acumula un torbellino de pensamientos,

como si fuese polvo del desierto,

cuando el oécano de arena se ve agitado

por los mil brazos del viento del sur.

Debo deliberar conmigo mismo;

pues algo lucha en mi alma

para alcanzar una decisión. Al final,

aparecerá en mí, con total claridad,

qué es lo que realmente quiero.

Escena II

Una mujer paria consigue saltarse la vigilancia, e implora el perdón para su esposo, que ha sido condenado a muerte. Todos retroceden, horrorizados, y los Brahmanes se apresuran a interponerse ante el Rey, para protegerle del hálito de aquella desgraciada. La guardia se adelanta, para alancearla. Pero Buddha se planta entre ellos y toma a aquella mujer repudiada entre sus brazos. Se produce una conmoción indescriptible. Prajápati lanza un grito desgarrador y hay gran alboroto entre los sacerdotes.

Escena III

Los Brahmanes hablan entre ellos. Existen sospechas de que aquel joven soñador podría estar hechizado. Conversación bajo las estrellas. Horda de sacerdotes [Jesuitische Pfaffenhorde].

ACTO TERCERO

Escena I

Channa y Buddha se encuentran en el bosque. Buddha ha alcanzado tiene ya más clara cuál es su misión. A continuación, Chana le indique que debería mostrarse más sumiso hacia su padre, y, una vez ascendido al trono, emprender reformas.

BUDDHA le indica que siente tal tormenta en su alma, que no podría esperar a que prenda un pequeño fuego, sino que mediante su personalidad podría prenderse una llama enorme.

CHANNA se asusta. ¿Mordedura de serpiente o de tigre? Buddha quiere salvar a su amigo, y muestra una audacia poco común.

Channa le recuerda su familia.

BUDDHA siente una profunda vacilación.

Por doquier me veo rodeado de escarpados acantilados, y no encuentro ninguna salida; me veo aprisionado por cadenas indestructibles...  pero siento brotar el fuego en mí,  el impulso [Drang] que me lleva a confiar, la fe. Ese impulso me dice que estas quebraduras deberán desvanecerse de repente, que estas cadenas habrán de romperse, y la confianza me dice que peregrinaré libre hacia la dorada lejanía.

Escena II

Buddha, solo.

Escena III

Con firmeza, a causa de la victoria que ha alcanzado.

Buddha entra, portando el cádáver de Channas, en medio del júbilo que reina en el Palacio. el contraste con las lascivas escenas, hace que se imponga el rechazo hacia el mundo [Weltverachtung].

Escena IV

Llegan noticias de que Ráhula está enfermo.

Escena V

Muerte de Ráhula.

Escena VI

BUDDHA, solo, con Yasódhará. Ella se adormece sobre el cadáver, al tiempo que en Buddha vuelve a suscitarse la lucha entre el mundo y el cielo. Piensa en ella, y en su padre y en su madre, a los que ha abandonado.

¡Pero el cielo vence!

¡No! No daré ningún beso a esta dulce flor.

Que esta sea la primera renuncia.

(Pues, si pusiese en peligro la recepción de la iluminación del Buddha, por un afecto paternal, ¿cómo podrían liberarse los diferentes órdenes del ser de los sufrimientos de la existencia ?) [Were I, from parental affection, to endanger the reception of the Budhaship how could the various orders of being be released from the sorrows of existence.]

La muerte de este niño, mi primogénito, me redime de las últimas gotas de falsedad que recorren mi sangre. Todo mi ser me ha sido devuelto; en ha plantado sus raíces y brota otra estirpe, y ahora sacrifico todo este ser, cediendo el paso a la aniquilación [Vernichtung].

Escena VII

Yasódhara se despierta. Ha soñado que Buddha quíera abandonarla. Ahora ve con claridad que va a ser así.

¡Oh, dioses! ¡Gran Shiva, detenlo!

¡Gotama, esposo, amado mío!

Cae desmayada.

ACTO CUARTO

Escena I

La Corte. Consternación de la familia por la huída de Buddha. Se convoca un consejo, al que se hace acudir al Consejero Káladéwala y a los Brahmanes.

Escena II

Buddha en el desierto.

Escena III

Llega Káludáyi, enviado por la Corte, para tratar de hacer que retorne.

¿Quizás también Brahmanes?

Escena IV

Budha, solo. Tentación.  Dos figuras, ambas bellas, una luminosa y otra oscura, aparecen sobre Buddha. Son la encarnación de las dos voces que residen en su pecho.

Es ahora cuanto le parece completamente claro que él es todo. Todo es simplemente fenómeno,  dirigido a la purificación y apaciguamiento de su corazón [Alles nur Erscheinung zur Läuterung seines Herzens und zum Herzensfrieden]; y lo mismo sus prédicas.

1ª Voz: Le recuerda su familia.

2ª Voz: Le exhorta a ser constante.

1ª Voz: Intenta convencerlo para que domine toda la India y se proclame Supremo Emperador.

2ª Voz: Le muestra su incapacidad para ver correr la sangre y el poder de la palabra.

1ª Voz: Le describe las ventajas de una vida colmada de riquezas.

2ª Voz: Le consuela con la victoria que supone la renuncia [Segen der Entsagung].

1ª Voz: Apela a su sensibilidad y al goce.

2ª Voz: El consuelo que le ofrece el Ángel desaparece y aparecen otros seis genios de la  luz.

1. La Verdad.

2. La Sabiduría.

3. El Genio de su doctrina.

4. El Genio del bien.

5. La Fe firme.

6. La Fortaleza ante los sufrimientos.

1ª Voz: Dudas  ante la verdad de su doctrina.

¡Piensa en el Nirvana, en ser una Nada, la Nada!

Has reflexionado sobre lo que esto significa: ser excluido

de la sociedad de los vivos

y ser apartado de las alegrías de la vida?

La Verdad...

1ª Voz: No te hablaré de la infelicidad de tu familia;

¡pero en todos los que seduces

enciendes un fuego que se extiende sobre la tierra,

sembrando la división, y amenazando la paz del mundo!

¡Se enfrentárán padres e hijos, lucharán los hermanos entre sí,

y su sangre caerá sobre tu cabeza!

BUDDHA tiembla. ¡Oh, que dolor!

1ª Voz: Duda de la potencia de su conocimiento [Erkenntniskraft]

¿No podrías, quizás, equivocarte?

La Sabiduría...

1º Voz: Duda de la fuerza del pensamiento de la redención [Erlösungsgedankens]

¿Tendrás éxito? ¿Verás recompensado tu sacrificio?

¿Y si te hubieses equivocado, y te estrellases contra tu error, como un barco contra el acantilado? Luego estarías triste, aunque no padecieses mucho.

El Genio de su doctrina..

1ª Voz: Duda de la fuerza de su elocuencia.

Así que quieres convertirte en Maestro. Derramas

tu venenosa semilla sobre millones de personas,

y ella va creciendo. Les separas de la verdad,

que reside en la fe, en el Padre, en todo lo antiguo y venerable.

¿Qué te han hecho, los pobres, para que

quieras acumular sobre ellos tal desgracia?

¿Sabes, acaso, si no vivirás después de la muerte?

¿Cómo saldrás incólume, aunque triunfes, de la miseria

que has causado, y del castigo que exige?

¿Qué pasará, entonces?

La Bondad del corazón...

1ª Voz: Duda de que su doctrina tenga gran éxito.

La Fe...

1ª Voz: Duda de su fuerza para soportarlo todo.

Su transfiguración [Seine Verklärung]

Recepción de la iluminación del Buddha.

La Fortaleza ante los sufrimientos...

ACTO QUINTO

Escena I

Buddha, mendigando.

¡Sidharta! Tu cuerpo está compuesto de los

cuatro elementos, y lo mismo sucede con esta comida;

por eso, deja que cada elemento se una a su semejante.

Escena II

Sus consideraciones sobre la primera comida.

Escena II

Prajápati, Yasódhara y Sudhódana llegan par inducirle a regresar.

Escena IV

Buddha y el pueblo reunido.

Escena V

Su primer Sermón.

Recorre mi alma un potente sentimiento:

atraeros a todos vosotros hacia mí;

pero esto resulta imposible.

Así, pues, os ofrezco mis palabras

y mis actos. Seguidme.

Madre y esposa se reconocen en su doctrina. También Sériyut y Múgalan.

Escena VI

Su visión.

Philipp Mainländer


 

RUPERTINE DEL FINO


 

Novela filosófica

(Versión de F. Sommerlad)

(Traducida por primera vez al español por Manuel Pérez Cornejo, "Viator")

 

 

(Publicada por entregas en el Allgemeine Zeitung, núms. 101-122, 12 de abril de 1899 / 3 de mayo de 1899)

 

Philipp Mainländer

Prólogo del Dr. Phil. Fritz Sommerlad

(Gießen)


 

El autor de la novela corta Rupertine, que aquí publicamos por vez primera, utilizó la literatura -como él mismo advirtió- solo como medio para un fin superior: la exposición de pensamientos filosóficos. Siendo filósofo, él poseía una personalidad sensible, poética y creadora; por eso, también, muchas páginas de su obra principal muestran un impulso entusiasta, un cálido sentimiento y una oratoria, que proceden de un ardiente corazón, y que convienen al ámbito de la filosofía, siempre que este término no designe una ciencia puramente exacta, que rechaza intencionadamente cualquier labor de la fantasía y toda expresión artística.

Siempre se produce un deslizamiento desde el frío mundo del puro pensamiento a las regiones de cálidos colores, en los que se muestra plenamente activa la fantasía del artista. Se dice, con atrevimiento, que uno puede ser hombre de ciencia o artista, y que ambas cosas no pueden reunirse en una sola naturaleza; pero esta sentencia carece de justificación: Goethe y Schiller muestran que un príncipe del reino de la fantasía puede, al mismo tiempo, tener capacidad para trabajar sistemática y científicamente; y nuestro Mainländer prueba, al menos, que quien posee dotes poéticas puede llegar a ser, si posee una formación filosófica desarrollada y profunda, un filósofo puro, aunque no exacto. La presente novela corta, ofrece un ejemplo palpable y general de los principales pensamientos del filósofo, e ilustra diferentes aspectos de su texto filosófico.

Topamos aquí con un fundamento de la conexión entre arte y filosofía, a saber: la necesidad de una mejor expresión. El filósofo que piensa de un modo abstracto, debe acudir a la realidad de las imágenes, para aclarar sus pensamientos; y, viceversa: las figuras que ha producido la fantasía del artista deben completarse con el acervo y riqueza de los pensamientos.

Por lo demás, si se conoce al filósofo, incluso esta pequeña pieza artística creada por él puede pretender suscitar cierta atención; de manera que, con esta publicación, espero ofrecer un obsequio, digno de agradecimiento, a aquellos que dan lecciones sobre Mainländer el filósofo -que en los últimos tiempos han llegado a ser numerosos-; en cambio, para aquellos que se inclinan a considerar la novela corta como un puro trabajo literario, creo necesario ofrecer un breve panorama sobre los pensamientos filosóficos fundamentales de su autor.

Philipp Mainländer -cuyo verdadero apellido era Batz- nació el 5 de octubre de 1841 en Offenbach am Main. Aunque ejerció la carrera de comerciante, aprendió por su cuenta diversos idiomas, literatura, historia, ciencia natural y filosofía; estuvo por un largo período en Nápoles, y más tarde en Offenbach y Berlín; por diversos motivos ajenos a sus verdaderos intereses, siguió ejerciendo su profesión, pero su trabajo vital apuntaba a la actividad filosófica. Publicó una obra: la Filosofía de la redención (actualmente en Hübscher und Teufel, Köln), cuyo primer tomo apareció en 1876, el año de su muerte; le siguió el segundo tomo, publicado en 1886, a partir de la recopilación de sus papeles, que llevó a cabo su fiel hermana, tan afín a su espíritu. Fue un hombre singular, y digno de lástima; poseía una brillante disposición, y una gran capacidad para desarrollar su profesión; dotado de un incansable impulso en pos de su ideal, su corazón estaba lleno de benevolencia y amistad hacia los seres humanos, al tiempo que su mente estaba llena de elevados pensamientos...; en suma, se trataba de un hombre que parecía dispuesto de la mejor manera para desenvolverse en este mundo, pero al que esta vida, después de haberla calado en sí mismo, alrededor de él y en la historia, no le parecía digna de valor, o más bien, su pensamiento acerca de la vida en general se la representaba como un impulso hacia la auto-supresión, como voluntad de muerte. Este es el pensamiento principal de su filosofía. Schopenhauer, su admirado maestro (al que, no obstante, criticó acerbamente), había dicho que la vida como voluntad debía cancelarse; y así es como lo explica Mainländer: la vida y el mundo, examinados correctamente, no son otra cosa que la gradual auto-superación de la voluntad, un tender hacia la muerte. Y esto es algo que él cree poder probar científicamente, con ayuda de la metafísica, desde el ámbito de la historia y desde la ciencia natural, a través de la "ley del debilitamiento de la fuerza", o de una "ley del dolor", así como en la certidumbre de que la muerte es realmente la nada, la Nada absoluta; no un "dormir, quizás también soñar", ningún tránsito a una vida futura, ya sea de padecimiento, ya de beatitud, sino el final de todos los trabajos y de todas las alegrías; Mainländer confía en que este pensamiento cuyo conocimiento él asegura mediante su obra, supone una infinita felicidad para el sabio, y tranquiliza su existencia entera, transfigurándola, y asegura la redención del hombre. Entonces, al comprender esto, un último y aliviador suspiro surge del pecho de la Humanidad, cuando entiende la suma felicidad que implica que exista un reposo perfecto, una final de verdad... ¡Una concepción del mundo beatífica, quizás, para el hombre anciano, profundamente agotado, despojado de todas las demás esperanzas, cuya existencia ha transcurrido en medio del trabajo y las penalidades; o también para un joven de nervios trastornados, que están muy, muy cansado... ¡Pero, oh, maravilla nada de esto era nuestro filósofo, sino más bien alguien joven, fuerte, activo, tanto espiritual como corporalmente! En este hombre, capaz de crear incansablemente, sin fatigarse, como comerciante hábil y experto, como vigoroso soldado -sirvió como coracero voluntario, ya cumplidos los treinta y cuatro años, en Halberstadt-, o como escrupuloso erudito, que estudió y críticó a Kant y Schopenhauer, persiguiendo las más finas ramificaciones y los más sinuosos senderos de los pensamientos, debía resonar, sin duda, repetidamente una cuerda profundamente melancólica, incluso inmerso en su vida activa, hasta que ese tono cansino no le abandonó, y le arrastró finalmente al círculo de pensamiento de la muerte. Desde luego él mismo tenía tal disposición, que era parte de su herencia natal; como dice en su autobiografía: "de su madre recibió una vena melancólica", y de su bisabuela "el amor al resplandor de lo místico".1 Nuestro filósofo también aprovechó el cristianismo. La prescripción aquí expresada, basada en su opinión, sobre el mundo terrenal, debe aplicarse a cualquier mundo, así que la única salida que queda es la nada. Parece evidente que un hombre sano no puede permanecer en esta atmósfera, y es lógico que a muchos les resulte opresivo y opresor detenerse en semejante constructo intelectual. Por fortuna, también aquí el pensamiento fundamental representa una inversión tan completa de una cosmovisión sana y útil para la vida real, que esta doctrina, tanto en la teoría como en la práctica, encontrará pocos discípulos y seguidores, pues el suicidio se encuentra próximo al punto de salida de esta obra, y nuestro filósofo mismo lo consumó. Pero este maestro pudo comunicar sus pensamientos y afectos tan seductoramente, y por doquier se vislumbra tras las páginas de su obra un rostro tan dulce y filantrópico, y a la vez tan risueñamente elevado sobre el mundo, una expresión del ánimo -suena paradójico respecto de tal doctrina, pero es la verdad- tan piadosa, que nos hace inclinar la cabeza, profunda, amistosa y dolorosamente conmovidos, y nos lleva a confesar ante él: "¡Ciertamente no has sido capaz de convertirnos para que adoptemos el tipo de redención que propones, pero podemos comprenderte y honrarte, a ti y a tu noble corazón!"

Quien quiera conocer más en detalle el sistema de Mainländer, debe remitirse a la Filosofía de la redención: allí encontrará un mundo admirable y maravilloso; quedará atrapado por muchas páginas, y también quieres se dedican a las labores del espíritu aprenderán en sus respectivos dominios. Especialmente el Volumen 2, con sus Ensayos podrá atraer a círculos más amplios. Pero aquel que esté más interesado en el Mainländer literato, no debe dejar tampoco de leer sus tres dramas sobre los Hohenstaufen: Enzo, Manfred, Conradino, que contienen una obra que posee una factura valiosa e inigualable, y también muchas pasajes de gran belleza. También aquí el autor recibió la ayuda de su hermana.2 Otros poemas reposan aún entre los papeles que dejó el filósofo. En la novela corta Rupertine, empero, el héroe principal ocupa el lugar del autor mismo, pues es un filósofo como él, que supera el mundo de las pasiones; al menos en mi reelaboración, porque en el original ya las ha superado desde el comienzo. Pareció más verosímil y poéticamente más interesante, que el proceso que conduce hasta el pleno reposo carente de pasión tuviese lugar ante nuestros ojos. En la muchacha que sirve de heroína del relato se refleja la otra cara del mundo: la afirmativa e impetuosa pasión del corazón, cuyo reposo es el propósito de la filosofía de Mainländer. Junto a ellos hace acto de presencia el tercer héroe, que, igual que ella, es devorado por una vida rápidamente consumida, que le lleva a extinguirse enseguida. El único cambio significativo que me he permitido en el relato, sin cometer injusticia alguna contra el autor de la novela, se debe -como dice el propio Mainländer en su biografía- a que ésta fue escrita precipitadamente, únicamente para mostrarle a su hermana "que él también podría escribir una novela corta"; personalmente, estoy seguro de que el autor mismo habría considerado este cambio citado como una mejora.

La forma tenía que cambiarse en parte, porque, dado lo precipitado de su redacción, no hacer cambio alguno podría haber hecho que el proyecto hubiese significado un fiasco artístico. En el tratamiento del estilo, he seguido al narrador, y soy consciente de que no es el estilo más novedoso; pero, por eso mismo, quizás no es el peor. Los pasajes de Goethe me parecieron tan adecuados, y resumen tan bien, en su brevedad, el contenido del capítulo, que no he renunciado a ponerlos sobre cada una de las secciones. Ojalá que el interés que pueda suscitar en el eventual lector esta historia, que carece de grandes pretensiones, atraiga aún más la atención sobre mi paisano, el maravilloso filósofo de Offenbach. Incluso allí es poco conocido.

1 Cfr. mi reseña sobre esta autobiografía en la Zeitschrift für Philosophie und philosophische Kritik, 112 Bd., 1 Heft.

2 Die letzten Hohenstaufen. Ein dramatisches Gedicht von P. Mainländer, Leipzig, sin fecha, Schmidt und Günther.

CAPÍTULO I


 

"¡Cómo me duele el bello y noble corazón!

¡Qué triste miseria, caída de su altura!

¡Ah, ella pierde! — ¿Y piensas ganar tú?"

Goethe, Tasso.

1.


 


 

A la salida de una pequeña localidad, situada en la carretera de la montaña, se encuentra una casita rural de un solo piso, oculta casi por completo entre la espesura de la vegetación. Sobre el tupido jardín delantero, separado por una verja de hierro de la carretera nacional, se eleva una sombría bóveda de ramas de castaños, plátanos de sombra, acacias y tilos, entrelazadas entre sí, que garantiza el más delicioso refresco, cuando el calor veraniego golpea fuera la soleada calle, blanquecina y polvorienta. Tan sólo en algunos trechos cae un rutilante y danzarín rayo de luz, a través del ramaje estrechamente entrelazado, sobre el fresco tapiz de césped verde, que se extiende, resplandeciente, ante la casa. Cargada de misterio, la blanca villa asoma entre la verdura, en su aislamiento y tranquilidad, como un enigma para cualquier espectador fantasioso: ¿Qué puede suceder en esta casa tan tranquila? ¡Algún afortunado debe disfrutar de sus días en ella, en medio de un reposo imperturbable!


 

*

* *

 

No se había alzado aún el cálido sol de junio sobre las alturas ornadas de bosques, que se alzaban por detrás de la villa rústica, cuando apareció un hombre alto, de vigorosa apariencia, que atravesó el jardín, a lomos de un joven y vivaz caballo. Delante de la puerta, se alzó sobre la silla de montar, tranquilizó al impaciente animal con una dulce y prolongada caricia sobre la soberbia crin, y cabalgó luego al paso hacia la carretera local de Heidelberg. Reposó su vista sobre el entorno, cargado de fragante rocío, sobre el que lanzó una mirada contemplativa, profunda y llena de paz, y se sumergió de tal modo en el disfrute de la soberbia mañana, que le pasó desapercibida una voz que le llamaba por su nombre. Entonces, un puño hábil hizo detenerse al caballo, lo que provocó cierta ira en el caballero, que desapareció cuando vio ante él a un bello joven, que, riendo, le estrechó alegremente la mano.

— ¡Vaya, aquí llega el soñador! -exclamó- ¡Buenos días, Wolfgang! ¡Si no supiera que has renunciado a las mujeres, y que tu corazón está inflamado por el amor a la Humanidad entera, hubiera pensado que estás enamorado! ¡Llegas así, con esa mirada tan serena y pensativa! ¡Te he llamado, pero parece como si estuvieses fuera del mundo común, y anduvieses perdido en otro muy lejano!

— ¡Así es! -dijo el jinete, estrechando cordialmente la mano de su amigo- ¡He caído como extasiado, al contemplar este amplio panorama! Mas, ¿es el soñar con los ojos abiertos una señal tan segura de que uno está enamorado? ¡Tú lo estás, y ya andas bien despierto por la mañana temprano! ¿Eh, qué me respondes a esto?

El joven se quitó el ligero sombrero de paja que llevaba, y se alisó los rubios cabellos. Una sombra cruzó su bello rostro, y alzó sus ojos grandes y azules.

— Querido amigo, este enigma se puede resolver sin dificultad. La flor de mayo del primer amor ha desaparecido, y "el segundo acto del drama -más ¡qué digo! (se corrigió rápidamente)- de la comedia, ha empezado" ¡Wolf -exclamó, excitado-, no sabes el terrible malhumor que gasta Rupertine!

— ¿Rupertine? -dijo Wolfgang.

— Quizás -respondió rápidamente el otro- no sea adecuado decir "mal humor". Ella quiere poseerme absolutamente y por entero, y su deseo es atarme por completo: ¡lo único que puede ser libre es el amor hacia ella! ¡Su pasión es ardiente, dominante, demoníaca, salvaje! ¡Pero yo no puedo someterme; debo ser libre, y no puedo perder el placer de vivir, al que tienden mis labios sedientos! -se detuvo, vivamente conmovido-. ¡Y, sin embargo -prosiguió, al ver que Wolfgang le miraba, preocupado-, todo esto está dicho demasiado en serio! Ven, desmonta, y caminemos un rato juntos. ¡Ah! Rupertine es mi bien más preciado, y la criatura más hermosa de esta tierra. Como suele decirse: "¡Dios la crió y rompió el molde!" ¡Y ella es mía, sólo mía, mi dulce, única y preciosa chiquilla!

Wolfgang le miró, risueño.

— Ya lo sabía -le dijo afectuosamente-; llevas tu amor ahora, igual que antes, en la sangre. ¡Vosotros, y solo vosotros, os pertenecéis el uno al otro, y ninguna fuerza del mundo os puede separar! Y cuando te veo a ti, un hombre tan bien parecido y excelente, me resulta comprensible también que ella quiera tener la entera posesión de la preciosa mariposa, de tan bella y fragante flor. Pero dime: ¿sabe el viejo anticuario de vuestro amor? ¿Habéis pensado ya en la fecha de vuestra unión? ¿Cuándo entonaremos vuestra canción nupcial?

— ¡Ah, no, Wolfgang; nosotros vivimos al día! ¡Mas la verdad es que deberíamos de ponernos a pensar ya en ello! Rupertine tiembla al pensar en el día en que su anciano y buen padre se quede en la más vacía soledad... ¡Y yo no quisiera que ningún párroco cerrase la cadena en torno nuestro! Pero lo cierto es que el mundo lo quiere así, y nosotros hemos de sumarnos a la masa. Así que quiero sobrellevar mi destino con dignidad -añadió, sonriendo-. Y dime, amigo mío -prosiguió-, ¿no adivinas por qué te estaba espiando aquí? No, no lo adivinas; tú no piensas en eso. Pues bien, ¡te quería decir adiós y despedirme de ti!

— ¿Cómo? ¿Ahora y en este sitio? ¿Despedirte de mí aquí?

— Sí, querido...; pero no es menester que pongas un rostro tan adusto, ni que muestres esas arrugas tan serias, señor filósofo: se trata tan solo de un par de días; como mucho, tres. Quiero ir a Baden-Baden, donde me espera un amigo, el bueno de Brönner, al que tú conoces. No estaremos mucho tiempo juntos. Parto en una hora. Cuídate, Wolf. — Y le tendió a éste la mano, para despedirse.

— Entonces, buen viaje -dijo Wolfgang; y no te demores demasiado, que Rupertine te estará esperando, anhelante.

— ¡Tres días, querido; ni uno más! ¡Adiós!

Le dio una vez más la mano, y se apresuró luego a retornar hacia la pequeña ciudad.

— ¡Estaré en el Englischen Hof -exclamó volviéndose-, por si hay algo urgente que comunicar!


 

2.


 


 

Pasaron tres días…

Innumerables espíritus luminosos jugueteaban sobre los rayos del sol poniente sobre las hojas del viejo árbol situado a la entrada del jardín, tratando de penetrar en el sombrío patio, donde Wolfgang Karenner paseaba meditabundo. Había pasado la tarde escribiendo y estudiando, y ya habían pasado por su cabeza demasiados pensamientos; de manera que deseaba salir al aire libre, para recuperarse del trabajo intelectual.

Entonces, se abrió la puerta del jardín, y una joven corrió apresuradamente hacia él, le echó los brazos al cuello, le besó rápidamente y luego, cogiéndole la mano precipitadamente, le preguntó angustiada:

— Wolff, querido primo, ¿dónde está Otto? ¡Tú debes saberlo! ¡Ah, se ha marchado sin darme ni un beso y sin despedirse! Habla, amigo, ¿dónde está mi luz, mi excelente amado?

— Pierde cuidado, preciosa niña -respondió Wolfgang, mientras le acariciaba las encendidas mejillas-. Ha ido tres días a Baden-Baden. Volverá hoy o, como muy tarde, mañana. Quería encontrarse allí con un amigo suyo. ¡Pero me admira que no sepas nada de todo esto, niña mía! -añadió.

— Yo no sabía absolutamente nada -dijo ella, con voz que sonaba rabiosa y a la vez angustiada, mientras se golpeaba-. ¡Ah, cómo ha podido irse así!

— ¿Habíais discutido antes de que él se fuese, verdad Rupa?

Ella alzó su bella cabeza.

— Sí, por la tarde, cuando le vi por última vez -dijo, mirando fijamente frente a sí-. ¡Él me quiere someter, y esto es algo que jamás soportaré! -añadió luego, vehementemente.

Wolfgang no pudo evitar sonreír, al pensar en la queja que le había expresado Otto.

— Tu querido corazón puede estar tranquilo, Rupa; cuando se despidió de mí, deliraba, embelesado con su preciosa novia. Y no se ha ido enojado -añadió, alegremente-; incluso habló de la boda.

Rupertine calló y bajó los ojos; luego, dijo en voz baja para sí:

— ¡Pobre padre mío, tan bueno y querido!

Se desplomó sobre el banco de piedra, al tiempo que la cara se le cubría de lágrimas. Wolfgang se puso aún más serio, y, casi con severidad, le dijo:

— Rupa, ¿cómo te vas a comportar cuando estés delante de una verdadera desgracia? Créeme: en tu caminar por la vida no faltarán demonios, que traerán regalos temibles, pero también salvadores. ¿Qué harás entonces? ¿Desesperar? Domínate, pues, y no te hundas a ti misma. No vayas a ser como Agripina, aquella mujer apasionada, de la que el viejo Tácito dice que era "impetuosa en el dolor e incapaz de padecer". Y no es un sufrimiento lo que te oprime. ¡No es nada, salvo tu imaginación! Rupa -añadió con dulzura-, mi amada y buena madre, que te quería como si fueses su hija, me hizo prometer, en su lecho de muerte, que te protegería; y yo le prometí velar por ti y protegerte. Ella nos conocía a ambos. No tienes un amigo más fiel que yo. Déjate prevenir por mí, y sigue ese consejo bienintencionado, que busca tu felicidad y la de todos: ¡Domínate, y no seas esclava de tu apasionado corazón! ¡Niña mía, sé razonable!

Las palabras de Wolfgang, especialmente el recuerdo de su madre, recientemente fallecida, no dejaron de causar impresión en ella. Rupertine se tranquilizó; se secó las lágrimas, y le miró pensativa:

— ¡Gracias, fiel amigo! Quiero esperar y estar preparada. ¡Ah, bastaría con que Otto volviese, para que todo fuese bien!

— Esperemos hasta mañana. ¡Entonces llegará quien tanto deseas, y con él tu bella y luminosa felicidad! Luego, él podrá pedirte humildemente perdón por la angustia, la melancolía y las preocupaciones que han agitado tu dulce corazón.

— Te lo agradezco -dijo ella, tras levantarse ambos, tendiéndole la mano y dirigiéndole una cálida mirada-. ¡Hasta mañana, entonces! — Y la mirada de aquel hombre, serio y prudente, la vio dirigirse con premura hacia la puerta del jardín, donde se perdió pronto en la suave y cálida luminosidad del sol poniente.


 

3.


 


 

Pasó el día siguiente, pero el fugitivo no volvió. Pasó otro día, y otro más, y siguió sin aparecer. Transcurrida una semana, Otto no daba señales de vida, ni se tenía noticias de él… Nada.

A Wolfgang le fue devuelta una carta, con una nota adjunta, en la que se decía que el destinatario había partido de viaje. A través de la Casa de Huéspedes de Baden-Baden, Karenner se enteró de que el señor von Düßfeld había partido hacia Stuttgart. Las dos semanas siguientes no aportaron ninguna nueva noticia.

Rupertine había esperado con indescriptible exaltación, día tras día, mientras Wolfgang trataba de consolarla como podía. Pero cuando pasó la primera semana, en la que se mostró angustiada, iracunda y tremendamente intranquila, se produjo un cambio repentino en ella, y mostró una serenidad y tranquilidad realmente inquietantes. Un día de calor sofocante, por la tarde, Wolfgang -que estaba sumamente preocupado tanto por su amigo como por su amiga— estaba asomado a la ventana, y vio a Rupertine atravesar el jardín y encaminarse hacia la puerta de la casa. Fue rápidamente a su encuentro, llegó hasta él, le tendió la mano, con una tranquilidad estremecedora en su rostro, y antes de que Karenner pudiera decir siquiera una palabra de saludo, le dijo con voz firme:

— Wolfgang, por última vez, te lo suplico: ¡dime si tienes alguna noticia de Otto!

— Querida Rupa -le respondió Karenner, cordialmente-, he decidido emprender mañana un viaje, para ir a buscarlo. Debo encontrarlo, pues yo mismo estoy inquieto por la suerte de mi amigo. ¡Voy a encontrarlo y lo traeré!

Ella movió lentamente la cabeza, y dijo:

— No hables de eso; pero, ¿me prometes no ocultarme nada, cuando regreses?

— ¡Nada! Te lo prometo.

La acompañó hasta su casa; caminaban callados, uno junto al otro. Allí, él se despidió, sin poder pronunciar ninguna palabra que expresase esperanza. Cuando le dio la mano a la joven, un estremecimiento recorrió su cuerpo; pero ella se contuvo, y le habló, dulce y penetrantemente, mientras le decía:

— Wolf, si él ha muerto, ¿me traerás su cadáver?

Él fue incapaz de responder; le estrechó la mano, y de marchó precipitadamente.

No estuvo fuera más de una semana.

A última hora de la tarde, nada más volver a la pequeña ciudad, corrió enseguida hacia la vivienda del anciano anticuario, como un mensajero del dolor. En la habitación, encontró a Rupertine, que aún estaba leyendo. Cuando entró, ella sufrió un violento sobresalto, y no pudo levantarse del sillón, pero sus ojos permanecían pendientes de sus labios; y ya antes de que él hubiese pronunciado una palabra, pareció adivinar algo terrible. Lanzó un grito desgarrador, y se desplomó sobre el asiento, cubriéndose el rostro con las manos.

Wolfgang se sentó a su lado; le cogió suavemente las manos, manteniéndolas entre las suyas, y le dijo, con voz oprimida:

— Rupa, te prometí no ocultarte nada. ¡Ya sabes lo peor! ¡Ah, sólo es una suposición, pero la verdad es que casi no es! Fui a Baden-Baden; Otto se había marchado con su amigo a Stuttgart. Le busqué allí, y me enteré de que se había ido tan alegre a Lucerna. En Lucerna las noticias eran de nuevo desalentadoras: el mismo día en que debía haber llegado un comunicado que le había mandado previamente, un hombre joven, dotado de un ligero equipaje, había partido en un barco hacia Wäggis; por el camino, había caído sobre él una de aquellas tormentas repentinas que agitan aquel traicionero lago; la barca zozobró, y su tripulante se hundió en las profundidades. La descripción del propietario de la barca se ajustaba perfectamente a Otto; y también se encontró un ligero sombrero de paja, como el que él solía llevar… ¡Ah, es posible que ese sombrero sea lo último que nos quede de nuestro amigo!

En la habitación se impuso un silencio de muerte. Wolfgang miró, profundamente entristecido a la infeliz muchacha. El recuerdo de su amigo muerto pesaba tanto sobre él, que no pudo reprimir por más tiempo las lágrimas.

En cambio, los ojos de Rupertine permanecían increíblemente secos, y miraban fijamente, desde su pálido rostro. En cuanto vio llorar a su amigo, retiró suavemente su mano, y le dijo, casi con dureza:

— ¡No llores, Wolf! ¡Él no ha muerto!

Wolfgang se levantó, asustado por su aspecto. Sus labios estaban lívidos; toda su vida parecía haberse reconcentrado en el corazón, y miraba al vacío.

— ¿No le ves? -exclamó-: ¡Allí, allí está! ¡Oh, no está muerto! ¡No; el muy desleal me ha abandonado vergonzosamente... y yo debo morir!

Wolfgang cogió a la excitada joven, cuyas fuerzas parecían agotarse, y con el corazón desgarrado, exclamó:

— ¡Rupertine, Rupa, por el amor de Dios, álzate y mantente firme!

Mas ella ya se había recuperado. Se desprendió suavemente de sus brazos, se sentó en el sofá, y le rogó que la dejase un instante a solas con sus pensamientos. "Tengo que decirte algo." -añadió.

Karenner se asomó a la ventana, que estaba abierta, y lanzó una sombría mirada al jardín, que reposaba encantador, bajo una soberbia luna llena nocturna. ¡Qué apaciguada y serena se mostraba la naturaleza ahí fuera -pensó-, y cuán violentamente atormentado se encuentra el corazón humano!

Volvió a entrar. Rupertine lo advirtió, y le hizo una señal para que se acercase. Lo arrastró a su lado, y comenzó a decirle, con voz firme:

— ¡Otto vive! - Cuando Wolfgang intentó interrumpirla, le puso una mano en la boca, y prosiguió- No hables, digas lo que digas, él vive. ¡No me engaño! Tú no conoces el corazón femenino, y su capacidad visionaria. Vive, pero me ha abandonado… ¡Y esto es mucho, mucho peor que la muerte; lo sé, y ninguna fuerza del cielo o de la tierra puede detener la mano de la muerte, que se extiende hacia mí!

Calló un momento. Wolfgang no se atrevió a hablar.

— Ya ves, querido amigo -dijo, a continuación-; este conocimiento, que yo recabé en vano estos últimos días por todas partes, llevada por la locura de pensar que podía escapar de él de algún modo; esta certeza del inevitable hundimiento, me ha elevado por encima de mí misma a un éter libre, diáfano y claro, desde el cual puedo ver lo que yo era y hacía, y actuar como si fuese un ser ajeno. La muerte ha imprimido su sello sobre mi frente; le estoy consagrada y me ha purificado. Ya no pertenezco a este mundo. Y al producirse en mí esta transformación, he de legarte, orgullosa y sin prejuicios, una confesión, que una ardiente vergüenza habría impedido aún mañana pasar a mis labios: Si me hubieses traído aquí su cadáver, hubiese podido derrumbarme ante el ataúd de mi prometido, y mi secreto había quedado enterrado conmigo; pero ahora todo es distinto. Debo hablar, para no parecerte una niña malhumorada, caprichosa y carente de corazón, que empuja a su padre al abandono más miserable, porque no le ha salido todo como quería. ¡Y, ciertamente, es un consuelo que me resulte fácil hablar!

Calló, y le hizo a Wolfgang una señal para que él también permaneciese en silencio. Cruzó las manos, mirándolas a ratos, y fijando otros su mirada en una indefinida lejanía. Luego, se reclinó en el sofá, como si las fuerzas la hubiesen abandonado, y a Wolfgang le pareció que la vida entera se había retirado de su bello cuerpo, para encontrar un último y breve reposo en sus ojos.

— Es asombroso -prosiguió- hasta qué punto me ha hecho madurar el infierno que he vivido en estas últimas semanas. Soy todavía tan joven, casi aún una niña; y ahora, cuando miro al pasado, me siento como una anciana, que cuenta historias a sus nietos. Me he alzado a una vida espiritual maravillosa, que nunca habría presentido. No es que haya alcanzado un saber amplio ni erudito, pues odio la pedantería y ese laborioso rumiar, como un gusano en torno al moho acumulado a lo largo de miles de años, sobre miserables pequeñeces. Mi vida espiritual era un goce libre, la plena acción de un órgano sano y poderoso, la dichosa conciencia de la fuerza del espíritu. Si observaba una flor, o daba un paseo solitario en las tranquilas noches de verano, bajo el cielo tachonado de rutilantes estrellas, siempre tenía el sentimiento de una incansable conquista; el placer de recoger la cosecha sin haber sembrado. ¿Que el contenido del libro estaba sellado para mí? Antes de que lo abriese, ya tenía la certeza de que las agitaciones del corazón me llevarían tan alto como al creador de la obra. Me trataba con los individuos geniales de todas las épocas, como si fuesen mis iguales. ¡Nada me impedía volar, igual que lo habían hecho ellos!

Pero, ¿habría sido todo ello posible, sin una sangre ardiente, y una vitalidad llena de tempestuoso impulso? Mis dotes se espoleaban mutuamente, crecían desarrollándose al unísono, y mi sangre bullía desenfrenada, porque yo gozaba de entera libertad. Me faltaba el trato diario con mi madre, y la dulce coerción que hubiese ejercido un corazón femenino, querido y dotado de suaves sentimientos.

Calló un instante, y luego prosiguió, mostrando el mismo reposo de antes:

— ¡Entonces, llegó la hora en que, trémula, fui besada por él! -calló de nuevo; y luego afirmó: "¡Tuve un estigma; pero ya no lo tengo!"

Y, dirigiendo sus ojos a Wolfgang, que seguía, casi sin aliento y angustiado, pendiente de sus palabras, dijo:

— No sigamos con esto. He caído; pero ya me he levantado, y sobre mi vestido de fiesta no hay ni una mota de polvo: ¡el viento que sopla desde ese lugar, en el que no hay angustia ni lamento, lo ha purificado! ¡Adiós, Wolfgang, no nos veremos más!

Karenner se sintió como paralizado, y su pensamiento se volvió confuso. Un gemido ahogado se escapó de su pecho. Pero el aturdimiento no pudo detener por mucho tiempo a un hombre tan firme y reflexivo. Procuró apartar el acontecimiento de su vida sentimental con mano firme, y se enfrentó a él, aunque sólo pudo hacerlo haciendo un enorme esfuerzo. Se puso en pie súbitamente, y cogiendo entre sus manos las de Rupertine, le dijo:

— ¡No te apresures, rupa; esto es lo que te ruego, ante todo!

Ella sonrió, abatida, y respondió:

— No, Wolfgang; así debe ser; no me estorbes en mi decisión, y no preguntes nada más; ¡así ha de ser!

Y con aire soñador, añadió, lentamente y en voz baja: "Mira, Wolfgang, así ha de ser." Luego, elevó la voz y dijo:

— Desprecio todo lo pequeño y miserable. Ha vivido de un modo magnífico; he alimentado en fuentes rebosantes todos esos menguados órganos que hacen humano al hombre. Mi amor ardió y vivió en una noche, como las flores del cactus, tan espléndidas, cuyo aroma arrebata los sentidos. No quiero poner fin a tal vida de un modo mezquino. Pido la única expiación de mi culpa, y, créeme Wolfgang, la corriente de este anhelo ya no puede contenerse.

— ¿Me has querido alguna vez, Rupa? -preguntó Wolfgang, con voz medio ahogada.

Ella le miró con dulzura, y le contestó reposadamente:

— Tú eres mi noble amigo, a quien venero como a nada en el mundo.

— ¿Puedo pedirte, entonces, un último favor, Rupa? ¿Podría verte una vez más?

Tras reflexionar un poco, ella dijo:

— ¡Pero debe ser pronto!

Él la besó en sus lívidos labios, y se marchó.


 

4.


 


 

Karenner se fue completamente deprimido a su casa. La cabeza le ardía, al tiempo que su cerebro trabajaba con tremenda rapidez. Todo había sucedido tan increíblemente rápido, tan fuera de cualquier límite, que se creía presa de un mal sueño. Poco a poco, se fue calmando, y vio claro que el profundo dolor que atravesaba su pecho era un hecho inalterable. Llenó de dolor, reflexionó acerca de la alegría y la luminosidad solar de los últimos días, el derrumbamiento de su felicidad interior, y, entretanto, invocó a su conciencia: "Repórtate; esto debe cambiar. Rupertine debe salvarse y no puede morir. Y, mientras atormentaba su cerebro, haciendo y deshaciendo planes, y acosado por la idea obsesiva de que debía encontrar una salida, cayó repentinamente en ella. Se trataba de un pensamiento que nunca se le habría ocurrido, y cuya idea le hizo, en principio, estremecerse: "¡Sí, esto podría, debería ayudar; pero se trata de un medio cruel! ¡Mi vida habría de dar un giro en este punto, y Rupertine, la pobre Rupertine vería violentamente arrebatada su pretendida paz, pero evitaría atraer un terrible padecimiento sobre ella y su anciano padre!"

Se levantó de un salto, abrió la ventana y respiró el aire fresco de la noche. El anciano anticuario no sabía nada del compromiso matrimonial de su hija, y ella le quería con locura. Era a través del anciano como él debía influir sobre ella; pero no valían las meras palabras, sino que debía suceder algo, un hecho tangible, que conocido por su viejo padre, suscitase en él una esperanza, y, al aparecer ante ella, destruyese su desesperado paso, aunque él cayese desde la más elevada felicidad en el dolor más indecible. Basándose en esto, construyó un terrible plan, terrible para su manera de pensar y para las relaciones en las que se encontraba Rupertine.

Él había pensado y construido su vida según sus principios filosóficos, y quería elevarse hacia sus altas metas, sin verse encadenado por la felicidad de una bella vida familiar, trabajando con el espíritu, y colaborando en el bien de la Humanidad, pues se sentía por encima de la vida cotidiana. Y ahora, lleno de una íntima compasión por la Humanidad, tenía el pensamiento de complacer a una mujer, despidiéndose de sí mismo. ¡Ahí estaban sus libros, sus trabajos; y un nuevo sistema de pensamiento, que él consideraba un legado superior para la Humanidad sufriente, se encontraba allí mismo, casi listo y terminado! ¡En su fuero interno, esto significaba, necesariamente: contribuir a la visión más clara de la nulidad de esta vida, a la superación espiritual de esta existencia! Y por doquier, cruzaba su mente el sonido de este pensamiento, bien distinto, que le decía, ora suavemente, ora con fuerza: "¡Has de renunciar a la felicidad terrenal y aparente del amor; debes huir de la mujer, no por la mujer misma, sino por el género humano! ¡No debes traer ni una generación más a este mundo de padecimientos!" ¡Ahí estaba la obra de su vida…, y ahora estaba aniquilada! ¡Él mismo, el anunciador de la nueva verdad, era un apóstata; el sistema estaba roto, y toda su vida amenazaba dar un vuelco radical!

¿Y Rupertine? Ella se hallaba ante la alternativa de vivir apasionadamente aferrada al amado, o liberarse con la muerte de la vergonzosa infidelidad. Pero, ¿cómo podría pertenecer a otro una persona como ella, que sólo podía soportar los abrazos del prometido pensando actuar libremente y a su manera? Y precisamente ahora, cuando su dolor, provocado por su infidelidad, le hacía pensar en dar el salto y precipitarse en la muerte, tenía que oír lo que él exigía. Por otro lado, estaba su amor y profunda veneración hacia su padre. Ella sabía cómo pensaba él, y conocía sus opiniones; de manera que debía darse cuenta al instante de por qué actuaba así el hombre que respetaba y reverenciaba: la quería salvar, cuando él se sacrificaba, y a la vez quería conservarla para su progenitor. Ella debería entender, enseguida, que lo que él le proponía significaba un sacrificio y una negación de todos sus principios y opiniones sobre la vida; y también una negación de sí mismo frente a ella, al verla caída y deshonrada. Esto debería llevarle a ella a pensar: “¡También tú debes aportar algún sacrificio, si es que puedes hacerlo!” Así debía ella sentir y actuar, pues él conocía su noble y maravillosa mente. Si este paso no traía la salvación, todo lo demás estaba perdido.

Se separó de la ventana, y se paró frente al retrato de su madre. Miró durante un buen rato a esa mujer de cabellos grises, que le miraba desde arriba, con su dulce mirada. "Cuida de ella, y protégela": éstas habían sido sus últimas palabras. Sí; él quería protegerla; quería mantenerla viva a ella, tan deseosa de vivir, incluso con este sacrificio. Le pareció que la mirada de su madre amparaba sus proyectos. "Así ha de ser", murmuró para sí mismo, mientras dos gruesas lágrimas corrían por sus pálidas mejillas. Se acostó, y mientras multitud de imágenes pasaban por su alma, se adormeció. Se despertó pronto, maravillosamente fortalecido por el sueño reparador, y repasó la situación una vez más: todo estaba claro; y en sus ojos brilló, una vez más, la dulce y serena luz de antes. Cuando el sol ya se encontraba suficientemente alto en su curso, salió decidido, y abandonó lentamente la casa. En la puerta del jardín, se volvió una vez más, y dirigió una cálida y dulce mirada a su apacible y verde hogar, que parecía dirigirse a él, sonriente y nostálgico. Pero luego, atravesó con paso firme la puerta, y se dirigió a la vivienda de Rupertine.

Tal como había esperado, encontró al anciano anticuario desayunando con su hija. El viejo, un hombre pequeño, delgado, con un pelo largo, blanco como la nieve y un rostro afable, parecía cordial y alegre.

— ¡Aquí tenemos a nuestro investigador, nuestro filósofo! -exclamó, levantándose-. Es estupendo verte de nuevo, Wolfgang. ¿Cómo te va, querido? -le dijo, acercándole una silla.

— Bien, querido tío, como siempre -respondió Wolfgang.

— Siempre serás el mismo -dijo el amable anciano, mientras tomaba una pizca de rapé y observaba, complacido, la fuerte figura y el rostro sereno y viril de su huésped-; siempre la misma tranquilidad del ánimo, que es el fruto más apreciable de toda filosofía, incluso la pesimista -añadió sonriendo-. ¿Qué dijo Horacio?

Aequam memento rebus in arduis

Servare mentem; non secus in boni

Ab insolenti temperantam

Laetitia!1

Ja, ja... Los antiguos estoicos lo comprendieron muy bien.

— Tú no penetras en lo más profundo de mi corazón, tío -dijo Wolfgang- La serenidad del ánimo que muestro en este instante es una máscara. ¡Lo que en realidad hay en mí es intranquilidad!

Rupertine le lanzó una mirada.

— ¡Eh, eh! ¿Qué pasa? -preguntó el anciano. Y añadió, amablemente: Me encantaría poder ayudarte; sería el primer servicio que yo te prestase, y ya te debo demasiado. ¡Vaya alegría que volviste a darme recientemente con el antiguo vaso etrusco! ¡Algo único, te lo aseguro, único e inapreciable! Me ha proporcionado horas, días, semanas, meses de trabajo, y una alegría inenarrable. Verdad que es una obra dura de roer para los arqueólogos; pero nosotros, los filólogos, tenemos paciencia, y buenos dientes... ¡Y yo se lo he hincado! ¡Será un acontecimiento para el mundo de la arqueología!- Tras decir esto, se frotó satisfecho las manos, y aspiró tabaco con fruición.

Wolfgang miró a Rupertine. Sus miradas se encontraron. Luego, su mirada apuntó al padre. Ella entendió lo que quería decir, y, cansada, cerró los ojos.

— ¡Pues bien, querido tío -dijo Wolfgang, dirigiéndose al erudito-, no voy a exigirte ningún regalo pequeño, sino que quiero obtener de ti una preciosa joya1

Se paró, y el anciano le miró, tenso, mientras Rupertine prestaba atención. Ante él se alzaba ahora la palabra fatal. Su corazón latía; sus manos comenzaron a temblar, y se dispuso a reunir todas sus fuerzas, porque lo que iba a decir debía caer sobre ella como un rayo. Y se lanzó...

— ¡Tío, vengo a pedirte la mano de tu hija!

Ya estaba dicho.

Siguió un silencio. El anciano miraba fijamente a Karenner, como si hubiese descubierto una inscripción antigua, y como si presintiera que, tras lo oído, todo lo que él sabía hasta el momento había caído por los suelos. Rupertine quiso levantarse de un salto, pero volvió a desplomarse sobre el sofá, lanzando un grito ahogado. Wolfgang se apresuró a sentarse a su lado, y abrazándola, le susurró con viveza: "¡Te ha evitado el camino hacia la tumba! ¡Sin sacrificio, me oyes, sin sacrificio! ¡Lo vas a hacer; lo debes hacer, por tu padre! ¡Debes hacerlo, me oyes, debes hacerlo!"

El viejo se había levantado y se acercó.

— Pero niños míos, ¿es esto posible? -dijo- ¡Pícara, taimada, traidora! ¿Esto es lo que tramabas, a espaldas de tu confiado padre? Bueno, ¿y qué pasa con el joven Düßfeld? A mí me parecía que él era tu Adonis, tu bello Antínoo, Rupa. Wolf: ¿no es verdad que tiene la misma cabeza que el amante de Adriano? ¡Por Apolo, que así es! ¡Pues sí! A mí me parecía que ese joven artista había ganado tu corazón. Mas, ¿quién puede escrutar el corazón de una mujer? Y tú, Wolfgang, ¡el pesimista, el misógino! ¿Qué he de pensar? ¿Qué debo decir? La verdad es que aquí pueden muy bien venir en nuestra ayuda otra vez los antiguos:

Tu, deorum hominumque

tyranne, Amor!2

¡Eh, hay que ver qué cosa tan increíble y maravillosa!

— Sí, padre; es verdad: "hominumque tyranne" -dijo Wolfgang, procurando sonreír alegremente, mientras que en su corazón sentía reírse algo muy distinto, odioso y burlón: “Amor tyranne!” Sí, esta expresión tenía sentido, pero completamente diferente del que creía el anciano-. ¡Es él quien nos ha obligado, a pesar de todos los principios, tanto a Rupa como a mí! ¡Por eso, querido tío, te pedimos tu bendición!

Sentía temblar la mano de Rupertine, fría como el hielo. Una compasión infinita sobrecogió su corazón; pero no se detuvo, igual que hace un médico ante una difícil operación: el paso estaba dado, y lo único que quedaba era llevarlo hasta el final.

— ¡Bendigo la hora en que me ha sido dado experimentar tanta felicidad! -exclamó el anciano- ¡Ah, qué alegría, y a mi edad! Y qué bueno es pensar que ahora Rupa se queda aquí, en nuestra querida patria, sin que me la arrebate ningún Jasón. ¡Así te podré ver todos los días, y alegrarme diariamente de que estés aquí, mi querida y excelente niña, mi fragante rosa, mi perla! Se precipitó sobre ella, y la besó en la frente.

— ¡Oh, Wolfgang -dijo, dándole de nuevo la mano-, que tu venerable madre no haya vivido para poder ver este día! ¡Ah, cómo habría guardado estos pensamientos un corazón tan bueno y fiel como el suyo! ¡Cómo habría disfrutado de esta unión, que ella anhelaba tanto como anhela el ciervo el agua fresca! ¡Ah, qué feliz me hacéis, hijos míos!

Abrazó conmovido a ambos. Rupertine había cubierto su rostro con las manos. Wolfgang se volvió hacia ella, y se susurró, conmovido: "¡Ánimo, querida niña, cobra ánimo; no podía ser de otra manera!"

El anticuario estaba ahora sólo atento al comportamiento de Rupertine. Se acercó a ella, y le preguntó preocupado:

— Pero, ¿qué es esto, niña? ¿Qué tienes? ¿Lloras? ¿Qué significa esto, mi dulce e infantil jovencita? -y, acariciando sus mejillas, prosiguió diciendo alegremente: ¡Así ha sido siempre mi pequeña: in tristitia hilaris, in hilaritate tristis!3 ¡Igual que su buena, fiel y excitable madre! ¡cuánto tiempo hace ya? Pero ya basta de lágrimas! ¡Ven, Rupa, abraza a tu alegre y feliz padre, y luego seca tus lágrimas de amor en tu prometido!

Rupertine se levantó, y sollozando fuertemente, encerró su rostro, mortalmente pálido, en el seno paterno, diciendo estas palabras demoledoras: "¡Mentira, todo mentira y engaño!"

El anciano, que no podía explicarse el comportamiento de Rupertine, se quedó aturdido. Karenner acudió a socorrerlo.

— ¡Déjala -dijo, mientras acariciaba con dulzura su cabello-; está tan conmovida! Tu alegría la ha conmovido profundamente; pero él sol iluminará pronto de nuevo su querido rostro. ¡Os dejo, pues quizás deseéis hablar! ¡Regresaré pronto!

Besó su mano, que parecía inerte cuando se la tendió; saludó amablemente al anciano, inclinando su cabeza, y abandonó silenciosamente la estancia. Ya fuera, pareció por un momento que iban a abandonarle las fuerzas, y tuvo que sujetarse con fuerza al pasamano de la escalera. Respiró profundamente; pero una voz le decía en su fuero interno: "Lo has logrado: ella está salvada y recobrada para su padre." Y como consuelo, resonó en él:

“Con tal sacrificio, distribuyen

Incluso los mismos dioses el soplo iniciador”.

Esperaba que ahora se solucionasen todas las confusiones. Cuando retornó a la tranquilidad de su casa, era un hombre distinto.


 

1 "¡Con serena tranquilidad de ánimo, abraza el alma del día del infortunio; pero también el día que es feliz acoge con mesura el alegre estrépito del placer!"

2 "¡Oh tú, amor, tirano de los dioses y de los hombres!"

3 “¡Alegre en la tristeza; triste cuando está alegre!”

CAPÍTULO II

"Yo no investigo - sólo siento."

(Goethe, Ifigenia)


 

1.


 


 

El sol del atardecer, que se iba elevando, trazando su curva sobre el mar, había atraído a una gran parte de los extranjeros alojados en un hotel de Sorrento a su elevada terraza. Allí, hacía un tiempo tan cálido y suave como cuando es primavera en el norte, aunque la nieve de enero cubría la cima del Vesubio, y en las sombrías hendeduras de las montañas sorrentinas aún quedaba rocío de la pasada noche. El cielo estaba completamente despejado, y ni una ola recorría el mar azul, que parecía terso, como un espejo.

Muy cerca de las barandas de la terraza se hallaba recostada en una cómoda butaca una joven vestida de negro. Estaba pálida y parecía sufrir; su ensoñadora mirada se paseaba por el golfo de Nápoles, y sólo en algunos momentos, cuando creía haber descubierto un barco mercante en la lejanía, un fulgor pasajero iluminaba sus ojos.

Era Rupertine. Los extranjeros guardaban una respetuosa distancia hacia ella, pues se sabía que el cónyuge de esta mujer atormentada se había trasladado a Nápoles ese día, por la mañana, con un pequeño ataúd, que contenía el cadáver de su hijito, para enterrarlo allí. El niño, fruto de su única hora de cálido amor, les había sido regalado, y luego arrebatado, habiendo permanecido como un fugaz huésped sobre la tierra, una sombra pasajera, tan breve como la felicidad de su corazón.

Mientras ella reposaba, pensando en la separación de su pequeñín, y en cómo había acabado lo que amaba su corazón, se le aproximó circunspecto un camarero, y le dejó dos cartas en la mesilla que estaba al lado del canapé. Apenas les prestó atención, y sólo después de pasar cierto tiempo, se dirigió a la mesa y cogió las cartas. Nada más posar su mirada en la letra del sobre de la primera, su cuerpo se estremeció, como si la hubiese tocado un rayo; y cuando miró el sobre otra vez, y comprobó de quién se trataba, su rostro enrojeció y el corazón martilleó en su pecho; sus manos temblaban, pues aquellos rasgos pertenecían a la escritura de Otto. Cerró los ojos, y perdió el conocimiento, mas sólo por un par de segundos. Luego, cogió la carta y la guardó rápidamente. Mordiéndose los labios, asió la otra: ¡reconoció la mano de su buen padre! Rompió el sobre apresuradamente, y echó un vistazo al contenido. Era una carta lastimera y triste, en la que su padre le decía sentirse sumamente infeliz por la larga ausencia de su amada hija única, y tan solo y abandonado, que, de resultas, su cuerpo había comenzado a padecer también. "Estoy débil y miserable, y mi alma está llena de deseos de morir", decía, "Ven, ven", concluía la carta, "regresa junto a tu viejo padre, porque, sin vosotros, me hundiré aún más pronto en la tumba."

A Rupertine le acometió un gran temor, y la hoja se le cayó de las manos. Una desgracia tras otra caía sobre ella; sintió cómo las lágrimas se le agolpaban en los ojos... ¡Ah, era tan impotente e infeliz! Se llevó el pañuelo a los ojos y lloró. Entonces, oyó pasos, y miró rápidamente. Wolfgang estaba junto a ella. Le cogió la mano, y le señaló la hoja que yacía en el suelo. El se agachó con presteza, y la cogió. Cuando la hubo leído, dijo:

— Venga, querida Rupa, tranquilízate; el estado de tu padre no puede ser tan malo como parece desprenderse de esta carta.

Le dio su brazo, y se fue con ella hacia su habitación.

— Querida niña, no te aflijas demasiado -dijo Wolfgang-. Padre puede sentirse mal, porque no está acostumbrado a la soledad; pero no creo que exista motivo para sentirnos seriamente preocupados; ya sabes cuán fácilmente cae en ese estado triste de ánimo, cuando le falta su Rupa. ¡Estaba tan sano y fresco hasta ahora! Ciertamente, no tenemos nada malo que temer; pero hemos de hacer que se desvanezcan sus preocupaciones. si te parece bien, pondremos fin aquí a nuestro viaje, y partiremos hacia nuestra patria. Yo aún te habría llevado gustoso a Roma; pero vamos a renunciar a este plan, y seguro que nuestro padre nos agradecerá esta renuncia.

— ¡Ah, eres el mejor y más excelente de los hombres -dijo ella-; tú siempre me traes la serenidad y un doble consuelo. Sé que te quito ahora alegría y placer; pero mi corazón añora ya la patria, y deseo volver con mi padre. ¡Vámonos, pongámonos en marcha lo más rápidamente posible!

— Disponlo todo, pues, Rupertine -respondió el-; yo, por mi parte, me ocuparé del coche; aún podemos llegar a coger el tren de esta tarde. ¡En dos días estaremos con tu padre!

La besó y salió apresuradamente. Rupertine espero, escuchando unos minutos, y luego sacó la carta que tenía guardada; rompió el sobre con mano trémula y leyó lo siguiente:

"Amor mío:

"Esta carta no contiene ningún reproche, pues no tengo motivo alguno para hacerlo. ¡Aún me anima la esperanza! Mas debo aparecer puro ante ti. Quiero revelarte, sin tapujos, la parte que me corresponde en la terrible desgracia que, con sus heladas manos, ha golpeado aniquiladoramente nuestras vidas, pues tengo por cierto que casi desaparecerá ante la terrible acción del poder enemigo que ha decidido nuestro destino.

"Los últimos días que estuvimos juntos me llenaron de una gran preocupación. La salvaje y desmedida vehemencia de nuestros corazones, que puede reconocer por entonces más que nunca, me hacían presagiar un futuro sumamente tempestuoso. También mis temores eras desmedidos, como pude entender muy pronto; pero por entonces preveía un futuro desgraciado, sin reposo, y la venganza de una felicidad vital fallida. Fugitivo y aturdido, vagaba de acá para allá, y con ello crecía en mí un irreprimible impulso de libertad. Me sentía sojuzgado, reprimido, limitado por ti, ¡por ti, Rupa mía! ¡Ah, te juro por lo más sagrado, y por ese amor que siento por ti, que nunca, nunca, ni por un momento pensé en abandonarte!; pero debía proporcionar a mi impetuoso corazón la posibilidad de tranquilizarse: me era imposible ya ver con claridad y lo confundía todo. ¡Por eso quise alejarme de ti un par de días, y situarme en otro entorno, libre del círculo de las tristes, infaustas, locas y estúpidas imaginaciones, para poder reencontrarme luego contigo! Partí hacia Baden-Baden, para ver a un amigo. ¿Por qué no te escribí, al menos? Me sedujo la ilusión de que la lejanía y la falta de despedida te harían más sumisa a mi voluntad; te quería domeñar por la angustia... ¡Qué tonto e infortunado fui! Fue de Baden-Baden a Stuttgart, y de allí a Lucerna. No recuperé la razón, y seguí viajando hacia el Tirol. Por el camino que lleva de Bregenza a Feldkirch, me sentí atraído por una rara flor alpina, y quise cogerla. El infantil pensamiento de que el peligro que implicaba arrancarla debía prestarle mayor valor a esa flor para ti, me llevó a escalar la escabrosa pendiente. Aún no había alcanzado la flor, cuando resbalé y me caí por la pared de la montaña.

"Lo que te cuento ahora, lo he sabido por otros. Un cazador me encontró, me alzó con gran esfuerzo, y me llevó junto a su familia en Hohenems. Estaba malherido, y me procuraron médicos, que tuvieron que operarme. Yací lago tiempo semiconsciente, ora febril, ora en completa postración. Sólo pasados varios meses recuperé de nuevo mi libertad de pensamientos. Tu imagen brillaba con maravillosa belleza ante mí. Y entonces empezó en mí también una nueva vida. Como si hubiese recibido una llamada del Maestro de Las Manos Benditas, tu imagen tuvo la capacidad de suscitar todas las fuerzas sanadoras que había en mí. Transcurridos ocho días, emprendí el viaje hacia nuestra patria, aunque el médico mostró vivamente su desacuerdo con tal decisión.

"Durante el viaje, aunque se alzó en mí algún reparo aislado, el talante de fondo que había en mi alma era de alegría, pues me sostenía la esperanza de un feliz reencuentro; y con este luminoso éter, desapareció toda tristeza y preocupación.

"En la última parada de nuestra tranquila villa natal, subió a nuestro coupé el amigo Ludmer. Cuando me vio, se quedó pálido, como si viese a un espectro. Al principio, no podía hablar; pero finalmente, comenzó a hacerlo, y supe que se me creía muerto y que se lloraba por mí; todo esto pude oírlo con tranquilidad; pero cuando pregunté por ti, ¡siguió la respuesta aniquiladora! ¡Eras la esposa de Wolfgang Karenner! ¡Y te encontrabas muy lejos, en Italia!

"No puedo describir lo que pasó por mí; pero sé que salté enfurecido, me precipité hacia la portezuela; quería abrirla bruscamente, y saltar del coche en marcha. Ludmer me tuvo que coger, y sujetarme con todas sus fuerzas. Me desplomé, estremecido.

"Pero no estuve así mucho tiempo. La esperanza me reanimó de nuevo. Me imaginé rápidamente los acontecimientos que podían haber tenido lugar durante mi ausencia, y esperé, ¡esperé!

Ahora no podía ir a la ciudad; de manera que proseguí hasta Frankfurt. ¡Y aquí permanezco aún, con la familia de mi primo Richard, padeciendo, débil, tremendamente tenso, mas sin caer todavía en la desesperación! ¡Oh, Rupa, Rupa mía! Estoy acabado. Pero te pido una cosa: ¡Muéstrale esta carta a Wolfgang! Él es quien debe decidir. Cuento los instantes, a la espera de tu respuesta. ¡Apiádate de mí!

Tu Otto."


 

Rupertine le dio la vuelta a la carta, y volvió a leerla otra vez. Luego, la dobló cuidadosamente y la guardó. Ningún rasgo de su rostro traicionó la menor emoción; sólo una pasajera sonrisa, apagada, sobrevoló su pálido rostro. Y susurró, suavemente: "¡No fui traicionada, ni vergonzosamente engañada!" Y luego, añadió, con pasión: "Fuiste mi elegido — ¡Y te he perdido!"


 

2.


 

Por la tarde, la pareja ya se hallaba de viaje hacia su patria. Cuando hubieron llegado a la villa, encontraron al viejo anticuario en su casa, en bastante buen estado, como había supuesto Karenner. Los tristes presentimientos del padre desaparecieron, al saber que su querida hija estaba cerca. Rupertine estaba alegre por dentro, y profundamente satisfecha, entró en la amable casa de campo de Wolfgang.

Esa misma tarde, le escribió a Otto:

"Tienes razón, querido: la parte que te corresponde en nuestra fatalidad es mínima. No tengo nada que perdonarte, e igual que tú, tampoco quiero reprocharte nada. Tu carta me ha reportado una felicidad inexpresable: ¡la certeza de que me quieres, igual que antes! Yo ya presentía; mejor: sabía que vivías. Pero tenía la terrible sospecha de que me habías abandonado, y que mi honor había sido traicionado por aquel al que me había entregado completamente engañada por el amor y la pasión. ¡Había caído en vergonzosa desgracia! Y esta espina hacía sangrar sin cesar mi corazón. Ahora, estoy libre de ella.

"Pero este es el único cambio que ha podido producir tu carta. ¡Mi unión con Wolfgang es indisoluble!

"Él me ha salvado de la muerte; ha realizado un tremendo sacrificio, y no abandonaré su fiel y protectora mano nunca más.

"No creas que le amo como te amo -y te sigo amando- a ti. Mi respeto y veneración se han acentuado viviendo junto a él; ha sido, y es, para mí un padre y un hermano. ¿Y mi amor por ti? No podría ser mayor…; pero ha cambiado, porque el suelo sobre el que creció es ahora muy distinto. Hay algo en mí de donde extrae su alimento; y esto ha cambiado el color de la flor. Pero esta flor está aún en mi corazón: pues es un amor que une a las almas por el tiempo y la eternidad.

"Un muro impenetrable e insuperable se ha alzado entre nosotros. Estamos encadenados por las cadenas del más tierno sentimiento, que ya no se romperán jamás; y, aunque no hubiese ningún impedimento ni en mí ni en él, he de pensar en mi padre. Ya debí mentirle una vez… ¡y ahora estoy ligada para siempre!

"Hoy leerá Wolfgang tu carta. Y cuando él haya decidido, también verá mi respuesta. Su decisión ya la sé de antemano.

"Adiós, querido mío."

Cuando hubo terminado, atravesó la casa y se dirigió al comedor. Rupertine dispuso con esmero el servicio del té, pues desde primera hora no quería ahorrarse ninguno de sus deberes como ama de casa. Un hombre tan noble no debía echar de menos en su matrimonio la benefactora calma de la ordenada vida hogareña, a la que se había obligado. Wolfgang mostró una cordial alegría cuando entró y reconoció el gracioso orden dispuesto por la mano de Rupertine.

Un sentimiento de sereno bienestar se posó sobre él: ahora la tranquila casa blanca, en la que él había vivido con tanto reposo, podría tomar a sus dos habitantes bajo su protección.

Después de abandonar la mesa, entraron en la bibliioteca, y Wolfgang desplegó algunas bellas láminas artísticas ante Rupertine. En ese momento, ella se reclinó en el sillón, y le dijo:

— Wolfgang, debo decirte algo. Aquí hay una carta... ¡Una carta de Otto!

— ¡Rupertine! -exclamó él.

— ¡Él vive! Lo sabía.

— ¡Nuestro buen, amado y noble amigo vive! ¡Gracias le sean dadas al cielo!

Cogió la carta. Mientras la leía, su rostro se ensombreció. Finalmente, dejó la carta, en silencio. Sus ojos miraban, tristes y compasivos a Rupertine.

— ¡Qué azar más infortunado, y cuán fatalmente hemos actuado! -exclamó- Pero, querida Rupa, tú sabías que, por entonces, esta era la única salvación para ti, y también sabes que sólo lo hice por eso. La carta me llena de profunda tristeza; en aquel momento quise apartarte del camino de la muerte, y ahora te he separado del camino que conduce hacia la más alta felicidad del corazón. ¡Yo soy el único obstáculo que se alza entre vosotros! No soy yo, como cree Otto, quien puede decidir, sino que eres tú la que debes hablar. ¡Y está dicho! Sé, ciertamente, que le amas con la misma intensidad y pasión que antes, y que nuestro matrimonio es pura apariencia. Está en juego tu felicidad; e incluso, aunque tú me pudieses amar como le amas a él, no le encontrarías en mí; no hallarías en mí su amor apasionadamente juvenil, impetuoso y salvaje; no encontrarías, en suma, a tu Otto. Y yo no te puedo ofrecer como sustitutivo otro amor. ¡Si tu corazón ha de amar, debe amar como él! Sí, Rupa, fue una bella imagen de mi vida lo que entreví en mi espíritu: una vida espiritual en común contigo; nuestra existencia iluminada por la alegre participación del uno en el otro, una viva comunicación y estímulo mutuo, sin impedimentos, y sin verse enturbiada por pasiones ni excitaciones. ¡Yo me imaginaba viviendo contigo, como un hermano! Pero todo esto ha sido una simple imagen; y puedo renunciar, he de renunciar, para que tú alcances una felicidad, que preste a tu vida un contenido completamente distinto al que yo te puedo ofrecer. Este matrimonio era solo una representación, y ha de desvanecerse ante la verdad de tu amor. Y aquello a lo que ahora puedo renunciar, más tarde no podría. ¡Eres libre, Rupa, y tú misma no puedes decidir de otra manera!

Rupertine había escuchado sus palabras con creciente excitación. Este hombre, con su noble ánimo y la clara y profunda comprensión de su propio ser, crecía ante ella alzándose hasta una altura digna de reverencia, sagrada. No; también ella quería ser digna de tal hombre; debía ser fiel a su amor, para aportarle la felicidad que él había imaginado, y no podía verse afligido por segunda por causa de su pasión. Por un instante, se vio a sí misma como una heroína, dotada de la fuerza suficiente como para renunciar a su amor y hacerle feliz con su puro corazón. Y así, le pasó su carta, sin decir palabra.

Cuando él la hubo leído hasta el fin, se arrojó a su pecho y exclamó:

— ¡Wolfgang, no puedo ni quiero decidir de otra manera! ¡Soy tu mujer y seguiré siéndolo!

Wolfgang retrocedió. Se dio cuenta de que era un arrebato de su noble ánimo el que la llevaba a decir esto; y le dijo:

— ¡Qué buena eres, Rupa! ¡Quieres sacrificar tu gran felicidad por agradecimiento hacia mí! Pero no debes hacerlo. Pronto pensarás de otro modo, y yo no te lo reprocharé. Tú le habías consagrado tu vida, y le perteneces a él, no a mí. Permanezcamos firmes, no te engañes acerca de ti.

Entonces, Rupertine se arrodilló ante él, le cogió la mano y se la besó. Luego, le dijo seria y solemne:

— ¡Wolfgang, noble y único amigo, soy tu mujer! Mírame: aquí estoy, humildemente, de rodillas ante ti. ¡Déjame quedarme! Eres para mí un padre, un hermano y un fiel amigo; ¡permíteme, pues, concederte la pura y elevada alegría de hacerte feliz! ¡Debo permanecer junto a ti!

Wolfgang estaba profundamente conmovido. ¡De qué manera tan inextricable se alzaba ahora otra vez todo ante él! Le cogió ambas manos, clavó una profunda mirada en sus bellos ojos, resplandecientes por la inspiración. No intentó ya apartarla de su decisión; pero tenía claro en su alma que ella mataría su corazón, si permanecía siendo suya. Mas quizás no habría que llegar a ello, pues esperaba reconducir a Reupertine hacia la felicidad, si conseguía un encuentro con Otto. De modo que, de momento, quiso hacerle ver que quería vivir con ella como un hermano, hasta que ella misma reconociese que la dicha de su corazón florecía en otra parte.

— Sea, pues, Rupa; cederé -dijo, atrayéndola hacia él-. Quiero consagrarte mi más puro amor; pero has de saber que conservas tu libertad. No estorbaré el camino de tu amor por segunda vez.

Ella le abrazó, y le dijo:

— Te juro que permaneceré fiel a ti para siempre.

Unas horas más tarde, escribió Wolfgang a Otto las siguientes líneas:

"¡Queridísimo amigo!

"Fue indescriptible la alegría que sentí, cuando me enteré de que nos habíamos preocupado por ti sin motivo, y de que no nos habías sido arrebatado. Un suceso fatídico se ha interpuesto entre nosotros. Mi corazón sabe que he actuado de manera pura y noble, cuando pedí la mano de Rupertine. La he hecho mi esposa, para salvarla de la vergüenza y de la muerte… Pero nunca la he considerado mi mujer, y, desde que sé que estás vivo, nunca más la consideraré así. Le he dejado total libertad, y he tratado de convencerla para que siga los dictados de su corazón, que se encaminan hacia ti. Llevada de un noble agradecimiento, no quiere hacerme caso; pero yo sé que ella te pertenece, y creo que a ella le gustaría que un día os reencontraseis. Se perseverante, y mantén tu amor hacia ella, igual que ella lo guarda hacia ti. Lamento, en lo más profundo del corazón, el triste destino que ha caído sobre nosotros tres, que antes éramos tan felices.

Tuyo,

Wolfgang."


 

3.


 


 

Un período de vida tranquila y apacible aparentó extenderse ante la pareja, unida por tan extraños caminos. De Otto no llegó noticia alguna, y, mientras, Wolfgang comenzó a introducir a Rupertine en su mundo: leía con ella; le explicaba cosas; escuchaba, rectificaba y comprendía. Lanzaba, día tras día, una profunda mirada sobre su rica vida anímica, y se admiraba cada vez más del espíritu polifacético y vivaz que se encerraba en tan bella y resplandeciente envoltura. Las horas de su vida en común con ella eran cada día más agradables; las disfrutaba, a su lado, desde la mañana al mediodía, y luego durante las amables horas de la tarde. Y, así, se hacía cada vez más evidente ante sus ojos y a diario lo agraciado de su apariencia: la belleza de la admirable mujer florecía ante él, cada vez más preciosa, al tiempo que sentía cómo adquiría para él cada vez más valor esta preciosa eflorescencia de la humanidad, con todo su perfume y esplendor. Sí, en las horas de recogimiento, debía admitir que le era imposible ya prescindir de ella, igual que, si ella no hubiese podido acceder a sus pensamientos, habría sido incapaz de compartir su espíritu con ella. Sus sentidos se despertaban, brotando lo mejor que en ella había; y, con creciente intranquilidad, se daba cuenta de que la vida le parecía cada día más digna de aprecio, al irse transformando de ese modo en él. Admonitoria, surgía en él la conciencia de que debía ser fiel a su amigo, y a sí mismo; y también su concepción de la vida y sus principios, que le decían: "Sé precavido, firme y constante: ¡Sabes que no puedes!" Pero, cada hora que pasaba con ella de decía a su corazón: "Claro que podrías... ¡Y qué feliz podrías ser!"

Rupertine llevo, al principio, una vida bella y amable con aquel al que prometió consagrarse. El trato espiritual con un hombre tan notable, le hacía sentir que la profunda herida de su corazón podía curarse; mil pensamientos y sensaciones nuevas brotaban de ella; quería vivir, vivir de nuevo, desde el momento en que empezaba a conocer tantas cosas nuevas y valiosas para la vida. ¡Cómo podía dirigir, guiar e interpretar las cosas este hombre! ¡Y de qué manera la hablaba! Sentía elevarse su ánimo, y sus ojos resplandecían, cuando él hablaba de los padecimientos de la Humanidad, y del elevado deber de entrar en acción, para ayudarla e ilustrarla.

Y cuando ingresaba, junto a ella, en el mundo de lo bello, ¡cómo lo veía todo con una mirada penetrante; cómo lo describía todo con palabras elocuentes y arrebatadoras! ¡Hasta qué punto era capaz de profundizar amorosamente en cada rasgo, en cada línea, cómo llegaba a captar y gozar ardientemente de la belleza de las formas!... Ella le seguía, quería seguirle; pero imperceptiblemente sus ojos y su corazón abandonaban el objeto, y se dirigían hacia él; y él era lo único que ella veía y oía. Él representaba la inspiración, la sublimidad, el amor. Sí; era amor aquello que revelaba su rostro y sus ojos brillantes, cuando ella le cogía la mano; era amor aquello que le hacía esperar su llegada y seguirla con la vista, o lo que le impulsaba a entrar en su habitación y hojear sus libros, o a contemplar los rasgos de su escritura...: era eso: amor, y no respeto, veneración o admiración. Y ella lo sentía de forma clara y evidente; pues nunca habría mirado así a su padre, a un hermano o a un amigo. Eran su mano y su boca, que ella tocaba y besaba, lo que ella sentía, y no lo que ambas expresaban. Y cuando él iba al patio, y saltaba sobre su caballo, para salir a cabalgar, ella seguía cada uno de sus movimientos, disfrutando de su varonil figura, de su firme actitud y de su ánimo para dominar al impaciente corcel. La pasión hacía presa de nuevo en ella…; y ella no le oponía resistencia, como sí lo hacía él, ni quería vencerla. Había sido su esposa por necesidad, renunciando al amor; y, puesto que lo era, ¿por qué no debía llegar a ser su verdadera mujer? Su anterior amante le había sido arrebatado, mientras que el nuevo estaba ahí, tan firme ahora como antes. Otto lo sabía, y debía reconocer que él seguiría estando ahí. Su imagen, además, comenzaba a desvanecerse ante ella. ¿Debía seguir manteniendo viva la ardiente llama de su corazón? ¿Debía seguir arrastrando su vida sin el placer ni los encantos del amor? Así lo había creído ella; pensó en haber terminado con el verdadero amor, y sólo quería pasar por la existencia como una sombra. Pero en esta sombra latía un corazón, cálido, apasionado y atormentado. Y lo que ella quería era dejar libre este ardiente impulso. Era esa libertad lo que ella ansiaba; y, si era su mujer ante el mundo, también quería serlo ante él, ante el amado, ante el hombre ardiente y tormentosamente amado. La pasión la dominaba con todo su poder; y sus manos arrojaron las cadenas con gesto salvaje, dejando que el candente fuego de su amor inflamase su impetuoso corazón, al que ya nada podía refrenar.


 

4.


 


 

Era una noche sofocante de verano. A través de las ventanas abiertas, resonaba el cántico de los grillos; fuera, zumbaban como lamparillas brillantes las luciérnagas; un hálito cálido llenaba la oscura noche. Rupertine había contemplado, junto a Wolfgang, unas maravillosas obras de arte, y creía no haber hablado nunca con él de forma tan arrebatadora. Era tan bello verlo a él, allí, de pie, inclinado sobre las láminas; el brillo de la lámpara coloreaba su rostro con una luz rica y cálida. Ella estaba junto a él, y su mano había cogido la suya, y mientras él hablaba, la abrazó fuertemente, sumergiendo su cálida mirada en sus ojos. Retiró la lámina que estaba ante ellos, y la arrastró, a su lado, hacia el sofá.

— ¡Cómo eclipsa el mundo la belleza, con su luz y calor -dijo él, casi fuera de sí- Es como el sol; su brillo dorado nos hace olvidar la miseria del mundo y de la vida. ¡Transfiguración es la palabra: transfiguración del mundo y de la vida, mediante la apariencia! ¡Ah, mediante la apariencia y el engaño de los sentidos, desde el corazón humano, que quiere y busca la belleza!

— ¡Oh, Wolfgang! ¡Y transfiguración desde el corazón humano, que quiere y busca el amor! ¡El resplandor, la luz y la vida desde el amor, Wolfgang, desde el amor! -exclamó Rupertine-; y con salvaje vehemencia le abrazó, besándole en los labios apasionadamente. Luego, se levantó rápidamente, y cruzó una ardiente mirada con la de él, al tiempo que le decía: "Amado Wolfgang, te quiero infinitamente, con ardor, con vehemencia..." Y volvió a abrazarlo con frenesí, besándole con sus labios, sedientos de amor.

Wolfgang, a su vez, la estrechó entre sus brazos, y la cubrió de ardientes besos — El ardor largamente contenido, puso fin, por un momento, a su pensamiento y a su conciencia; pero fue un arrebato, un frenesí. De un salto, separó a la mujer de su lado, mientras sentía una voz amonestadora y amenazante que, desde su interior, le advertía: "¡Permanece firme y sé constante!"

— Rupertine, un destino fatal nos persigue -exclamó- ¡Retrocede! ¡Tengamos presente que hemos prometido ser fieles a nuestro amigo!

— ¡Wolfgang -profirió ella, mientras le cogía el brazo- amado, quiero ser tuya, tuya; mi corazón no me ha vencido, ni siento ya cadena alguna: soy libre, libre para ti y para el amor!

— ¡No lo eres, querida Rupa! ¡Ni tú ni yo lo seremos jamás! ¡Yo lo he prometido, por lo más sagrado, y no puedo! ¡No, no y no; no puedo! ¡Y aunque te amara infinitamente más de lo que te amo, es un pecado, una infidelidad, una vergonzosa traición! Tú te has entregado a él y le perteneces… ¡Y yo protegeré a mi amigo, aunque sea de una mujer tan maravillosa y única como tú!

Se hundió en el sofá, mientras exclamaba de nuevo, con voz temblorosa:

—¡Infausto destino! ¡Lo que para cualquiera supone la felicidad más elevada, es para nosotros una ruina, vergüenza y aniquilación! ¡Pero seamos fuertes! ¡Resignación! ¡Oh, qué oprobio ser vencido de esta manera!

— ¡Wolfgang, Wolfgang! -se lamentó Rupertine, entre lágrimas.

— ¡No; basta ya, Rupertine! -dio él, con una voz que resonó, dura- No podemos seguir viviendo así. Vivir junto a ti es un veneno, embriagador y mortal, que penetra en nuestras venas; pero, aunque me hunda al apartarlo de mí, no puedo degustarlo más. ¡Oh, pobre, fiel y muy engañado amigo: no eres tú el infiel, sino nosotros, y especialmente yo, que me creía situado por encima de la pasión!

Rupertina lloraba fuertemente.

— ¡Rupa -le dijo él ahora, con dulzura-, mi pobre Rupa! ¿No encontrará reposo nunca tu pobre y amable corazón? Mas no: ese reposo, que anhela mi corazón, a ti te consumiría. ¡No; tú has de hallar al fin aquello hacia lo que tiendes tan ardientemente, y que echas de menos en tu atormentado e impulsivo pecho; eso sobre lo cual tienes un derecho elevado y santo: el amor, el verdadero y auténtico amor viril! Pero no aquí, ni de mi: es sólo tu pasión lo que te ha ofuscado, sino allí, junto a tu único y verdadero amante! ¡Yo, que di el primer paso hacia tu ruina, soy también quien debe salvarte de este destino siniestro, que todo lo confunde! Todo fue una mentira, que ahora se venga, amarga y terriblemente… Tú debes llegar a ser su mujer; ¡porque eres su mujer! ¡No me hables más, ni vuelvas a llamarme ni marido ni amado! Cada palabra que decimos es un pecado y un crimen contra él. Yo conozco el camino que deberías haber seguido hace tiempo; y ahora has de recorrerlo, pues ha de conducirte a la felicidad, y a mí al reposo!

Cogió su mano, la besó y se fue. Rupertine se quedó sentada un buen rato. Parecía como si el nuevo día no fuese a amanecer nunca.


 

5.


 


 

Wolfgang estaba decidido a intentarlo todo para disolver este matrimonio y proporcionar a Rupertine también una libertad exterior. Estaba convencido de que su amor había seguido un camino falso, y aunque para él significaba el florecimiento de su corazón, puesto que él pensaba que se debía a ella, se había trazado el plan, impulsado por su conciencia, de avisar a Otto, y animarle a venir, para buscar a Rupertine. No quería ocultarle nada a su amigo, y estaba seguro de que el primer encuentro con su amado debería suscitar de nuevo las llamas de la vieja, verdadera y única pasión. El pleno derecho que tenían ambos hombres a alcanzar la felicidad en su corazón, no habría de verse anulada por él. Esperaba que el tiempo podría sacarle, poco a poco, de esta tribulación, hasta llegar a ser quien él era: un hombre solitario, animado por el amor a la Humanidad, cuya cabeza estaba llena de pensamientos para la última y verdadera redención de ésta. Era cierto que sus sentidos se habían despertado; que quería abrazar y besar a Rupertine, con besos como los de aquella noche; pero se mantuvo firme, y dominó su ardor, con la fidelidad hacia su amigo.

La penosa situación en la que ambos se hallaban, no queriendo ninguno recordar al otro aquella hora, pero viviendo, sin embargo, juntos, fue solventada por la fuerte enfermedad del padre. El anciano fue acometido por una ardiente fiebre, y pronto la enfermedad se hizo tan virulenta, que su hija debió trasladarse a su casa. Su naturaleza vehemente, tan excitable, la hacía mal enfermera; pero no quería separarse de la cama de su querido padre; y también para éste la vista de su hija era el último y único consuelo. Wolfgang vio al erudito debilitarse cada vez más, y pensaba en el futuro: ¿Cómo iba a vivir Rupertine sin él?

Aplazó su plan; pero ni él mismo sabía por cuánto tiempo. Rupertine utilizaba, agradecida, sus servicios; su corazón estaba tan poderosamente conmovido por la angustia que le hacía sentir la vida de su padre, que todo lo demás pasó a un segundo plano. Él debía oír una y otra vez una palabra, que le decía, con una mirada infinitamente llena de dolor, que le rompía el corazón: "¡Wolfgang, él no morirá; ahora no puede morir! ¡No, oh Dios, ahora precisamente, no!"

Pero la cosa no fue a mejor, y el buen viejo murió. Con un grito salvaje, Rupertine se arrojó sobre el lecho paterno, y fue necesario arrancarla de él, desvanecida. Permaneció sin sentido, mientras tuvieron lugar las últimas y más tristes disposiciones. Y tampoco pudo recobrarse en el tiempo inmediatamente posterior al suceso; Wolfgang debió cuidarla en su lecho; y con rosto amable y dulce, cumplió este cometido, mientras su corazón se llenaba de oscuros pensamientos. Por el momento, no cabía pensar en un cambio de sus relaciones.

Cuando Rupertine estuvo lo suficientemente fuerte como para salir al aire libre, decidió viajar con ella, para sacarla de ese lugar tan triste; quizás así podría facilitarse en algún lugar un encuentro con Otto.

Rupertine estuvo de acuerdo con su proyecto. Se fijó el día de la partida, y Wolfgang abandonó la pequeña ciudad, para ordenar algunas cosas del legado del anticuario; Rupertine se quedó, y el día anterior al retorno de Wolfgang, se dirigió hacia Frankfurt, pues quería hacer algunas compras para el viaje. Suponía que Otto habría abandonado la ciudad hacia largo tiempo.

Tras hacer varias gestiones, entró en una librería, para buscar una guía de viajes, y le enseñaron varias. Hojeaba los libros, parándose en algunos pasajes, y leyéndolos detenidamente. El establecimiento estaba lleno, y constantemente llegaban y se iban clientes. De pronto, sintió que una mano cogía la suya; se volvió sorprendida, ¡y vio el rosto de Otto, recubierto de una palidez mortal! Sintió que toda la sangre se le agolpaba en el corazón, y quedó tan sofocada, que apenas podía respirar. Próxima a desvanecerse, tuvo que apoyarse, para no caer; pero rápidamente recobró la compostura. Sus mejillas enrojecieron, y un ardiente color bronceado recubrió su pecho y cuello.

Miró a Otto. Sus ojos, ardientes, devoradores, reposaron sobre él. Sus labios temblaban, como si quisiesen hablar; pero no pronunció ni una palabra.

Rupertine se alzó. "¡Oh, Dios! -murmuró- ¿Por qué ha tenido que producirse este reencuentro?

— Rupertine -respondió él, con el ceño sombrío y las cejas fruncidas-, ¡concédeme un instante! Lo he estado deseando, con el corazón ardiente, durante los largos y dolorosos meses transcurridos desde la llegada de vuestro mensaje. No quería turbar vuestra paz; pero hete aquí que el azar te pone en mi camino... ¡Y por Dios -murmuró, con salvaje porfía-, no te volveré a dejar!

Y luego, dirigiendo los ojos hacia arriba, añadió más suavemente: "¡Sé piadoso, Señor!"

— Vámonos, Otto -dijo ella en voz baja-; estamos llamando la atención.

Él dejó su mano, cogió un libro, y ambos abandonaron el establecimiento.

— Rupertine -dijo él con vehemencia-, has de concederme una cosa: déjame estar a solas contigo un cuarto de hora. Ahí tenemos un coche; ¡y quizás sea esta la última vez que hablo contigo!

Dijo esto serio y triste. Se detuvo, indeciso, al tiempo que paraba el coche y abría la portezuela.

— Rupa, te lo pido encarecidamente: no puedes negarme lo que te pido. ¡Y no puedo hablarte aquí, en la calle!

Ella se decidió a subir.

Él cogió su mano y la miró en silencio. Luego, dijo: "No quería perturbar tu paz; ya te lo he dicho. También fue esto lo que llevó a regresar cuando, impulsado por mi corazón, quería llegarme a ti y decirte: ¡No puedo más! ¡No puedo estar sin ti! Pero has de responderme a una pregunta, antes de que pueda atreverme a hacer lo que te he dicho: ¿Eres feliz?"

Sintió palpitar su mano. Ella no respondió enseguida; pero finalmente dijo: "¡Wolfgang es el mejor y más noble hombre que hay sobre esta tierra!"

— No es esto lo que quiero saber de ti. ¡Ya lo sé, igual que lo sabes tú! Lo decisivo para mí es saber si eres feliz a su lado. ¡Habla, Rupertine, te lo suplico!

Ella callaba. Pasado un momento, dijo con voz apagada: "¿Qué es la felicidad? Sí, soy feliz."

— ¡Mientes, Rupa! -exclamó él con pasión- ¡Y eres incapaz de repetírmelo a la cara! Lo que dices no suena como si viniese del corazón. No, Rupa, yo te digo que no eres feliz; lo sé, pues conozco tu corazón. ¡Oh, cómo podrías encontrar dichosa una vida así, puesto que me amas y me juraste amarme para siempre! ¿Cómo puede vivir así tu ardiente e impetuoso corazón? No, no; cada día debe ser un tormento para ti, y debes exigir con todo tu ser escapar de esa vida, para volver a mi pecho, a los brazos de tu amado, que te desea y vive por ti. Lo que has hecho es de un heroísmo aterrador; y si sigues por ahí, te hundirás, y yo me hundiré contigo, pues tú me amas. ¡Y sólo este amor es lo que puede darte la vida!

— No -respondió ella-; he aprendido a amarle; a pesar de este matrimonio desgraciado, sentía una pasión arrebatadora hacia él... Y, sí, has de oírlo: he estrechado su pecho; he besado su boca con ardor, con pasión, he llegado a suplicar su amor, y, y... ¡Oh, Dios, Dios!

Rompió a llorar desconsoladamente, y sus ojos lanzaron una mirada que revelaba una infinita infelicidad.

Otto la miró con febril excitación, mientras le decía, con una expresión terrible y desesperada: "¡Rupertine, Rupa, me has sido infiel!"

— ¡Otto -exclamó ella- apiádate de mí! Puedes aplastarme desdeñosamente, cuando digo: "no" con esa terrible palabra: "Es mentira, mentira"; y, sin embargo, así es. ¡Oh, no puedo explicártelo; ni siquiera soy capaz de explicármelo a mí misma, ni sé cómo ha sucedido! Pero sé una cosa, Otto: te quiero igual que antes; cuando te vi, vino hacia mí una pura y celestial felicidad, como la de la juventud. ¡Oh, seré una vergüenza para vosotros dos; pero he de pregonarlo a los cuatro vientos: te amo a ti; tú eres mi único hombre, aunque me fuiste infelizmente arrebatado!

Ella le abrazó y la miró extasiado.

— Rupa, aquello era la muerte, y esto el cielo -dijo con dulzura.

— Otto, soy incapaz de entenderme a mí misma: junto a él, que es el hombre más maravilloso y noble, capaz de vencerse a sí mismo, incluso en aquella hora apasionada, invocando tu nombre, cuando yo le abracé, encuentro auxilio, consejo y salvación. Pero ahora, no deseo nada más. Mañana, ven con nosotros, pues Wolfgang vuelve mañana. Y ahora, déjame: ¡Allí encontraré la salvación, o la muerte! ¡No veo otra salida! ¡Adiós, querido!

El coche se detuvo. Otto apretó su mano, y la dejó, con el corazón lleno de esperanza. Las palabras de Wolfgang se hacían presentes ante su alma: "Yo sé que ella te pertenece; y espero que podréis reencontraros de nuevo". Pues bien: este era el momento en el que ambos debían reencontrarse; ahora o nunca. Pero, mientras meditaba esto el salvador, ¿cómo podría salvarse él mismo de la infausta relación, que le quería vencer?

Cuando Wolfgang estuvo de vuelta al día siguiente de nuevo en su tranquila casa, Rupertine le saludó afectuosamente, pidiéndole, al mismo tiempo, si podía acompañarla a la biblioteca, pues albergaba algo en su corazón que debía comunicarle enseguida.

Entraron en la sala. En ese mismo lugar, no hacía mucho tiempo, en aquella ardiente y oscura noche de verano, Wolfgang había logrado defenderse de su pasión y de la de Rupertine. Ahora, el sol matutino brillaba en la fría habitación del erudito sobre esos sobrios y prosaicos libros, que recubrían las estanterías. Allí yacían los pliegos de hojas sobre los cuales se iba elevando su sistema... Todo parecía tan desapasionado, tan tranquilo, que Wolfgang se sintió como si viese a un antiguo conocido. Sí, aquí había estado su mundo, y allí continuaba, como si él hubiese continuado habitándolo, impertérrito y sereno, igual que antes.

Rupertine le pidió que se sentase, al tiempo que se sentaba frente a él; y, lo más serena que pudo, le dijo: "Wolfgang, ¡he visto a Otto!"

Wolfgang se estremeció. En medio del frío espacio donde él, libre de la pasión, había vivido por y para sus pensamientos, le pareció oír una voz, que decía para sus adentros: "¡Ojalá no le hubieses visto!" Sintió una punzada en el corazón; pero al instante se repuso, y dijo, amablemente: "¡Al fin! ¡En Frankfurt! ¡Pobre amigo! ¡Deberíamos haber tenido noticias de él hace tiempo! ¿Cómo le va?"

Rupertine estaba inquieta, pues se había figurado el comienzo de su conversación de otro modo. ¿Cómo debía empezar? Había creído verse caer a sus pies, acusándose, para pedir indulgencia y auxilio.

— Él vendrá -dijo.

- ¿Viene Otto aquí? ¿Cuándo? ¿No íbamos a partir?

— ¡Viene hoy!

— ¡Ah, claro, hoy! ¿Pero, qué te pasa, Rupa? ¡Por el amor de Dios! -exclamó, acudiendo apresuradamente a su lado, pues se había puesto pálida y temblaba.

— ¡Pues bien, dejaré de lado todo temor! -exclamó- ¡Fuera! ¡Aunque esto me mate, debo hablar, y liberarme de esta terrible opresión! Wolfgang, le he visto, me he arrojado a su pecho y le he besado. ¡Condéname, ódiame, pero debo decírtelo: le amo a él, y sólo a él. Me he comportado como una loca, pero ha bastado una mirada para saberlo. Le amo, y he de vivir con él, aun cuando te interpusieses cien veces. ¡Oh, Wolfgang! -gritó de repente, cayendo de rodillas- ¡Eres la persona más noble y santa que conozco! ¡Ten piedad, compadéceme, sálvame! ¡Aquí estoy; te he traicionado... y sin embargo te imploro ayuda a ti, aun habiéndote traicionado! ¡Debo irme con él, con ese pobre infeliz, al que, a pesar de todo, amo! No sé nada más; ni sé si es algo vergonzoso u honorable, pues ya no soy dueña de mí; sólo sé una cosa: que le amo a él, y solo a él. ¡Oh, si pudiese morir, y liberarme de esta horrible carga que pesa sobre mi corazón!

Se había agarrado a su rodilla, y le miraba, como si su suerte dependiese de él.

Él se inclinó, le cogió su bella cabeza, y posó un beso sobre su frente. Luego, puso su mano dulcemente sobre su trenza, y dijo con voz suave:

— ¡Recibe mi bendición, pobre y querida niña! Ojalá esta bendición pudiese apartar de ti toda pena y necesidad. Yo quisiera ser para ti un padre, un hermano, un amigo…; y, sin embargo, tu pobre y atormentado corazón ha de temblar ante mí. No, mi buena, dulce e infeliz criatura; aquí me hallo yo de nuevo ante ti, yo mismo, igual que antaño. Aquella hora veraniega, en la irrumpió la ardiente pasión, está aniquilada. Pura por completo, te arrodillas ante mí, ¡y ay del que se atreviese a arrojar contra ti la primera piedra! ¡Has permanecido sin tacha, y era yo el criminal, pues te conduje por un camino falso a ti, inocente y maravillosa criatura! Ven, álzate, preciosa niña. Acompáñame ante el retrato de tu amada madre, que te confió a mí: mira como te sonríe, pues sabe que has permanecido tan pura como eras antes. ¡Y ella también me ha perdonado que yo, con la más pura intención, casi nos haya arruinado a ambos!

La levantó, la abrazó y, mientras ella lloraba, le dijo con ternura:

— ¡Te bendigo a ti, y a tu corazón, que se ha perdido sólo por amor! Fui un pobre hombre, que quiso apagar el ardor del corazón con el prosaico entendimiento; pero nosotros no somos en absoluto héroes, que pudiéramos librarnos de vernos arrastrados por la pasión: el corazón exige sus derechos, ¡y el tuyo, sometido a duras pruebas, salvajemente desgarrado y en un tormentoso anhelo ha de serte devuelto de nuevo! ¡Introduce en tu pecho al individuo generoso, que ha estado alejado de él, y abandona al amigo, a tu amigo, que, con su corazón lleno de amor y exaltada alegría puede otorgarte de nuevo como regalo a tu amado!

Rupertine reposaba sobre su pecho, mientras recibía su bendición, igual que la ávida tierra recibe la dulce y consoladora lluvia.

Entretanto, había llegado Otto, quien también cayó, junto con su prometida a los pies del más noble de los amigos; y cuando Wolfgang estrechó a la pareja, finalmente reunida, contra su pecho, creyó oír de nuevo la voz que le decía las mismas palabras de consuelo que antes, cuando había disuelto la infausta unión. Una dolorosa melancolía llenó su corazón, pero también le sobrevino la alegre esperanza de ver cómo el entramado de confusiones se disolvía para siempre. Sólo ahora podría ser lo que había sido… Y esta vez, para siempre.

CAPÍTULO III


 

“Es tan raro que los hombres encuentren

Aquello que les estaba destinado;

Y es tan raro, también, que mantengan lo que

Una vez la mano afortunada cogió.”

Goethe, Tasso


 

1.


 


 

— ¡Admirable Venecia! ¡Dulce hija de los mares, con tu negro velo y tus ojos melancólicos! ¡Oh, reina orgullosa, caía del trono, envuelta en harapientos vestidos y descoloridos mantos de púrpura, pero llena de irreprochable belleza, yo te saludo!

Otto estaba de pie, cogido del brazo de Rupertine, sobre la terraza del Palazzo Corradin, sobre el Canal Grande, frente a la Iglesia de Santa Maria della Salute; y, ante tan soberbio espectáculo, exclamó, dirigiendo sus ensoñadores ojos hcia el rostro resplandeciente de su amada, estas palabras:

- ¿No es Venecia indescriptible y maravillosamente bella, mi dulce Rupa?

— ¡Es maravillosa, indescriptiblemente maravillosa! –dijo la muchacha, mirando embelesada el arrebatador panorama que se extendía ante ella, al tiempo que se sumergían ambos en el goce de la imponente imagen.

Repentinamente, Rupertine volvió su cabeza, miró a Otto largo rato, y luego exclamó, entusiasmada: “¡Oh, es tan seductor compartir todo esto con un hombre tan maravilloso y guapo como tú!”

Se estrechó contra su pecho, mientras le besaba una y otra vez. ¡Cómo brillaban sus ojos de alegría y felicidad! ¡Ah, eran tan felices juntos! Ahora, por fin, se había cumplido lo que su fantasía antes sólo se había atrevido a soñar: estar juntos, rodeados de belleza y amor, sobre el luminoso y colorido suelo de Italia. Pero lo que estaban disfrutando excedía en claridad, brillantez y riqueza todo lo que habían imaginado. Vivían ahora sólo inmersos en el encanto del presente, olvidando todo lo que quedaba tras ellos.


 

“Desecha todo lo que amaste,

Déjalo; ¿por qué te afligías?

Olvida tu esfuerzo y tu reposo —

¡Ah, cómo llegaste tan solo hasta ello?”


 

¡Oh, ellos sí que sabían cómo habían llegado hasta aquí! Felices, se dejaban llevar por olas del tiempo hacia una desconocida lejanía, anhelantes de vivir y ebrios de vitalidad. Parecían disfrutar de una felicidad sin comienzo ni fin, atemporal, situada fuera del espacio. ¿Qué había en el mundo, fuera de esto?

Estaban completamente locos de alegría, penetrados por el extático amor juvenil. Se embromaban; tiraban uno del otro, como niño pequeños, para caer en brazos del compañero, o terminaban por reconciliarse, agradeciendo el don de la vida que les era permitido gozar juntos.

Querían disfrutarla, además, al límite; sin preocuparse del ayer, ni del mañana, sin reflexiones previas ni control alguno; querían tomar cada día como viniera, realzándolo tan solo con el resplandor de la belleza que el feliz artista sabía arrojar sobre el mundo. El joven pintor penetraba con su mirada de una forma especial en la plenitud de los fenómenos, y lo que a otros les parecía suficiente, él lo configuraba en verdaderos cuadros pictóricos. Su espíritu estaba siempre excitado, y dispuesto a abrirle a Rupertine el mundo de la belleza, para construir un nuevo mundo junto a ella. Y ella le seguía arrebatada y de buen grado; y sus ojos y su corazón estaban completamente abiertos por el artista inspirado y genial; él mismo era para ella el maravilloso lienzo, que sentía a su lado como la más preciosa propiedad de su corazón, mientras recorría las obras artísticas de la más elevada perfección. Cuando atravesaba, junto a él, las esplendorosas salas llenas de cuadros, no sabía qué atrapaba y regocijaba más su corazón, si la luminosidad de los colores, las líneas llenas de gracia, la riqueza y multiplicidad de las apariencias, o la figura libre y ligera de él, con su rostro bello y luminoso. ¡Oh, cuán bella, maravillosa e inesperadamente dichosa era la existencia! Sabían que estaban hechos de otra pasta que los demás; que no eran sólo contempladores del arte, sino que se figuraban ser partes de la misma obra de arte, constituyendo juntos un mundo superior, entretejido de belleza, fragancia y esplendor. Cuando estaban sumergidos en la contemplación de una de las obras de los maestros italianos, Otto decía:

— Fíjate, Rupa: los demás también ven esto, pero no lo viven; sólo lo ven por fuera. Son como los presos de la caverna platónica: únicamente ven las sombras en la pared, y las toman por la realidad; pero el sello que cerraba nuestros ojos está roto, y miramos a través del éter bañado en luz, y vemos cómo se transfiguran las verdaderas formas. Un dios nos ha abierto los ojos a un mundo de verdad y belleza, que es lo que el mundo es para aquellos que levantan el velo. ¡En verdad, deberíamos atravesar el Lido cada mañana, y abriendo los brazos ante la luz del nuevo día, cantar un himno por ser partícipes de tanta y tan elevada gracia!

Entonces, Rupertine, profundamente conmovida, le apretaba la mano, y sus pensamientos se volvían, por un momento, hacia aquel hombre noble y sereno que moraba en su patria. Él también la había elevado e inspirado… ¡pero, cuán distinto era todo ahora! En estos momentos, le parecía como si ella debiese verter ese mundo en su pecho, como si su corazón debiese rebosar de encanto y amor. ¿Era esto un efecto del aire y del sol italiano? ¿Era su amado, que se alzaba magnífico allí, ante ella? — No lo sabía; pero lo que sí podía comprobar, cada hora que pasaba, era que ahora había encontrado la felicidad, una felicidad que no podía compararse con nada. La bella flor lucía con un esplendor pleno y fragante.

Así, alejados de todo lo terrenal y extasiados, pasaban las horas y los días. La luna de miel duraba meses, y parecía que los rayos de la felicidad se tendían, cálidos y luminosos, por el camino de Rupertine.

Otto, por su parte, rebosaba de ideas nuevas. Había comprado un estudio vacío, disponiendo en él los más preciosos trajes de tiempos pasados. Ahora no se limitaba a pintar sobre el lienzo con lápiz y pincel, sino que quería crear con material viviente. A menudo, arrastraba un tropel de venecianos de ambos sexos, jóvenes y viejos a la amplia y elevada sala de su espléndida vivienda, y allí, con infatigable celo, propio de un mariscal de campo, organizaba a la obediente turba, con el placer y alegría de crear ante sus brillantes ojos azules, santos, caballeros, senadores, señores de la nobleza y gondoleros, cuidadosamente dispuestos en graciosos y coloridos grupos.

Rupertine era el punto central en el que todo convergía: unas veces debía representar la Reina del Cielo, sentada en un elevado trono, con el Niño Jesús en brazos, y rodeada de pastores y Reyes en adoración; otras, era la desdichada esposa de Marino Faliero, que con los cabellos desechos, reposaba en el pecho del Dux, y se despedía de él, en medio de senadores y alabarderos; otras, en, fin, había de disponer un esplendoroso banquete veneciano antiguo, en el que el vino corría a raudales, y Otto, como feliz dueño de la casa, para mayor esparcimiento de Rupertine, hacía de huésped, y en entrecortado dialecto veneciano, hablaba con indescriptible grandeza del saqueo de Candía, de las luchas victoriosas contra los genoveses, como si se tratase de nuevas recién llegadas a la ciudad. Con ello, invocaba a las antiguas estirpes de la nobleza, ya extinguidas, para que hablasen con los “queridos Foscari” o con el “querido tío Dandolo”. A veces, se inclinaba ante una veneciana de ojos negros, y le susurraba: “Celestial Gaspara Stampa”; y conjuraba ante sus ojos una escena de improvisada, pero intensa veracidad y belleza. Y de todos estos soberbios grupos, no sólo disponía los más mínimos esbozos; cuando Rupertine se refería a ellos, señalaba a su frente, sonriendo, mientras decía: “Todo está aquí, impreso de forma indeleble e inalterable”. Ella le apremiaba para que volviese a pintar, pues sabía que sus cuadros eran solicitados; y sepreguntaba si esta vida de despilfarro podría prolongarse mucho tiempo; pero entonces él decía: “En catorce día de duro trabajo puedo lograr más de lo que ambos necesitamos para un año de vida al límite. En mi fantasía y aquí, en mis dedos, se encierra una inagotable mina de oro. Puedo dar patadas, y sacar ducados de la tierra, y en la mano me crecen fanegas de trigo”, añadía riendo.

Esta preciosa y dulce embriaguez duró seis meses enteros, sin perder un ápice de sus encantos. La primera parte del tratado que habían firmado el espíritu bueno y el espíritu malo sobre las cabezas de los amantes se había mantenido firmemente. Pero entonces se pusieron al timón del bajel de sus vidas los poderes malignos, y los buenos huyeron, cerrando sus ojos.


 

2.


 


 

Un amable día de febrero, la bella Venezia se preparaba para celebrar el Carnaval, y el cielo disponía sus joyas para engalanar la ocasión. Los canales y la laguna centelleaban y resplandecían, bajo la suave luz solar, y los Alpes cubiertos de nieve, reposaban en la vaporosa lejanía.

Rupertine había advertido, en los últimos tiempos, que su amante tenía un color mustio y estaba algo febril, por lo que pensó que quizás se habría enfriado. Pudiera ser también que no pudiese soportar bien la vida que ambos llevaban, con su loca insolencia y múltiples desórdenes, sobre todo, teniendo en cuenta su herida tras el accidente, y los dolores y tristeza que le habían atormentado. Llevada de su amor, le recomendó cuidarse, pues quería admirar y poseer a su amado con toda su rutilante belleza. Él se reía y exclamaba: “Desde que te poseo, querida mía, los misteriosos espíritus de la vida han vuelto a penetrar en mí, como antaño, cuando estaba en mi lecho de enfermo, y terminó por alzarse ante mí tu imagen. ¡No te preocupes, ahora estoy inmunizado contra cualquier enfermedad del cuerpo, puesto que mi alma puede refrescarse a diario con tu aroma, preciosa flor!” Y no había forma de convencerlo para que viviese de otra manera.

Ese día también había salido después de comer para, como había dejado dicho, hacer compras en la ciudad; pero lo que tramaba, en realidad, era ejecutar una loca broma, que tenía planeada desde hacía tiempo.

Rupertine se sentó en su espléndido canapé y se sumergió en las embriagadoras ondas de la música. Habría tocado dos horas, aproximadamente, cuando se levantó y salió por la puerta del balcón. Apoyó la cabeza en su brazo, y dejó deslizar su pensativa mirada sobre el embelesador cuadro que se extendía ante ella: el Canal de San Marcos, los jardines públicos, la Punta della Mota y el mar, azulado y terso como un espejo. Entonces, escuchó el suave sonido de una mandolina, que tocaba desde abajo. Miró, y percibió una góndola principesca. La felce1 estaba bajada, y sobre la mitad se extendía una preciosa cubierta de terciopelo, dorada y roja, cuyos extremos colgaban hasta casi rozar el agua del Canal. En cada banco se sentaba un joven enmascarado, y entre ellos estaba un tercer joven, que tocaba la mandolina, con noble actitud. Sus rizos sobresalían bajo un gorro de terciopelo, que adornaba una corta pluma blanca, cayendo sobre sus hombros y espaldas. Iba vestido como un joven distinguido de tiempos de Carlos V, con un corto y ceñido jubón verde oscuro, que le envolvía la cintura; las medias y mangas estaban acuchilladas y volutas de seda blanca salían de ellas. Sobre las caderas lucha un cinturón dorado, del que colgaba una daga, en una vaina finamente elaborada. Portaba en su rostro una máscara.

Cuando vio el joven que Rupertine le prestaba toda su atención, pulsó las cuerdas del instrumento, y cantó esta bella gondoliera veneciana:


 

“Coi pensieri maliconici

No te star’ a tormentar;

Vien con me, montemo in gondola,

Andremmo in mezo al mar.

Tu sei bella, tu sei giovane,

Tu sei fresca come un fior;

Vien, per tutte le te lagreme

Ridi adesso e fa l’amor.”


 

Cuando hubo acabado, se quitó el gorro y saludó, inclinándose profundamente. Rupertine se lo agradeció graciosamente, y como recompensa por la bella canción, partió el ramillete de violetas que llevaba en el pecho, y lo arrojó hábilmente a la góndola; el cantante lo cogió, depositó en él un beso, y se lo puso en el pecho. Luego, en el más puro italiano, le preguntó si podía subir, y, siguiendo una antigua costumbre veneciana, vaciar vaso a su salud.

Rupertine hasta entonces había sospechado que el veneciano era su amado; pero la voz le sonó extraña; de manera que respondió, sonriendo:

- ¡Oh no, bello joven; no conozco esa costumbre!

— ¡Clemente diva –respondió él desde abajo- os equivocáis: esta era la costumbre de mis nobles antepasados! ¡Repasad los anales de nuestra alta estirpe, los Loredani, a la que pertenezco: ahí está escrito todo!

— Entonces, vuestra petición es completamente inútil –exclamó Rupertine, divertida-; vuestras manos están manchadas de la sangre inocente del noble Giacomo Foscari, al que consagró su odio vuestro antepasado. ¡Idos, fuera de mi vista, infausto nieto! ¡Os odio!

El interlocutor se volvió, con un gesto majestuoso, hacia sus acompañantes, y les dijo en voz alta: “¿Habéis oído? Ella odia nuestra noble casa. ¡Judgad! ¿Qué destino debe sufrir nuestra bella enemiga? ¡Alzaos, y anunciadlo solemnemente!”

Ellos hicieron lo que se les había ordenado, y gritaron, con pathos: Un bacio!

Rupertine lanzó una carcajada; pero observó, con temor, que el gondolero, con un golpe certero, había acostado la góndola al embarcadero, y los tres hombres bajaban, para entrar en la casa. Le iba pareciendo que la broma de Carnaval estaba yendo demasiado lejos. Corrió apresuradamente a la sala, y cerró las puertas. Oyó cómo los hombres subían apresuradamente las escaleras y golpeaban la puerta. Corrió, entonces, hacia el balcón, tratando de pedir ayuda; pero la puerta cedió, y entraron. Rupertine gritó en alemán: “¡Auxilio, ayuda!”, al tiempo que el joven corría hacia ella, se arrodillaba y le decía con impertinencia: “¡Venid, bella culpable! ¡No podéis escapar a vuestro castigo! ¡Si no queréis darme voluntariamente lo que apetezco lo haréis por la fuerza!”; y dio un salto, para abrazarla.

Entonces, Rupertina, mortalmente angustiada, cerró las manos, y golpeó al insolente con todas sus fuerzas en el pecho, mientras le arrancaba con la mano izquierda la máscara de su rostro.

Con sorpresa indescriptible, vio que, detrás del disfraz, aparecían los rizos negros y la cara de Otto, contraídos de dolor los labios, y transida de una fantasmal palidez. Quiso hablar; pero se llevó la mano al pecho, y, repentinamente, un torrente de sangre manó de su boca. Cayeron sus brazos, y se desplomó en el suelo.

Rupertine quedó petrificada por el horror. Estaba como paralizada; pero la necesidad de auxiliar a su amigo hizo que volviese en sí. Conmovida por el dolor, y ayudada por los atónitos acompañantes, cogió al pobre joven y lo llevaron al diván. Abrió los ojos, pero solamente un segundo, porque un segundo y más violento ataque le acometió, haciéndole caer inconsciente.

Rupertine estaba desesperada. Se acusaba de haber matado a su amado. Retorciéndose las manos, se desplomó sobre su lecho y le cubrió de besos. Luego, se levantó de un salto, y exclamó: “¡Corred, volad, buscad un médico, por el amor de Dios! ¡Mi amado se muere! ¡Apresuraos! ¡Salvadle!”

Vino el médico. Entretanto, se había llevado a Otto a la cama. El médico auscultó al enfermo; se informó sobre su modo de vida, sus antecedentes familiares, tranquilizó a Rupertina que seguía lamentándose, y dijo, finalmente, con rostro serio:

— Es evidente que esto es lo que ha desencadenado la irrupción de la enfermedad; pero ésta estaba ya ahí. Señora, cuide a este muchacho, digno de compasión, pues su pecho está seriamente dañado, y algo parecido habría debido ocurrir hace tiempo. ¡Pero confiemos en su fuerza y en las bondades de nuestro clima! ¡Por el momento, no se alarme!

Rupertine cayó, destrozada, sobre el lecho de su amado esposo.


 

3.


 


 

La enfermedad prosiguió su curso. Ciertamente, ambos estaban llenos de esperanza, especialmente el propio enfermo, que confiaba ciegamente en su sana naturaleza, y pensaba que podría superar este desafortunado accidente, igual que el anterior. Su ligereza de espíritu le llevaba a engañarse, pintándole un futuro dorado, y se complacía en elaborar luminosas y fantásticas imágenes. Poco a poco, consiguió fortalecer en Rupertine la convicción de que todo acabaría felizmente, y que su enfermedad no suponía más que una desafortunada interrupción de su alegre vida en común, y ya se complacía en anticipar el momento en que ambos podrían llevarse de nuevo a sus labios sedientos la copa llena del embriagador placer de vivir.

— ¡Mira, mi dulce Rupa –le había dicho Otto ya en los primeros días, cuando ella se sentaba cabizbaja al lado de su lecho, y le miraba profundamente entristecida y melancólica-, esto no significa nada en absoluto! Piensa que el gran Goethe, un artista de la vida, igual que nosotros, tuvo que soportar también un ataque como este, y a pesar de ello, y a pesar del aburrido Klettenberg, ¡llegó a la edad de ochenta y tres años! ¡Yo no pretendo llegar a tanto, querida! Nosotros solamente queremos disfruta de nuestra juventud, y tirar de nuestro alegre ser un par de años aún por este viejo y fastidioso mundo. Luego, nuestra vida puede extinguirse, como un meteoro que cae, y sobre nuestra lápida habrá que poner la siguiente leyenda: “Aquí reposan un príncipe y una princesa, que fueron felices de cuerpo, espíritu y corazón. ¡Ambos vivieron y murieron abrasados!”

Con tan alegre charla, en la que trataba de que no se mezclasen pensamientos sobre la muerte, buscaba consolarla a ella y a sí mismo.

— El viejo Salomón –dijo en una ocasión- nos lanzó esta impertinente pregunta: “¿Quién ha comido y gozado más intensamente que yo?” Pues bien, yo te digo, viejo rey de los judíos, que yo. ¡Yo, majestad oriental, yo! Pues tú tenías una Sulamita, pero yo, en cambio, tengo a la Sulamita y a Diotima en un único y encantador cuerpo. ¡Así, claro que todo ha de ser vanidad!

Rupertine se reía, pues no quería que pareciese que era consciente de que una vida tan bella pudiera acercarse a su fin.

Pero la mejoría no llegaba; y a ello se sumó algo nuevo y terrible: ¡La preocupación por el pan de cada día! Habían realizado enormes gastos, y se había desvanecido la perspectiva de nuevos ingresos. Comenzaron a hacer cuentas, y descubrieron deudas sobre deudas; y, además, el cuidado del enfermo exigía un presupuesto completo, que implicó nuevos débitos.

— Tenemos que economizar –dijo Otto un día, hojeando d nuevo su libreta de bolsillo, después de repasar las cuentas-. Hasta que esté repuesto. Luego quisiera disponer un maravilloso atelier en la habitación que da al balcón, y no separarme del caballete hasta que el cuadro esté acabado. Mi cabeza está llena de nuevas ideas, y las formas y los colores pululan en mí.

Y con la mayor seriedad, añadió:

— Puedo soportar privaciones, pues no siempre he vivido así. Pero tú, mi dulce princesa no estás acostumbrada, ¿cómo podrás habituarte a la necesidad? Ella le miró, con la vista empañada por las lágrimas, y suspiró profundamente, mientras decía: “¡No pasa nada, querido! ¡Ya verás como todo irá bien!”

— Sí; todo irá bien –dijo él, alegre ya de nuevo-. Las desgracias mejoran el corazón, ¡no es cierto, Rupertine mía? Tenemos los recursos necesarios. Como suele decirse:


 

"No puede ser de otra manera:

Todos los hombres deben padecer.

Lo que vive y se mueve sobre la tierra.

No puede la desgracia detener.

El madero de la cruz

Golpea nuestros lomos,

Hasta que en la tumba

todo se acabe —

¡Con esto te debes satisfacer!”

 

Pero la necesidad crecía y crecía, y a toda velocidad. Debieron comenzar ya a vender sus bienes, y la joven, poco experimentada en las crueles relaciones de la prosaica realidad, tuvo que ver cómo hombres de fría mirada y acento extranjero penetraban en su santuario, tocaban y olisqueaban todos aquellos queridos objetos que habían acompañado su feliz vida, los empaquetaban y se los llevaban. ¡Oh, esto le desgarró el corazón, y dentro yacía el pobre enfermo, que ante esta nueva desgracia, también iba perdiendo poco a poco la alegría y la esperanza.

Su miseria entró en la terrible fase en la que, primero suavemente, pero luego cada vez con mayor brusquedad, comenzaron a hacerse mutuos reproches. A menudo, pasaba Rupertine horas junto al lecho de Otto, sin que hablasen ni una palabra. Ambos temían una explosión, y el ambiente se volvió cada vez más enrarecido entre ellos.

Otto dijo en una ocasión:

— Sólo nos queda un recurso: debemos decir a nuestros amigos que nos echen una mano. ¿A quién podríamos dirigirnos? ¡No podemos dejar que nos echen de nuestra casa y hogar, como si fuésemos mendigos!

— ¡Ay, Otto, no sé qué decirte! ¡Con tan poco, no nos a servir! ¡Y tampoco puedo mendigar dinero! ¡Es horrible! –gimió Rupertine.

— ¡Eres extraña, Rupa! –respondió él, con exaltación- ¿Que cómo viviremos? ¡Ese orgullo está fuera de lugar! Ellos no tienen que regalarnos nada. ¡Estamos en una gran, en una extrema necesidad, y debemos ceder; de nada sirve resistirse! Di –añadió rápidamente-: ¿no quieres escribirle a Wolfgang?

— ¡Otto! –gritó salvajemente Rupertine, al tiempo que sus ojos lanzaban llamas- ¿Qué has dicho?

Otto se asustó. Con la agitación, la pregunta se le había escapado. Se arrepintió de haberla pronunciado; pero al ver la excitación de Rupertine, quiso apaciguarla, y dijo: “Wolfgang ha sido siempre nuestro mejor amigo.”

Pero en Rupertine la tempestad ya se había desencadenado:

— ¡Eres un bárbaro –exclamó temblando, con las manos convulsivamente cerradas-; si no, no lo hubieses pensado, y mucho menos hubieses podido decirlo!

— Rupa, Rupa –advirtió Otto, con ira trabajosamente contenida. Pero ella ya no podía contenerse, y profirió, llena de desprecio, y con ciego apasionamiento: “¡Eso ha sido algo bajo y vulgar!”

Otto se estremeció; se levantó de su lecho, y apoyándose en su brazo derecho, grito, sin ser ya dueño de sus palabras y con el rostro pálido:

— ¡No te conviene ese lenguaje, pues eres la culpable de nuestra desgracia! ¿Por qué no viniste cuando te llegó mi carta implorándotelo? ¡Tu lugar estaba a mi lado, pues eras mi mujer, aun sin la bendición del sacerdote! Lo malo, bajo y vulgar fue que me empujases a la desgracia, arrojándote a los brazos de Wolfgang. ¡Has sido tú la que has clavado una daga fría y despiadada en mi joven corazón! ¡Deberías haberte dicho –y ese filósofo que estaba a tu lado también- que mi lacerante pasión no podría soportar la separación, y que me precipitaría en el frenesí de los sentidos! ¡Fue entonces cuando le diste un golpe mortal a mi vida!

El espíritu de Rupertine estaba confuso. La habitación daba vueltas alrededor de ella. Se puso la mano sobre el corazón, al que atravesaba un dolor candente. Entonces vio ante sí, con toda su claridad estival, la luminosa casa de Wolfgang, sólida, llena de paz y rodeada de su verde velo, que suscitaba sus anhelos. Lanzó entonces un profundo gemido, mientras el infeliz enfermo seguía, impulsado por la pasión que se había desencadenado en él:

— ¡Ahora cosechas lo que has sembrado! –exclamó- ¡Yo tenía un deseo lánguido y loco por ti! ¡Oh, mi amor hacia ti carecía de límites! ¡Pero tú jamás, jamás me has amado, Rupertine! ¡Aunque sabías que me debatía en una lucha salvaje con mi inexpresable deseo, abrazaste a Wolfgang, riéndote felizmente, y besándolo, sedienta de amor! ¡Tú misma lo has admitido! Si me hubieses amado como yo te amo, hubieses acabado con la necesidad que nos aniquilaba a ti y a mí. Quien ama de veras, puede hacerlo todo, afronta la muerte por el amado y mata su orgullo con sangre fría! Pero tú dices: ¡No puedo! ¿Y eso es amor? –gritó con sarcasmo, al tiempo que se golpeaba con el puño en la frente; y prosiguió: ¡Oh, no me mires así! Ya sé lo que vas a decirme: ¿Por qué no has hecho nada? ¿Por qué han estado tus manos tan ociosas? ¿Verdad que es eso? Sí; eso es lo que piensas, leo el reproche en tu mirada, que me penetra como el frio hielo… Pero no será así –dijo de repente, presa de un terrible remordimiento y del miedo-; ¡debo trabajar, para salvarte! –y se incorporó, acometido por una especie de locura, se irguió y trató de saltar de la cama.

Rupertine le recogió en sus brazos, mientras se caía hacia atrás, y le brotaba el alma de nuevo por la boca. Ella estuvo cuidándole afanosamente, hasta que por fin se adormeció; entonces, se apartó de él y le escribió a su amiga:

“Mi hombre se está muriendo. Estamos en la más extrema necesidad. Mándame lo que puedas. ¡Me veo obligada a mendigar!”

Expidió la carta, y luego tornó a sentarse al lado del pobre enfermo, sintiéndose de nuevo al borde del fin.

Pasaron unos pocos días. El enfermo había llegado a tranquilizarse por completo, y cuando llegó el médico, le preguntó si podía levantarse, para poder disfrutar una vez más de la esplendorosa y melancólica vista de Venecia. El médico accedió de buen grado, pue4s el infeliz estaba a las puertas de la muerte, y no quería negarle esta última alegría.

Otto estaba sentado en un cómodo butacón, cubierto por abundante ropa, para darle calor. Las puertas del balcón estaban abiertas de par en par, y el enfermo absorbía, en entrecortadas y agitadas aspiraciones, el dulce y balsámico aire primaveral. Rupertine se hallaba de rodillas junto a él.

¡Oh, cuán dichosos recorrían los avezados ojos azules del artista Venecia y las lagunas! Sus hundidas mejillas volvían a adquirir color, y, transcurrido algunos instantes, poniendo ambas manos sobre su cabeza, dijo:

— ¡Me encuentro, por una vez, tan bien, tan inexplicablemente bien! Muero sans crainte ni espoir3, aunque lamentando una sola cosa: la despreciable y fuerte ofensa que te he infligido, y que provoca un amargo arrepentimiento, que lacera mi corazón. Rupa, querida, ¿podrás perdonarme antes de que pase el trance de la muerte?

— ¡Otto -dijo ella con vehemencia-, lo he olvidado hace mucho tiempo, y soy yo quien debería disculparme ante ti! ¡Te he irritado e injuriado, con todo lo que estás padeciendo! Pero dime una cosa: ¡dime que crees en mi amor!

— ¡Ah, he sido vergonzosamente injusto, y he estado ciego y loco! -dijo entonces él, al tiempo que se inclinaba y le besaba la espléndida cabellera- ¡Cómo me has amado, y qué no habrás hecho tú por mí, preciosa mía!

Transcurrido unos minutos, dijo:

— ¡No debemos hacernos ilusiones, Rupa! El final se aproxima, y el telón pronto va a caer. Tirez le rideau; la farce est jouée!4 Pero no; no es verdad: ¡Mi vida no ha sido ninguna farsa, sino, en conjunto, una tragedia! ¡No; tampoco una tragedia, sino una comedia y una farsa! Y cuando todo haya acabado, deberás escribir como epitafio:

"Otto von Düßfeld

passò quest'oggi il... dopo penosa malatia

a miglior vita."

"A miglior vita!" -repitió, sonriendo melancólicamente- ¡A mejor vida! ¡No!, No hay ninguna vida mejor que la nuestra. No; no es esto lo que has de escribir, Rupa, porque sería mentira. ¡Escribe: ad altra vita!, a otra vida! Y al final, pon:

"La tumulazione seguirà

nella chiesa Evangelica a

Santi Apostoli."

— Sí -añadió-; aquí en Venecia deben reposar mis restos. No deben viajar al frío norte. ¡Oh, cómo he amado esta tierra de Italia! ¡Y es en esta bella tierra, donde transcurrirá mi dulce y dichoso sueño! Además -prosiguió con humor-, no tendríamos medios para algo más lujoso…

Rodaron por su rostro gruesas lágrimas, al tiempo que decía, con dolor: "¡En qué miseria te dejo! ¡Es terrible, terrible! ¿Qué será de ti?

— ¡Tranquilízate, querido; no puedo oír ni una palabra más! Tranquilízate, y no te preocupes; ya cuidarán de mí; ya he escrito… -añadió, en voz baja.

Él lo entendió mal, y su rostro se transfiguró. Ella se dio cuenta de que la había malinterpretado, pero no quiso decir nada más. Después de una pequeña pausa, Otto volvió a hablar:

—No te olvides de buscar al cónsul. ¡Lo conozco, y estará de buena gana a tu lado! - y calló de nuevo. Pero enseguida añadió: "Ahora me doy cuenta de que antes hemos olvidado lo principal de la esquela: el lugar y la fecha. Sería: Venecia... ¿qué día es hoy, Rupa?"

Ella hizo un gesto de rechazo, y dijo: "¡Oh, calla, querido. No hables de eso. ¡Me haces sufrir lo indecible!"

Él se recostó en el sofá.

Pasó una hora entera, que transcurrió en completo silencio. Otto tenía entre sus manos la mano derecha de Rupertine, que permanecía inmóvil.

Advirtió, entonces, que él hacía esfuerzos para levantarse y hablar. Se alzó, para ayudarle; pero él, con los ojos erráticos, cayó hacia atrás. Rupertine perdió la compostura al verlo, lanzó un grito y le miró, como enajenada.

Él lanzó un débil y breve vaguido. Hizo aún un intento de levantarse, y se desplomó. — Estaba muerto.


 

4.


 


 

En la estación de Baden, con destino a Basilea, el taquillero se disponía a cerrar la ventanilla, cuando una dama de apariencia distinguida entró rápidamente, y le preguntó cuánto costaba un billete hacia X. al decirle el precio, la dama se estremeció visiblemente, y preguntó el precio hasta Heidelberg. Cuando el empleado se lo dijo, pidió un billete hasta allí, y puso el dinero, con mano temblorosa, sobre el mostrador. Tras saludar, se marchó apresuradamente. Mientras cerraba la ventanilla, el hombre se dijo, moviendo la cabeza: "¿Qué le habrá sucedido a esta joven? ¡Tan elegantemente vestida y sin dinero! ¡Y obligada, a pesar de su elegancia y distinción, a viajar en tercera clase! ¡Sin duda, algo muy malo debe haberle pasado!"

Y así era. A tal extremo había llegado Rupertine, que debía contar al mínimo hasta el último céntimo, y ni aun así le alcanzaba para llegar hasta su pequeña localidad. Había vendido todo lo que tenía de valor en Venecia, para pagar las deudas, y había enviado la llave de su preciosa casa a su propietario. Una vez que hubo dispuesto lo necesario en lo que se refería a la tumba de Otto, partió completamente empobrecida y desesperada. El resto de la suma que le había enviado su amiga debía ahorrarla para este viaje, que había de ser el último, pues ella, completamente derrotada, comprendió que no le cabía esperar ninguna esperanza. ¡Era menester retornar a la patria! Quería lanzar una mirada postrera a la amable placita de la Bergstraße, al semblante de su amigo y a su tranquilo hogar. No deseaba nada más... Únicamente quería acabar con todo, y la muerte había terminado por convertirse en su meta. También iba sintiendo cómo le abandonaban sus fuerzas, y cómo su cuerpo se cubría de un frío febril: la noche había tomado posesión de su espíritu, y no podía reconocer ni concebir nada con claridad.

En tal estado se sentó en una esquina del coupé, inmóvil, y, cerrando los ojos, murmuró en voz baja para sí misma: "Aún me queda una cosa, una cosa más..."

Llegó por la tarde a Heidelberg, donde se había desatado un viento furioso, que bramaba, barriendo la tierra, al tiempo que caían de cuando en cuando fuertes chubascos. Todos los caminos estaban embarrados y resbaladizos. Rupertine preguntó en la estación por el camino regional que conducía a Darmstadt. Cuando hubo recorrido el trecho que iba hasta allí, se apresuró a atravesar la húmeda y brillante calle, que ya iba poniéndose tenebrosa, caminando siempre en la misma dirección, y siempre con la misma prisa.

A la tarde la siguió la noche. El viento había amainado, pero llovía sin cesar. Rupertine siguió caminando, indiferente a todo lo que sucedía. Sus cabellos se despeinaron, y caían por su cabeza en desorden y empapados.

Después de una larga caminata, se puso a cantar en voz baja, como si fuese un pájaro, aquella canción, que no se le iba de la cabeza:


 

"...El madero de la cruz

Golpea nuestros lomos,

Hasta que en la tumba

Todo se acabe —

¡Con esto te debes satisfacer!”


 

Pasó la noche, y llegó el día gris y nublado. Se cruzó con carreteros, que iban y venían en sus carros rechinantes, y también con algún eventual caminante. Todos la miraban, asombrados. Ella se apartaba a un lado, y pasaba ligera hacia delante.

Redobló sus pasos, y pudo ver al fin frente a ella lo que buscaba: la pequeña villa blanca, cuya luz la había iluminado día y noche, hasta llegar allí.

Avanzó, y se detuvo en la valla del jardín por un instante, mirando con ternura hacia la tranquila casita. Luego, abrió la puerta, y voló por el jardín hacia la puerta, donde se desplomó sin fuerzas, arrojando un grito estremecedor.

Así la encontró Wolfgang, cuando acudió apresuradamente, al oír el chillido. Le bastó una mirada para reconocerla. Palideció, y tuvo que apoyarse en la puerta, conmovido en lo más hondo; mas logró reponerse, se irguió, y la cogió entre sus brazos, besándola en su boca, pálida y consumida, y luego la llevó hasta su habitación, que permanecía inalterada desde que ella le había dejado.

Transcurrieron seis días, que Rupertine pasó en medio de intensos delirios febriles, hasta que, por fin, experimentó una leve mejoría. Los médicos creyeron que se podría albergar alguna esperanza, y le dieron ánimos a Wolfgang, quien se sentó, quieto, junto a ella, observándola sin descanso.

Por sus palabras incoherentes, pudo entender que Otto debía haber muerto, y que los pobres debían haber pasado muchas estrecheces en Venecia. Experimentó un intenso dolor por la muerte de su querido amigo, y se hizo grandes reproches por no haberles escrito, ni ofrecido su ayuda; pero no tenía idea de su desgracia. Cuando se imaginaba a Rupertine en su terrible situación, imponente, en tierra extranjera y entre extranjeros, se le encogía dolorosamente el corazón. La compasión no le abandonó ya, y llegó a convertirse en una verdadera tortura.

Todo lo que él había sido; todo lo que había padecido su amor, callado y encerrado en sí mismo, había desaparecido, y lo había sustituido una intensa angustia. Rogaba: "¡No dejes que se muera!, como si debiese existir un Dios capaz de concederle aún el mantenimiento de esta pobre vida.

Rupertine abrió los ojos, y pareció finalmente volver en sí, presa del estupor. Él seguía con sus ojos todos los movimientos de su ánimo, que se reflejaban en su pálido rostro. Primero mostró asombro; luego, temor y gran angustia; pero, poco a poco, su mirada fue dulcificándose, hasta que terminó fijándose, con profunda resignación en Wolfgang, quien se inclinó hacia ella, diciéndole:

— ¡Mi buena y amada Rupa!

— ¡Ah, Wolfgang -dijo ella- qué bien se encuentra ahora tu Rupa! ¡Oh, qué inmensa felicidad supone para mí poder estar otra vez junto a ti! He padecido mucho... ¡Y también el pobre Otto! ¡Y fuimos tan felices, hasta los últimos tiempos! ¡Ha sido terrible!

Se detuvo, agotada. Wolfgang le pidió, encarecidamente, que no hablase más, y que se cuidase.

— Sí -respondió ella-; quiero ser obediente, y estarme quieta. Pero hay algo que me pasa por el alma, y no puedo eludirlo. Wolfgang, ¿puedo pedirte una cosa?

— Rupa -exclamó él, conmovido-: ¡todo lo que poseo es tuyo!

— ¡Qué bueno y noble eres! Te lo agradezco de todo corazón. -y añadió, susurrando: Dada nuestra tremenda necesidad, debí mendigar, y mi amiga de Frankfurt fue tan amable... Ah, ¿verdad que te ocuparás de ella?

— Wolfgang no pudo responder. Su corazón estaba transido de dolor. Le apretó la mano, y asintió.

Ella cerró los ojos. En sus labios flotaba una sonrisa de felicidad. Así, permaneció tranquila hasta la tarde, momento en que le acometió un nuevo e intenso acceso de fiebre. Con frenética velocidad, voló el contenido de los últimos meses ante su fantasía; una imagen seguía a otra, mezclándose salvajemente cosas alegres con otras terribles. Tenía en la boca constantemente los nombres de Otto, de su padre y el del mismo Wolfgang; unas veces sonreía beatíficamente, otras se reía, o gritaba pidiendo ayuda. Una de esas veces, se volvió, y preguntó: "¿Verdad que Venecia es indescriptible y maravillosamente bella?"; y luego: "¿Dónde está mi abanico y mi velo? — Ah, Foscari — Beatissima Gaspara". "Atrás, Loredano" -dijo luego, con vehemencia- "¡Atrás, retrocede! — ¿Un beso? ¡Desvergonzado! — ¡Ayuda! ¡Ah!" Lanzó un grito desgarrador: "¡Le he matado! ¡He asesinado a mi dulce amado! ¡Dejadme! ¡Vosotros, apartaos de la mesa y de los cuadros! ¡Fuera, os digo! — Pero no: tenéis derecho a cogerlo; lleváoslo todo, todo... ¡Fuera, fuera, fuera! — ¡Oh, pobre mío, eras único! — Y luego, empezó a cantar en voz baja, tremendamente conmovida:


 

"No puede ser de otra manera:

Todos los hombres deben padecer.

Lo que vive y se mueve sobre la tierra.

No puede la desgracia detener.

El madero de la cruz

Golpea nuestros lomos,

Hasta que en la tumba

todo se acabe —

¡Con esto te debes satifacer!”


 

Calló, y miró al vacío. Pasado un rato, cantó, con tristeza:


 

"¿Qué sacó ella de su delantal de lino?

Blanco como la nieve es el cendal.

Míralo, tú que eres tan guapo y distinguido,

Amor de mi corazón, tan solo mío:

¡Ha de ser tu sudario mortal!"


 

Wolfgang no pudo soportarlo más. Aun siendo un hombre dotado de una firmeza poco común, le ahogaba la melancolía. Quiso irse a la ventana, para sentir el fío exterior por un instante sobre su frente, y trató de dejar la mano de Rupertine; pero ella no lo permitió, sino que la asió con ardor entre las suyas y le rogó: "¡No me dejes, por favor; no me abandones!"

Se reclinó, y estuvo unos instantes completamente quieta. De repente, Wolfgang sintió una presión de acero en su mano, y a la vez vio como la luz de sus ojos se apagaba, a la vez que emitía un único y profundo suspiro. — Estaba liberada. Su corazón salvaje y atormentado había dejado de luchar. Había ingresado en la paz eterna.

Profundamente conmovido, Wolfgang le cerró los ojos, aplastado por este último y durísimo golpe. Todos aquellos a los que había querido le habían dejado, encontrando su redención a través del padecimiento y la desgracia. ¡Estaba solo, desconsoladamente solo, en medio de sus pensamientos; en medio de esa Humanidad, en la que se proponía vivir!

Se desplomó al lado del cadáver; arrodillándose, se cubrió el rostro con las manos y lloró amargamente.


 

*

* *


 

Caminantes: cuando paséis por delante de la encantadora, tranquila y resplandeciente villa, sin duda os preguntaréis qué puede suceder en una casa de apariencia tan reposada; y pensaréis: "¡Seguro que quien pasa ahí sus días, disfruta de una imperturbable paz!"


 

FIN


 

1 Cabina.

2 “¡Un beso!”

3 "Sin temor ni esperanza."

4 "¡Que caiga el telón; la comedia ha terminado!"

* * *

TIBERIUS

DRAMA EN CINCO ACTOS,

cuyo título original era

TIBERIO, O EL PODER DE LAS PASIONES

DRAMA FILOSÓFICO EN TRES ACTOS

(1875)

En: Philipp Mainländer, Schriften. Herausgegeben von Winfried H. Müller-Seyfahrt, Band 4. Die Macht der Motive. Literarischer Nachlass von 1857 bis 1875. Herausgegeben von Winfried H. Müller-Seyfahrt und Joachim Hoell. Mit einem Vorwort von Ulrich Horstmann. Georg Olms Verlag, Hildesheim, Zürich, New York, 1999, pp. 437-450.

(Traducido por ver primera al español por Manuel Pérez Cornejo, Viator)

PERSONAJES

TIBERIO, emperador romano

ANTONIA, la joven, cuñada de Tiberio

AGRIPPINA, sobrina y nuera de Tiberio.

CAYO CALÍGULA, sobrino segundo e hijo adoptivo de Tiberio

DRUSILA, sobrina segunda de Tiberio

COCEYO NERVA

LUCIO SEJANO, amigos de Tiberio.

APICATA, mujer de Sejano

MACRO, comandante de la guardia

ENNIA, mujer de Macro

TITO

CAMILO, esclavos de Cayo

LYGDOS, esclavo del fallecido Druso, hijo de Tíber.

Envenenadora, Senadores, gladiadores, esclavos.

ASPECTOS GENERALES DEL DRAMA

La acción tiene lugar en el año 3 después de Cristo (1).

Tiberio tiene 72 años (+37)

La joven Antonia tiene 68 años (nac. en el 37 a. C.)

Cayo Calígula tiene 23 años (nac. 3l 8 a. C.)

Agrippina +33

Su hijo+33

Su hijo: Nerón +30

Livia (madre de Tiberio) +29

TIBERIO

- Es enviado a Alemania 9 veces. Tac. II/92

- Asesinó a Agripa Póstumo (nieto de Augusto) Tac. I/20

- Sociedad de la que se rodeaba en Capri IV/91

- Qué pensaba sobre su sucesión VI/32 ic.

- Exposición de Arrintio sobre la transformación de T. VI /35

- Su primer amor, su primera mujer: Vipsania Agripina

- IV 50 a.C.

SEJANO

- Cayo aún estaba junto a Sejano en Capri V/106

- Su caída V/110 a. C.

- Su esposa Apicata, repudiada por él IV/58

-Su relación con Livila, mujer de Druso (hijo de Tiberio) IV, 58

ANTONIA, la joven

- Amiga de Tiberio (¿su amante?)

- Esposa de Druso (hermano de Tiberio)

- Hijo: Germánico

- Livia, la joven (Livila)

- Informa a Tiberio de los planes de Sejano V/110

COCEYO NERVA. Sobre su muerte

ACTO I

Escena 1ª

Habitación en la casa de Cayo. Están presentes los esclavos tito y Camilo. Camilo se levanta y mira por una ventana; luego, despierta a Tito.

CAMILO dice: ¡Arriba, Tito!

TITO. ¿Qué...? ¿Qué pasa?

CAMILO. Levántate, te digo.

No sientes el frescor de la mañana?

El sol aún está detrás del Vesubio,

pero Oriente está en llamas.

TITO. Todavía es muy pronto;

¿todavía no ha vuelto nuestro amo a casa?

CAMILO. Apaga las lámparas - ¿Qué nos importa a nosotros cómo pasa la noche?

TITO. Tienes razón.

¡Con tal de que nosotros no suframos! ¡Ah, hace tiempo que

un sueño tranquilo ha llegado a ser para mí algo extraordinario! Y él tira

(...) a sus pecados.

CAMILO. ¡Calla! Quién podría reprochar al príncipe

que busque olvidar por la noche, en labios griegos

y en vino de Palermo las pesadas preocupaciones

que le trae el día?

TITO. ¿Y son también preocupaciones las que le hacen asistir

a los crímenes y a los sacrificios que el rastrero Senado

pone ante el odio del emperador a diario?

¿Llamas preocupación cuando devora,

con lujuriosos ojos medio cerrados

y el rostro sumamente congestionado,

las penalidades y padecimientos de los moribundos?

CAMILO. Te equivocas. Un malvado endurecido [como lo es él]

no lo hay en todo el Imperio romano.

​Susurrando en voz baja

¿No ha asesinado el emperador a su padre Germánico,

el gran favorito de Roma?

¿Desde cuándo languidece Arnio en sombría prisión?

¿No vacila su madre Agripina

en las lindes de la muerte?

¿No teme él mismo constantemente

que llegue su hora?

¿No ha de mostrar alegría el emperador

cuando sus enemigos son asesinados?

¿Quién podría decidir si su sonrisa

es natural o falsa?

Lo que verdaderamente no casa con él

es desterrarlos.

¿No te trató con benevolencia?

¡Quién sabe si nosotros caeremos bien pronto

en manos de Slenio (¿Silenio?), pues no puedo

apartar de mí la creencia de que

nada desviará al gusto del Emperador por Sejano

hasta que la casa entera del divino Augusto

esté vacía y se haya agostado.

Una nueva estirpe asciende

al gran trono de César.

TITO. ¡Ah! ¿Qué?

Sejano tiene un lobo detrás de la oreja;

no me gustaría estar en su pellejo.

Los dioses viven, y ellos velan por la casa Julia.

Mas, ¡silencio, silencio!

Aquí viene el príncipe Cayo.

Escena 2ª

CAYO, portando una corona de rosas púrpuras en los cabellos. Idos.

Los esclavos se van.

ENNIA entra. Voy contigo - Ya está: he roto el lazo de fidelidad

que le prometí a quien ha sido mi cónyuge.

Te quiero con locura.

La grandeza de Livia, y el desprecio con que se ve tratada por la gran dama, han despertado su ambición.

CAYO. Apártate de mi lado. Presiento mi caída.

No cojas mi mano, pues si no

te arrastraré conmigo al abismo.

ENNIA. Es mejor, quizás, hacer que preceda un monólogo en el que anuncie su situación a Ennia.

 

Te salvaré, si me prometes a cambio

que me tendrás a tu lado

cuando accedas al trono.

CAYO. Mira a Coceyo. ¿Qué he decir? ¡Oh!

Sólo uno me honra en la corte.

Mientras él viva, estoy seguro.

Terribles lamentos de los interlocutores que le rodean; él teme una trampa.

ENNIA. Seré totalmente franca:

lo juro ante los dioses olímpicos,

y ante los terribles dioses subterráneos.

Desvela las intenciones de Macro, que desea ocupar el puesto de Sejano

Este sujeto, corto de miras,

no ve que es imposible,

y aún más imposible acceder al trono.

Él persigue el poder, pero yo veo mejor el futuro

y has de estar prevenido.

(Ya no tienes nada que perder. Acomete el peligro, pues con ánimo todo se consigue.)

Tú accederás al trono. Por eso,

me adhiero sólo en apariencia a los planes de Macro.

Tú no tienes más que dos fuentes de alegría:

él, porque, igual que tú, espera ver caer a Sejano;

y yo, porque te quiero. Confiemos.

Cuando alcancemos el objetivo,

puede que caiga mi esposo.

El emperador y Sejano nos instigan a observarte.

El emperador sabe que tengo tratos contigo;

pero yo les engañaré.

CAYO cierra una alianza con ella y le promete el matrimonio. Es alguien que tarda en decidirse; pero cuando toma una dóecisión, lo hace con la rapidez del rayo.

Aunque (...) todo esto ha de resultar embrollado, debe, sin embargo, quedar muy claro:

1) Tiberio solamente quiere emparentar con Sejano, y luego arruinarlo. (?)

2) Sejano quiere sólo arruinar a Tiberio, y luego a los Césares. De ahí su preocupación por la vida de Tiberio. Teme el asunto de Germánico.

3) Cayo querría arruinar a Tiberio, para salvarse, pero no puede hacerlo sin quitar a Sejano del medio.

4) Macro, por odio a Sejano, y con la esperanza de alcanzar el trono, se alía con Cayo.

En todo este barullo, Antonia actúa como elemento disgregativo.

Escena 3ª

Llega Macro, que anuncia la imputación de Nerón. Los tres deliberan sobre lo que ha de hacerse. Todas las relaciones se aclaran. Confusión.

CAYO. Él facilitó el asesinato del padre, y ahora, también, el del hermano.- Está claro que ahora extiende su mano hacia mí.

Escena 4ª

ANTONIA, detrás de la escena. ¡Cayo, Cayo? ¿Dónde estás ¿Aún vives?

Entra Antonia. ¡Estás vivo! Le abraza estrechamente; luego, eleva sus ojos al cielo.

Os doy las gracias, dioses - Gracias de todo corazón.

Vive -ni en sueños lo hubiese creído-. ¡Vive!

Escena 5ª

Antecámara del dormitorio de Tiberio.

SEJANO, solo. Dejadme solo con él.

Revela sus planes. (...) Más tarde: proyecto del plan con Macro y Ennia. Ambos se van. Quizás, antes, una escena en la que los que aguardan conversan sobre la situación del Imperio. Algún rey pide audiencia. Senadores (¿Orceyo?).

Escena 6ª

La escena con Tiberio ha de ser una obra maestra. Tiberio quiere a Sejano, aunque sabe que, para no temerle, bastaría con el anuncio de Germánico. Le vigila atentamente, pero le cede el poder, debido a su capacidad.

Se decide la muerte del 2º hijo de Germánico.

Sejano describe los peligros que pueden derivarse de la venenosa semilla sembrada por Agripina en Roma.

Sejano pide la mano de Livila. La hija de Agripina, con insignificantes caballeros.

Sólo lo hago para verte.

Él recuerda el peligro mortal al que se expuso en la gruta para

salvar la vida de Tiberio.

Se ultima el plan para aniquilar la casa entera, con excepción de Calígula.

Agripina ha de ser llevada a Sorrento.

ACTO II

Escena 1ª

ANTONIA Y COCEYO

En esta conversación, que tiene como objeto más lo general que los intereses particulares de la casa, se muestran ambos en su entera grandeza.

Es muerto por las (...) crueldades e Tiberio.

Diálogo: el amor de ambos hacia él irrumpe en todos los corazones.

Esperanza de que todo podrá aún arreglarse felizmente.

COCEYO, empero, jura ante Antonia no anunciar la muerte de Bruto. Esto debería amargar aún más su perspectiva sobre los hijos de Agripina. Antonia explica que ella se ve obligada a elegir el menor de dos males.

Escena 2ª

Tiberio y los anteriormente dichos (¿o Antonia solamente?)

TIBERIO. ¡Qué dicha verte, Antonia!

¡Esto es lo que yo llamo una visión realmente feliz!

Nunca supiste encontrar la medida justa, Antonia:

no resulta muy diferente el exceso de voluntad propia que muestra Agripina

que esa humildad tuya.

ANTONIA. Una vez fuiste bueno... Pero ahora...

Tiemblo.

TIBERIO. Es bueno para ti comprender,

con una edad digna, la disposición

de un corazón sombrío, en su tormento.

ANTONIA. En tu retraimiento no sientes

la miseria que preparas.

Voy a Roma, y veo

el enjambre de cadáveres, y los parientes

que, con repugnancia y odio,

son las previsibles víctimas de tu cólera,

que huyen espantadas como palomas

a las que se arroja el pienso.

Asustada ante tu verdugo,

sigo a menudo mi camino

y paso de largo,

y donde puedo reprender, lo hago.

Cuando los Arnios sumergieron

el cadáver de nuestros inocentes hermanos,

y sus secuaces intentaron arrebatarlos,

me presenté, y los sayones retrocedieron.

No se atrevieron a reprimir

a la madre de Germánico,

ni a sus hijas, mientras permanecí

con ellas, hasta que les hubieron llorado;

entonces, nos marchamos juntas.

Por el camino, no corrieron

mis lágrimas por ti (...)

Tú eras el valiente entre los valientes.

El general más grande de esta época, y (...)

mucho menos que un persa.

TIBERIO. Mi vida escapa al

entendimiento de una mujer.

Incluso un Pluto se rompería

el magín para entenderla. Yo quiero para ti

(...) un amplio honor de hija.

Si he asesinado a Germánico,

habla, tú eres su madre.

¿Soy yo su asesino?

Dilo, pues tú misma le conocías:

¿era alguien completamente puro?

Era un Claudio, y con esto ya está dicho todo.

Lo ves: no puedes

reprocharme nada; también Agripina

lo dice abiertamente, y (...) el potro de tortura.

Basta - Antonia, dime: ¿qué trae aquí?

(Revelación: todo se desvela).

Escena 3ª

APICATA, el ESCLAVO LYGDOS, ENVENENADORA.

Cuando se habla de la participación de Lucila, Antonia se desmaya. Coceyo se acerca a ella y trata de consolarla.

Tú lo has querido; ahora acepta las consecuencias.

TIBERIO. ¡Envenenado! ¡Oh! ¡Mi hijo, envenenado!

Todo es inocente, y todo mortal.

Cuando yacías ante mí, con los ojos exánimes, mi

joven héroe, mi viva imagen, asesinado

en la flor de la vida por tu amigo y mi sobrina,

entonces lloré, como cualquier padre.

Pero ahora odia y actúa.

Oh, casa de (...) y Césares.

Escena 4ª

Se le confía a Macro el mensaje de derrocar a Sejano. Órdenes judiciales, que muestran el carácter desmesuradamente colérico de Tiberio.

ACTO III

Escena 1ª

TIBERIO, sentado en su silla, delante de la Villa Jovis, con la mirada perdida en el mar.

Ahora, dejadme; tan pronto

llegue el emisario, traedlo rápidamente aquí.

La noticia de que se ha consumado el asesinato ya ha (...) llegado.

Escena 2ª

Macro informa de la caída de Sejano.

TIBERIO. Pasa. Cuéntame.

¿Se mostró confundido? Poco a poco, despacio...

Déjame saborear la imagen.

Se tapa los ojos.

¡Prosigue!

Tiberio lo sacrifica todo a la idea del Estado. Acostumbrado desde su juventud a actuar en contra de sus inclinaciones, , el egoísmo se encuentra muy atenuado en él, y su pasión tiende, en cambio, hacia lo general.

Como si mi ojo se odiase a sí mismo. Como si mi alma se hubiese liberado de mí; y como si un objeto, que me es ajeno, fuese puesto ante mí y lo captase mi ser de una vez. Así he visto, iluminado  por una luz deslumbrante y terrible, el abismo de toda criatura [den Abgrund aller Creatur]. Cuando esta tarea esté realizada, buscaré el reposo de la tumba. La tumba es  mi  (...) Tusculum.

Escena 3ª

Muerte de COCEYO.

Conoce todo lo que hace Tiberio, con diabólica crueldad. Pero precisamente el dolor que causa a la sociedad y las estirpes hace necesarios todos estos horribles cambios, y le destinan a la tortura, a causa de esta dolorosa prueba. Esta crueldad añade una imagen espantosa al carácter de Tiberio.

El Acto IV es crítico para Cayo, porque ahora le puede a Tiberio; y lo es también para Tiberio, porque ahora ya no hay nadie que ponga límites a su camino. Pero lo que ha de conciliarse con el carácter de Tiberio es que él quiere erradicar la estirpe, porque ha calado con su mirada en su naturaleza. Sus pensamientos giran exclusivamente en torno al Estado, y por eso da muerte a los miembros de su familia, como se extermina a los tigres y las serpientes. Retrospectiva de Tiberio sobre la historia de Roma. Imposibilidad de volver a instaurar la República. Corrupción generalizada. Hay que reducir la clase nobiliaria. El pueblo romano no puede ser saqueado por tal tropa de dementes.

Coceyo reclama, como dice muy bien Lindier, el antiguo coro. Debe ser (...) un claro espejo puesto ante los otros.

Escena 4ª

TIBERIO, solo. Decisión de exterminar la familia. Desarrollo de sus creencias.

Vosotros, griegos, , desde vuestro pensamiento espiritual, nos lanzáis una mirada ultrajante

a nosotros, los romanos; pero yo os digo que he arrojado una mirada más profunda sobre

el mundo que la que lanzaron vuestros padres y hombres sagrados.

Escena 5ª

Escena de amor entre Cayo y Drusila.

Escena 6ª

Cayo y Ennia.

Cayo quiere ahora el trono de Tiberio. Ennia le detiene, porque todo puede fracasar. Desea la muerte de Agripina, a la que odia mortalmente.

ACTO IV

Escena 1ª

Banquete. Lucha de gladiadores. Un gladiador cae, mortalmente herido, a los pies de Tiberio.

¡Qué agradable! ¡Date la vuelta (...) Calígula!

(Las hazañas de Tabor son cantadas en hexámetros.)

Así, así era. ¡Cuán lejano, qué remoto parece todo!

Se arranca las rosas y exclama.

¡Mi casco y mi espada! (...)

Escena 2ª

Agripina ha huido. El intento de conciliación acaba con una escena horrible entre ambos.

Escena 3ª

Violación de Drusila.

Drusila, ¿por qué invocas a los dioses?

¿Qué hay en tus ojos?

Pareces tan fría como la nieve.

¿Qué te han hecho?

Ella le susurra algo al oído.

CAYO se declara.

DRUSILA, con grandeza de alma, se apuñala.

(...) en voz baja, ante Júpiter: horrible maldición y juramento con la daga sangrienta.

Cayo- Tiberio.

En esta escena, César no miente, y se muestra tal como es. Tiberio tiembla.

¿De esto es capaz la naturaleza humana, y tú pretendes vivir?

Las meditaciones y reflexiones que alberga en su espíritu, le paralizan.

Todos ellos quieren morir. Tiberio alcanza la convicción de que su vida está amenazada. Mandato de la muerte de Cayo.

Escena 4ª

Cayo y Ennia.

Escena 5ª

Los dos esclavos.

Confesores cristianos.

Ahora, oigo palabras admirables,

de amor, paz y bienaventuranza.

Él me dijo que todos, ellos y César, igual que los míos,

estamos henchidos de un solo Dios, y que no hay dioses.

¿Y odias tú a todos los hombres?

Este único y buen Padre ama a todos los hijos

engendrados por Él, que participan de su ser

y de su vida: a ti, a mí y a César.

Redención  [Erlösung]

Redención de las ligaduras de la vida [Erlösung des Lebens Bänden].

Bella contraposición con la triste imagen de la tragedia. Tiberio +37; por tanto, 4 años después de la muerte de Cristo. De manera que pudo tener noticia en Capri del cristianismo.

ACTO V

Escena 1ª

Macro recibe la orden de asesinar a Agripina y a todos los demás parientes.

Escena 2ª

Él vacila. Escena mcbethiana entre Macro y su esposa. Recibe la orden: Ella disimula. Calígula ha de ser suprimido hasta recibir el golpe mortal. (...) Bruto.

Escena 3ª

Ennia. Macro. Cayo.

Como un tornado, Tabor está resuelto.

Calígula marcha precipitadamente.

Escena 4ª

Tiberio y su séquito.

Se decide el viaje a Roma.

Escena 5ª

TIBER[IO] y CAYO

Asesinato.

Te he envenenado.

Tú mueres; y yo, yo triunfo.

Así, vengo a mi padre, Germánico.

Me vengo de ti, asesino de mi madre y de Agripina -

Y también vengo a Drusila,

mi dulcísima hermana.

Oh, Bruto: ése les conoce a todos.

Cayo observa, con ojos brillantes, y jadeando de placer. Le reprocha todo: cómo ha marchitado los brotes de la casa Claudia, en vez de educarles para el bien. Tiberio se alza, con fuerza sobrehumana. Cayo retrocede, estremecido, ante él.

Escena 5ª

Macro quiere asesinar a Cayo. Pero Ennia ya lo ha dispuesto todo. Los pretorianos entran, y lo arrestan. Ella deja caer su máscara ante Macro, y se lanza en brazos de Calígula. Esto acelera su destino. Él la deja ir hacia la decapitación.

Escena 7ª

Esclavos, junto al lecho de muerte de Tiberio. Rezos sencillos. (...)

Cayo, solo.

No sé aún nada de la muerte de Bruto - A partir de su monólogo, ha de quedar claro cuán abandonado e infeliz se siente. Solamente un rayo de luz, pero también muy difuminado: se me acerca la mujer. Si es por amor o por cálculo. Pero si es a causa de esto último, Macro lo hace por traición a Tiberio, y es mi aliada. Ella lo que busca es encadenarme con su coquetería. Ahora ella está ahí, de pie, y la quiero escudriñar.- Oh, todos vosotros no me conocéis [...está en la corte - mientras vivió durante todo ese tiempo, yo soy aquí el viejo Nerva].

Macro anuncia la muerte de Bruto. Ellos consultan cómo podría llegar a ser Sejano (se da a conocer). Ven su impotencia. - Esto ha de suceder, asimismo, solamente para mostrar claramente quiénes son egoístas, y tratar las relaciones desde todos los puntos de vista. Van todos juntos hacia César.

[..,.Tiberio...] Conversaciones políticas sobre la situación de Roma. Características de los personajes. Se arroja nueva luz sobre las relaciones. Sejano permanece, siempre, firme como una roca, aferrado a su locura.- Un esclavo anuncia que César desea estar solo que su único deseo hoy es reposar en el pecho de Sejano.

Tiberio solo. Su odio contra Sejano. No sabe qué hacer para acabar con él.

Tiberio y Sejano.

La corte se reúne con ellos, para preparar la muerte de Bruto.

Coceyo - Cayo y Macro retroceden. Estos últimos buscan hablar en contra de Sejano, con gran precaución. No tienen éxito. A continuación, Coceyo, solo con Tiberio.

Tiberio confiesa lo que tiene previsto. (...)

____________

(1) Se trata de un error de Mainländer: la acción ha de transcurrir en el año 30 d. C., si Tiberio tiene 72 años, pues nació el 42 a. C.

* * *

DISCUSIONES CON MI DEMONIO[1]

(Publicadas en: Preussische Jahrbücher. Band 198, pp. 269-278, Verlag von Georg Stilke, Berlín, 1924)

[Traducidas por ver primera al español por MANUEL PÉREZ CORNEJO, Viator]

MIS TIEMPOS DE SOLDADO

DE

PHILIPP MAINLÄNDER

Editado con una introducción de Walter Rauschenberger

Introducción

   [269] Philipp Mainländer nació el 5 de Octubre de 1841 en Offenbach a. M., de ahí la elección de su seudónimo literario. Su auténtico apellido familiar era Batz. Su bondadoso corazón lo heredó por parte paterna, y por el lado materno, heredó una disposición anímica melancólico-ascética y una inclinación a la especulación filosófica, fuertemente ligada a ella. Tanto su madre como su abuela fueron llevadas al matrimonio en contra de su voluntad, y por eso mostraron a lo largo de su vida un rechazo interno hacia el matrimonio, lo que es sumamente importante para enjuiciar la personalidad de Mainländer: "Todos somos hijos de un estupro marital", dice Mainländer de sí mismo y de sus hermanos. Este hecho arroja una luz peculiar sobre la doctrina mainländeriana de la redención a través de la virginidad, que es uno de sus pensamientos favoritos.

   Entre sus hermanos, la más próxima a él fue su hermana Minna, con la que editó conjuntamente su poema dramático Los últimos Hohenstaufen. Por deseo de su padre, Mainländer se dedicó al comercio y se incorporó a un empleo en Nápoles. Esta estancia napolitana fue de gran significación para su desarrollo. En la soberbia naturaleza del sur fue donde despertó la predisposición poética, que latía adormecida en él, junto con la filosófica. También para esta última disposición llegó en Italia el día más grande de su vida. en 1860 cayeron en sus manos casualmente las obras de Schopenhauer. Se compró un ejemplar de El mundo como voluntad y representación, y se sumergió en su lectura hasta el fondo. Leyó toda la noche, hasta que se hizo de día, y sintió que "un acontecimiento de inconmensurable significado" había tenido lugar en su vida. Desde entonces, la filosofía de Schopenhauer se convirtió en plena propiedad suya, y, en un momento de inspiración, prometió a Schopenhauer ser "su San Pablo".

   Tras la muerte de su madre (1865), que era la persona a la que amaba por encima de cualquier otra, y con la que había pasado en Offenbach los últimos años de su vida, proyectó las líneas fundamentales de su propio sistema. En 1874, sus estudios condujeron a la conclusión de su obra principal: la Filosofía de la redención (1ª parte), que constituye la más consecuente representación del pesimismo de la historia de la filosofía. Mainländer, como su maestro Schopenhauer, logró construir su sistema de una manera relativamente rápida [270] y directa: ambos consiguieron definir su concepción del mundo hacia la tercera década de su vida, sin cambiarla ya. También existe cierta afinidad entre las maneras de pensar de ambos. Mainländer recuerda un poco, como Schopenhauer, a los filósofos presocráticos de la antigua Grecia, que profundizaban con los ojos bien abiertos en los rasgos esencial del ser y los fijaban en pensamientos dotados de plasticidad. La intuición del mundo era el suelo nutricio de su filosofía, y no esas vacías abstracciones conceptuales, en las que se había movido por largo tiempo la filosofía alemana. En las obras de Schopenhauer vive algo del rocío y del olor a tierra de la antigua filosofía griega, y un reflejo de todo ello también cae sobre la obra de Mainländer.

   La filosofía de Mainländer es un eudemonismo, en un grado aún más alto que la de Schopenhauer. La redención es su leitmotiv, como se deduce ya del título de su obra principal. toda vida es sufrimiento, y el concepto de "vida bienaventurada" es, para Mainländer, igual que para Schopenhauer, contradictorio en sí mismo. Pero en Mainländer el talante pesimista está significativamente acentuado. Mientras la filosofía de Schopenhauer acaba en una nada "relativa", y deja abierta la posibilidad de un ser inaprehensible y carente de denominación, en Mainländer aparece en primer término la propensión hacia la nada absoluta. Esta es su meta suprema, que espera con anhelo. "Pues los muertos no pueden padecer dolor alguno." (Sófocles, Electra). Mainländer no se aventura a ofrecer apenas una fundamentación de las carencias e imperfecciones de este mundo, que cuentan para él como algo inevitable. Está tan profundamente convencido de que el no-ser es mejor que el ser, que, según él, incluso la Divinidad prefiere salir fuera de su plena suficiencia, de su supra-ser, y extinguirse en el seno beatífico del no-ser. Todo el proceso cósmico es concebido como el movimiento del ser más elevado (Dios), a través del devenir hacia el beatífico reposo del no-ser. Actualmente, el proceso se encuentra en el estadio del devenir, de la disolución de  a Divinidad. No podría hallarse una expresión más fuerte del pesimismo.

   En su aguda obra [Schopenhauer und die indische Philosophie, 1867, p. 21 y ss.] Max Hecker compara la relación de Schopenhauer y Mainländer con la de Platón y Aristóteles. Si Schopenhauer, igual que Platón, prefirió permanecer en la luminosa altura de la idea, Mainländer enseña, igual que el gran Estagirita, la necesidad de volver al mundo de la estricta inmanencia. Ambos, Mainländer y Aristóteles, transfieren toda la realidad a lo particular, al individuo; ambos, en contraposición a sus maestros, asientan sus pies [271] conscientemente en el suelo de la experiencia, para saltar a su vez en puntos importantes por encima de ella, pues el supuesto de la Divinidad pre-mundana y extinta de Mainländer es tan metafísico como la del Dios viviente de Aristóteles.

   Que Mainländer tenía un gran respeto por el budismo, esa "flor de Oriente", es algo que no necesita casi ni mencionarse. En especial, la Humanidad se mueve hacia el Estado social, en el que cada uno puede satisfacer sus necesidades (Mainländer es un socialista teórico), y desde aquí, se le abre al ser humano un camino más cercano a la solución: esa virginidad que Mainländer mismo se impuso voluntariamente.

   La filosofía de Mainländer es, en lo esencial, el intento de reconducir la filosofía schopenhaueriana de la trascendencia a la inmanencia, como se pone de manifiesto, en primer lugar, en su teoría del conocimiento. Mainländer rompe con el idealismo trascendental de su maestro. Con excepción de su posición respecto de la materia, él es un realista. Espacio, tiempo y causalidad son, según él, formas del ser, independientes del sujeto cognoscente. En base a esta teoría del conocimiento, Mainländer supone la existencia de una pluralidad de cosas en sí, cuya cualidad es conocida por el mismo camino que Schopenhauer, a saber: la inmersión en uno mismo. La cosa en sí se desvela aquí como voluntad de vivir individual. Con ello queda puesto el fundamento para una determinada ética y doctrina de la redención.

   Mientras Schopenhauer busca tender un puente por encima de los objetos e individuos, solo aparentemente separados, y, de conformidad con esto, ve el fundamento de la moral en la compasión, en el inmediato llegar a ser uno con el ser ajeno, en Mainländer la voluntad individual está separada en sí de cualquier otra, y por eso Mainländer busca el principio de la ética en el egoísmo natural. Lo único real para Mainländer es el individuo y su egoísmo. Y Mainländer piensa de un modo igualmente realista y naturalista por lo que se refiere a la redención. El proceso de redención, que consiste en Schopenhauer en el acto místico-trascendente de negación de la voluntad, se transforma en Mainländer en un proceso intrínseco al mundo, en un proceso del acontecer natural. Tanto el individuo, como el mundo en su totalidad, se mueven hacia la nada por sí mismos. El individuo alcanza esta meta a través de la muerte natural (con la que queda asegurada la redención de la individualidad, de una forma duradera y sin restos), y el mundo mediante la paulatina disminución y debilitamiento de la energía. Mainländer -sin dar más detalles- contrapone una ley del debilitamiento de la fuerza a la ley de la conservación de la energía, al tiempo que niega [272] la infinitud del mundo (pues, en caso contrario, no sería posible su redención), considerándola "una invención monstruosa de una razón perversa".

   Tras terminar su obra principal, al cumplir treinta y tres años, Mainländer sirvió durante un año como coracero voluntario en Halberstadt. Consideraba este servicio como su deber para con el Estado. Después, escribió en cuatro meses el segundo tomo de la Filosofía de la redención, su Autobiografía y una novela corta (Rupertine). El 31 de marzo de 1876 tuvo el primer tomo de su obra impreso entre sus manos, y manifestó que su vida carecía ya de objetivo alguno. A continuación, le puso fin.

   El talento estilístico de Mainländer merece ser especialmente resaltado.

   Entre su doctrina y su vida existe una completa concordancia; no solo ha planteado una doctrina, sino que ha vivido de conformidad con ella.

* * *

 

[1] El término "demonio" (dämon) en Mainländer tiene el significado que daban los antiguos, y más recientemente Goethe, al concepto de daimon o genio personal.

 

Discusiones con mi demonio

   El barón Víctor Magnus murió en 1872, y catorce días después solicité mi despido. En septiembre abandoné Berlín, junto con mi hermana, todo tal y como había yo predicho proféticamente, con los medios para salvar a mi padre de la penosa vida que llevaba. Tenía una fortuna en efectivo de aproximadamente 4.000 DM.

   Pero entonces sucedió algo muy curioso. Cuando yo, según la distribución de regalías, vi aseguradas completamente mis relaciones, se despertó en mi pecho un impulso vehemente, casi salvaje, de ser soldado. Al mismo tiempo, una voz que había en mí, me aconsejaba aprovechar el primer tiempo de la dorada libertad para llevar a cabo el primer esbozo de mi obra filosófica, cuyos materiales, sin revisar, se encontraban revueltos en un auténtico caos, en parte escritos ya, y en parte solo en mi cabeza. Había quedado tan exhausto durante mi vasallaje, que no podía pensar en absoluto en ordenar todo aquello, tan disperso. Pero esta voz que habitaba en mí, recibió un completo abucheo por parte del demonio, que quería hacer valer sus derechos, y le plantaba cara, con temible seriedad. Yo, consciente de esa dorada sentencia, según la cual "claudicar calma una gran desgracia", seguí la voz más amable, y decidí alistarme en un regimiento de coraceros en otoño. Cuando le anuncié esto al demonio, se volvió loco de alegría. Mi sangre retozó como loca, y nunca [273] olvidaré mi estado de entonces. Mis venas amenazaban con estallar; pero, aunque parecía como si no pudiese ser de otra manera, mi espíritu sonreía con ojos cansados y cerrados, de manera bastante peculiar... pero, ¿por qué? ¡Maldita sea! ¡Si hubiese podido dar por entonces una justificación de todo ello! Pero ahora sé por qué...

   Cuando comencé el segundo esbozo, se presentó de nuevo mi demonio frente a mí. Su apariencia era bella, exuberante y firme, y mentiría si dijese que no me gustaba extraordinariamente. Dirigió sus bellos y penetrantes ojos directamente hacia mí, acarició mis mejillas, y estaba tan agraciado, que no pude por menos que darle un cordial beso. Había permanecido callado hasta entonces; pero ahora empezó a hablar, susurrando seductoramente en mi oído las siguientes palabras: "Padre amado y bueno, ¿qué hay de nosotros dos? Dentro de cuatro meses será otoño. Sabes que para entonces los voluntarios se habrán alistado, y me habías prometido el año pasado que tú, lo reconozco perfectamente, no podrías cumplir ese deseo que me acucia ya desde hace tiempo en vano, y deberías echarte atrás en tu decisión, pero que me apaciguarías ciertamente este año. Mira, siguió el muy pícaro, el camino está allanado: en otoño, tú tendrás tu desdichado sistema filosófico."

   "¡Para ahí!", exclamé atronadoramente, y le planté con un poco de aspereza en tierra: "Detén esos ultrajes, o apago la luz que te anima. ¿Cómo te atreves, intrigante, a blasfemar en contra de algo como jamás ha fluido de una mente entusiasta? ¿Fuera, duende, fuera de mi vista, infame granuja!

       Mientras yo le increpaba tan duramente, él había huido hacía la esquina más profunda de mi alma. Allí estaba, como un niño amable, con el brazo derecho puesto sobre los ojos y avergonzado. Permaneció en esta posición, tras haber hablado, y el muy tuno esperó su turno de palabra. Seguro que pensaba: “He cometido una tremenda estupidez; pero, ¿qué hacer? Aún no lo sé, pero una cosa está clara: debo dejar que se desahogue.”

   ¡Oh, qué bien me conocía! Así que mantuvo su postura amable y graciosa, y yo proseguí, clamando: “¿No habré de decir de ti lo que le reprochó Goethe a tu hermano, el frescales de Cupido – par nobile fratrum!?

"¡Cupido, licencioso y obstinado muchacho!

Me pediste que te concediese cuartel algunas horas.

¡Cuántos días y noches te has quedado!

Y ahora, has llegado a ser el amo y señor de la casa. [274]

He sido expulsado de mi amplio campamento.

Ahora, me siento en la tierra, atormentado por las noches.

Tu traviesa y atizada llama sobre el fuego del hogar

Quema las provisiones el invierno y me bendice, pobre de mí.

Tú has cambiado y apartado mis utensilios;

Huyo, y he llegado a parecer ciego y loco;

Alborotas con tanto estrépito, que tengo miedo de mi pequeña alma,

Que huye, para escapar de ti, y limpia la cabaña."

 

   ¡Pero te equivocas, obstinado muchacho! Mi pequeña alma no huye, para escapar de ti. Aún soy el amo de mi casa. ¡Mañana mismo te pongo de patitas en la calle! ¡Lo juro por los dioses inmortales! Y ahora, ¡fuera de mi vista! ¡Andando! Recoge tus cuatro bártulos, y después, ¡hasta nunca!

   Sin embargo, él se mostraba un tanto perplejo, porque yo estaba tan encolerizado que no sabía cómo tomar mi diatriba, y temía que al final fuese en serio. Entonces, dejó caer los brazos, se hincó de rodillas, me miró con sus bellos ojos azules, llenos de indecible angustia, y abandonó lentamente su rincón, interrumpido por fuertes sollozos, hasta que al final, conmovido, dijo:

   “Padrecito querido, no seas malo. Sabes que solamente odio tu espíritu y todo lo que él produce, porque te amo encarecidamente. Me han engañado los celos. Sé bueno otra vez: ¿Por dónde debo empezar, si tú me rechazas? Y pregúntate a ti mismo: ¿puedes prescindir de mí?”

   Tanta desvergüenza me pareció ya demasiado. Le cogí del pelo y le sacudí con rabia: “Yo te mostraré si puedo prescindir de ti. Mañana, a primera hora, cuando el sol salga por encima de las montañas, también habrá algo que saldrá por el umbral de mi hospitalaria casa, y serás tú.”

  “Padrecito…”

   “¡Calla, deslenguado y obstinado muchacho!

  “Padrecito…”

   “Calla, te digo, que no sirve de nada. Estás pendiente de un hilo. Lo he jurado.”

   Entonces, dijo el muy cuco: “Sí, es verdad, lo has jurado; pero ha jurado por los dioses inmortales, y en tu inmortal sistema filosófico no queda ya sitio, ni para muchos dioses ni para uno solo; por tanto, puesto que tú no te equivocas, sabio infalible, también tu juramento se evapora –sit venia verbo!- como un vapor azul…

   Debo admitir abiertamente mi estupidez, pues me quedé desarmado. La flecha, cuidadosamente afilada, había  dado en medio [275] de mi punto débil, y yo nadaba en un mar de deleites.

   Me dominé, sin embargo, y dije, con bastante frialdad:

   “Nour verrons demain, scélérat.” Ya sabes que odio todas las medianías, pues, como ha dicho el poeta:

“No hacer nada a medias es característico del espíritu noble.”

   Por eso te voy a conceder la gracia de proseguir la audiencia, sin prejuicio de la decisión irrevocable de mandarte al exilio. Pero he de pedirte, con toda seriedad, que seas breve.”

   Él me lo agradeció con los ojos bajos, me cogió tímidamente la mano, y me la besó. Perdóneseme la debilidad, pero mi corazón estaba de nuevo bien predispuesto hacia mi queridísimo picaruelo. Lo senté sobre mis rodillas, y él prosiguió con modestia, pero siempre con los ojos bajos:

   “Pues bien querido padrecito, la posición de las estrellas no puede ser más favorable. En otoño habrás acabado tu significativo sistema filosófico.” (Ponía de relieve cada palabra y expresaba cada sílaba con claridad y lentitud, mirándome con la más grande seriedad. Habría podido estrecharlo de nuevo contra mí, pero me contuve.) “Sin duda sentirás entonces un gran vacío en ti. ¿Cómo lo llenarás? Has puesto en la obra toda tu alma, todo lo que te llenaba desde tu juventud, toda la riqueza de tu mundo de pensamientos, y sé que no volverás a emprender ningún nuevo trabajo filosófico. ¿No es, pues, necesario que, al fin, me concedas la paz a mí, y de paso a ti mismo? La teoría está terminada, y ahora debe comenzar la praxis. ¿Y qué otra praxis podría seguir a la teoría que ingresar en el glorioso ejército prusiano? Pues tú eres uno de esos raros filósofos agraciados, como Cleantes y Spinoza, que han vivido como enseñaron. ¿Habré de revelarte el secreto de tu obra?”

   Tras esto, me miró con su amable rosto, que, entretanto, había cobrado de nuevo un toque de audacia. Los halagüeños pasajes de su discurso me habían impresionado involuntariamente, y el astuto canalla se había dado cuenta de ello, percatándose que de nuevo era dueño y señor de mi pequeña alma.

   “¿Sigo? – preguntó, sonriendo.

   “Sigue.”

   Pues entonces, escucha. Tu obra filosófica es solamente el reflejo de tu amor por mí; es ese amor el que ha inspirado cada palabra, y es a mí, solo a mi [276] al que has glorificado y has hecho inmortal. Y ciertamente, adviértelo bien, sin ser infiel a la verdad, esa esclarecida y gloriosa dama. Tengo hermanos locos: diablillos y diablos. Allí donde ellos actúan, se dice y se defiende con todas las fuerzas aquellos que no puede sufrirse. Pero yo soy bueno y puro, claro y diáfano, y porque lo soy, mi vehemencia y mi apasionamiento constituyen una virtud inapreciable. No es difícil de entender. Solo uniendo tu espíritu con el mío puedes escribir tu obra, y por eso es tan absoluta y completamente verdadera, ya que únicamente es el reflejo de tu amor hacia mí, porque yo soy por naturaleza lo que enseña la verdad: un carácter noble y libre.”

   Al decir esto último, se puso pálido y sus ojos fulguraban, entrelazaba convulsamente sus manos, y apenas respiraba.

   “Lo que tú enseñas en tu ética, yo ya lo he puesto en práctica desde siempre. Ningún ser humano se ha deleitado tanto como tú en lo bello, precisamente porque estás firmemente enraizado en tu ética, que es como una fina columna de fuego que se alza al frente de la humanidad, pues el juego de la vida se contempla alegremente cuando se tiene el tesoro seguro en el pecho.  Aquello que enseñas en tu política, a saber: la total entrega a lo universal, es lo único que coronará tu vida. Si estuviese en el movimiento de la humanidad que la cuestión social experimentarse una mejora desde hoy, 1873, y durante los próximos diez años, mediante un violento movimiento social desde abajo, entonces –no necesito, ciertamente, asegurártelo, pues tú ya me conoces- yo, en vez de aconsejarte que te alistases como un modesto, pero valeroso, miembro de esa construcción granítica que es el ejército alemán, te aconsejaría coger el fusil entre tus manos, y marchar a las barricada, para luchar por tus hermanos desheredados. Pero has probado clara y distintamente que en el próximo período histórico aún ha de dominar la ley de la rivalidad de los pueblos, y que primeramente debe resolverse la cuestión romana, habiendo de decidirse primero la lucha entre el Estado y la Iglesia. Siempre hay que actuar en pro de la humanidad. Por mil caminos distintos peregrinan los caballeros del espíritu y los samaritanos. Pero para aquel que tiene un alma fogosa, como tú, solamente hay un puesto, a saber: aquel en el que se cumple el principal movimiento, el lugar de la humanidad, que se proyecta bajo rayos y truenos y bajo la ley de una nueva época del ser. Ese lugar es el ejército alemán. He terminado.” [277]

   A estas palabras les siguió un profundo silencio por mi parte. Fueron como una ducha helada que caía sobre mí. Finalmente, le cogí al demonio de ambas manos, le aparté de mí cuanto podían mis brazos, nuestras miradas se encontraron, comprendiéndose mutuamente; y mientras a mí me dominaba una profunda seriedad, él sonreía beatíficamente. No se dijo ni una palabra, pero el desenfadado joven sabía que en otoño él estaría en la meta.

   Se estaría equivocado si se creyera que el demonio lo es todo en mí. Como siempre, también consulté a la razón. El resultado de la seria ponderación fue que ella ratificó mi decisión, cuando me declaré dispuesto a utilizar mis bienes adquiridos a disponer que los miembros de mi familia pudiesen desenvolverse plenamente sin obstáculos durante mi ausencia. Ahora parecía –sí, estaba convencido de ello- que los dados habían caído de forma irrevocable. Yo debía haber acelerado mi proyecto todo lo más hasta finales de septiembre, y esta obligación me dio una energía tal como no la había conocido antes, haciéndome trabajar con fabulosa facilidad. A menudo me parecía como si transcribiese lo que me dictaba un espíritu extraño, más poderoso que el mío: así de concentrado y reunido consigo mismo estaba todo mi ser. ¿Cómo podría describir el hálito creador que sentí por entonces? Es imposible. Pero… ¡todo terminó de manera diferente a la que esperaba!

   A comienzos de mayo descargó una terrible tormenta sobre el capital alemán, que recibió el nombre del “pánico de 1873”. Yo fui de aquellos cuyas finanzas quedaron arruinadas por completo. La esperanza me ocultó durante semanas la verdadera situación. Debía ser así, porque si no, no habría podido llevar a buen fin mi proyecto.

   Cuando llegó septiembre, y la cosa no veía mejora alguna, el velo de la terrible imagen se levantó por completo. Hice una lista, que me mostró de forma aniquiladora que no era más que un mendigo y que, además, le debía a mi padre 2000 DM; a todo ello había que añadir (ahí estaba, negro sobre blanco ante mí) que le debía a la casa J. Mart. Magnus una suma considerable. ¿Cómo cubrir tales deudas?

   Aún tenía la fuerza espiritual suficiente como para darle a mi obra una conclusión provisional. Sentía que precisamente sus últimos capítulos (la conclusión de la política y la metafísica), eran los más importantes, pero les faltaba algo, aunque no sabía qué. Dejé ambos a un lado, resignadamente, y convoqué a ambos: mi demonio y mi razón, y les pedí que me diesen algún consejo sensato. Fue el demonio quien habló primero:

  “No puedes ser soldado” [278]

   Le miré asombrado. Tenía arrugado el entrecejo, y un pliegue sombrío le recorría la frente. Sus ojos lanzaba relámpagos salvajes, y los labios estaban fuertemente apretados. Luchaba por contener las lágrimas, pero no cayó ni una.

   No le dije nada más, y le estreché la mano con fuerza. Entonces dijo la razón:

   “Otra vez pasas a ser comerciante; no te queda otro camino.”

   “¿Ninguno?, pregunté en voz baja.

   “Ninguno”, fue la respuesta.

* * *

PHILIPP MAINLÄNDER

CRÍTICA DE LA ESTÉTICA DE KANT Y SCHOPENHAUER

(Filosofía de la redención, Vol. I (1876), Apéndice: Crítica de las doctrinas de Kant y Schopenhauer)

[En: Philosophie der Erlösung, Band 1, Schriften in vier Bänden, hrsg. u. mit einem Vorwort v. Winfried H. Müller-Seyfahrt, Olms Verlag, Hildesheim-Zurich, 1996, Anhang: Kritik der Lehren Kant’s und Schopenhauer’s – Aesthetik, pp. 489 y ss.]

Traducido por vez primera al español por: MANUEL PÉREZ CORNEJO, Viator

 

[489] ESTÉTICA

 

   “Una vez que hemos asumido una hipótesis, tenemos ojos de águila para todo lo que confirma, y nos volvemos ciegos para todo aquello que la contradice.” (Schopenhauer)

 

______________

 

[491] La estética de Schopenhauer está basada:

1) en las objetivaciones trascendentes de la voluntad de vivir,

2) en un intelecto completamente separado de la voluntad (en el sujeto puro del conocimiento, desligado de la voluntad),

3) en la división de la naturaleza en fuerza físicas y géneros,

y ya parece bastante evidente que, teniendo en cuenta estos inicios, ha de tratarse de una estética fallida. Sin embargo, veremos que, a menudo, él olvida esta fundamentación, y busca apoyo en una base real, siendo entonces casi siempre acertado su conocimiento. Sus descripciones de los goces estéticos, en cambio, superan cualquier alabanza, y son capaces de conmover a cualquier amigo de la naturaleza y del arte, anunciando a las claras que se trata de un espíritu superdotado, que ha experimentado plenamente, por completo y a menudo el poder subyugante de lo bello.

* * *

 

Las objetivaciones que nosotros conocemos de la voluntad de vivir, que es única, reciben en la estética de Schopenhauer el nombre de ideas. Se trata, desde luego, de las ideas de Platón, como dilucidaremos más adelante. Ya en el “Mundo como voluntad” se nos dice que:

 

   “Los grados de objetivación de la voluntad no son otra cosa que las ideas de Platón.” (MVR, I, 154)

 

Habiendo criticado ya tales objetivaciones, podría excusarme de la crítica de la doctrina de las ideas, pero no quiero omitirla, puesto que Schopenhauer se ve obligado a penetrar más específicamente en la naturaleza de dicha objetivación que en su física. Afirma:

 

   “La idea platónica es necesariamente objeto, algo conocido, una representación, y, precisamente por esto, pero también sólo por esto, es diferente de la cosa en sí. Ella ha dejado de lado las formas subordinadas de los fenómenos [492], que todos nosotros concebimos bajo el principio de razón suficiente, o, más bien, ella aun no se ha introducido en ellas; pero ha mantenido lo que es su primera forma, la más general, la forma de la representación en general, el ser un objeto para un sujeto. Las formas subordinadas a esta (y cuya expresión general es el principio de razón suficiente) son lo que multiplica la idea en individuos particulares y fugaces, cuyo carácter descolorido es completamente indiferente en relación con la idea.” (MVR, I, 206)

 

¿Qué es esta primera forma de los fenómenos, la de la representación en general, el ser objeto para un sujeto? ¿Ha pensado Schopenhauer realmente algo con esto? ¿O nos encontramos solo ante una frase completamente carente de sentido, una bizarra composición de meras palabras? De hecho, así es:

 

“Pues donde faltan los conceptos,

Se coloca una palabra justo a tiempo.” (Goethe)

 

Solo hay cosas reales en sí, que se convierten en objetos si pasan a través de las formas de un sujeto. Este reflejarse en un sujeto es su ser objeto para un sujeto; querer separar el ser objeto de las formas subjetivas, espacio, tiempo y materia, es sencillamente imposible. Sin embargo, si lo intento en el pensamiento, no llego a ningún otro resultado que el de que yo, como individuo, no soy idéntico a los objetos, dicho de otro modo: conozco, sencillamente, que hay cosas en sí independientes del sujeto.

Ser objeto para un sujeto no quiere decir otra cosa, por consiguiente, que ser recibido en las formas de un sujeto, y carece de sentido que algo puede ser objeto para un sujeto sin las formas subordinadas del fenómeno. Q. e. d.

Veamos ahora cómo explica Schopenhauer el que algo sea objeto para un sujeto con ejemplos:

 

   “Cuando pasan la nubes, las figuras que ellas forman no les son esenciales, sino indiferentes, pero que ellas, como vapor elástico, acumulado por la fuerza del viento, sean arrastradas, expandidas o desgarradas es su naturaleza, es [493] la esencia de las fuerzas que se objetivan en ellas, es la idea: las eventuales figuras sólo existen para el contemplador individual... Al arroyo que corre por encima de las piedras, no le son esenciales, y le resultan indiferentes, los torbellinos, las ondas, las formas que vemos adquiere la espuma: su esencia reside en que él siga la gravedad, comportándose como transparente fluidez carente de elasticidad, completamente móvil y carente de forma.” (MVR, I, 214)

 

Los ejemplos están perfectamente escogidos, ya que a la esencia de vapores y corrientes no les pertenece tener una forma determinada. Pero, ¿prueban de algún modo el cuestionable “ser objeto para un sujeto”? En absoluto. Yo puedo percibir, en general, el vapor elástico y la fluidez transparente solo si ellos son recibidos por las formas del sujeto, es decir, si ellas se dan extendidas de alguna manera, o como materiales. La conciencia del artista de que él no es las nubes ni el arroyo, es insuficiente, y no conoce jamás la esencia del agua ni del vapor. Él siempre conoce y reproduce en formas.

Tomemos a cualquier persona reflexiva y preguntémosle si una cosa es para él representable de otra forma que no sea como objeto, es decir, como algo espacial y material. Si se trata en especial de un pintor de paisajes, preguntémosle si al pintar una encina, por ejemplo, él parte del conocimiento de la esencia inmaterial y situada al margen del espacio de la idea “encina”, por medio de una milagrosa inspiración, o si tan solo trata de reproducir de cierta manera la forma y colores percibidos del tronco, la hojas, las ramas. La diferencia interna entre la esencia de una haya y una encina no la ha captado nadie; esta diferencia, empero, tal como se expresa exteriormente, es decir, en espacio y la materia, es la base para la fantasía del artista.

Por consiguiente, repito, que la primera y más genérica forma de representación, ser objeto para un sujeto, no es otra cosa que el ser recibido en las formas del sujeto, y nada separado e independiente de estas.

El mismo Schopenhauer no pudo mantenerse en su afirmación carente de fundamento [494]. Ya el ejemplo que introduce del arroyo acaba con las siguientes palabras:

 

“esta es su esencia, es decir, la idea, si se conoce intuitivamente”,

 

a lo que yo añado lo siguientes pasajes:

 

   “El conocimiento de la idea es necesariamente intuitivo, no abstracto.” (MVR, I, 219)

“La idea del hombre, completamente expresada en la forma intuida…” (ib. 260)

“Las ideas son esencialmente algo intuido.”

“Las ideas platónicas se dejan describir, en todo caso, como intuiciones normales, que no serían solamente válidas, como las matemáticas, para lo formal, sino también para lo material de las representaciones completas, es decir, representaciones completas.” (De la cuádruple raíz…, 127)

 

Y el pasaje, extraordinariamente característico:

 

“La idea es el punto en que radican todas estas relaciones, y con ello, el fenómeno completo y perfecto… Incluso la forma y los colores, que son lo inmediato en la captación intuitiva, no pertenecen en el fondo (!) a esta, sino que son solamente el médium de su expresión, puesto que, tomado estrictamente, a ella el espacio le es tan ajeno como el tiempo.” (MVR, II 415)

 

¡Ante esto no tengo nada que decir!

* * *

   Acompañemos ahora a Schopenhauer por otros caminos, igualmente extraños y ocultos.

   “La pluralidad de individuos solo es representable a través del tiempo y el espacio, el surgir y el perecer lo son mediante la causalidad, en cuyas formas todos nosotros conocemos tan solo las diferentes formas del principio de razón suficiente, que es el principio último de toda finitud, de toda individuación y la forma general de la representación, tal como corresponde al conocimiento del individuo, como tal. [495] En cambio, la idea no cae bajo este principio, por eso a ella no le compete ni la pluralidad ni el cambio.” (MVR, I, 199)

   Con qué finura trae aquí a colación solo la pluralidad y el cambio en el tiempo y el espacio, y deja fuera de juego la forma. Y luego, dice:

  

   “El puro sujeto del conocimiento y su correlato, la idea, están fuera de todas aquellas formas del principio de razón suficiente: el tiempo, el lugar; el individuo que conoce y el individuo que es conocido no tienen para ella ningún significado.” (ib. 211)

   El lugar, ¡qué bueno! De la forma no se dice ni una palabra. Da completamente lo mismo si veo al mismo chino en Hong Kong, en Paris o en Londres, pero la idea inmaterial y carente de forma no puedo verla ni en Hong Kong, ni en ningún lugar del mundo.

   “La captación de una idea exige que, al considerar un objeto, lo abstraiga realmente de su posición en el espacio y el tiempo, y con ello, de su individualidad.” (Parerga, II, 449)

   En la primera parte de esta proposición, Schopenhauer juega, francamente, con el espacio y el tiempo. La idea, como algo externo, debe ser espacial; y como interioridad más profunda, solamente puede manifestarse, en la medida en que es accesible, mediante la sucesión. Sobre esto descansa ya la gran diferencia que media entre las artes figurativas, y la música y la poesía. Depende de esta posición en el espacio y el tiempo, que es donde puede darse el discurso de la forma y de la sucesión real. — La segunda parte de la cita es completamente falsa y absurda. La individualidad, que aprendimos a conocer como lo único completamente real, y para cuyo conocimiento exclusivo nos fueron dadas a nosotros las formas subjetivas, debe depender de la posición en el espacio y el tiempo. ¡La lógica no perdona!

* * *

   ¡Prosigamos!

   “La idea no solo se eleva por encima del tiempo, sino también del espacio; pero la idea no es propiamente (!) la forma espacial que flota ante mí [406], sino la expresión, el puro significado, su esencia más íntima, que se abre y me agrada, y puede ser enteramente la misma en la más grande diferencia de las relaciones espaciales de la forma.” (MVR, I, 247)

   Esta frase refleja un pensamiento confuso.

   Como ya he dicho, lo exterior de la idea debe separarse de su interior. La voluntad individual, la idea, es recibida en la formas del entendimiento, espacio y materia, y deviene objeto. Cojamos, por ejemplo, un hombre; ahí está ante mí un objeto dotado de una forma determinada, con su piel, cabellos, color de ojos…; en una palabra: tengo delante su exterioridad. En este exterior penetra de una manera determinada la esencia interior del hombre, que se revela en la forma. La forma es el fundamento, que no puede separarse de él. Pensemos en dos seres humanos que poseen un corazón igualmente bondadoso: en ese caso, es completamente indiferente si “la diferencia de las relaciones espaciales” es más grande o más pequeña, o si uno tiene cara de luna llena y el otro un rostro puramente griego. Los rasgos del rostro de ambos serán bondadosos, y en ambos refulgirá la suave y afable luz del bien. Pero ¿puedo yo entonces dejar de lado su cuerpo, e intuir solamente la bondad del corazón y su carácter benefactor? Siempre son los ojos los que refulgen, y siempre son los rasgos del rostro los que expresan la bondad.

   Ahora bien, el puro interior es diferente por completo de este exterior y del penetrar en el interior. Solo existe un sumergirse del ser humano en el interior, a saber: en el suyo propio. Si el hombre se sumerge en la propia profundidad, entonces el entendimiento, como sabemos, queda desenganchado, y no puede hablarse en absoluto de un “ser objeto para un sujeto”. Nosotros poseemos el núcleo más íntimo de nuestra esencia de un modo inmediato en la autoconciencia. Aquí capta el ser humano inmediatamente maldad, infamia, nobleza, valentía, envidia, misericordia, etc., esto es, las cualidades de la voluntad; y alegría, tristeza, amor, odio, sosiego, etc., es decir, los estados de la voluntad. En este camino hacia el interior se sumergen los poetas y los músicos, y puesto que el núcleo de su esencia es voluntad de vivir, igual que el de todos los demás seres humanos, entonces ellos, apoyándose en las observaciones objetivas que hacen en el mundo, tienen la capacidad de dar provisionalmente a su voluntad [497] la cualidad individual de un carácter diferente al suyo, y sentir sus estados. Seguro que el corazón de Shakespeare, al componer Ricardo III, ha exultado con el sombrío corazón del villano, y también ha sentido todos los padecimientos de Desdémona.

   Y, a pesar de ello, el poder del conocimiento intuitivo es tan grande que poetas y músicos geniales, que tienen que habérselas con la esencia más íntima y carente de forma de la voluntad, siempre están rodeados de formas e imágenes. El  verdadero poeta dramático, bajo alguna imagen de la fantasía, exultante de vida, ve caer a sus héroes bajo el peso de los golpes del destino, igual que el compositor ve grupos de seres humanos, felices o desesperados, multitudes de niños inocentes, imágenes de paisajes soleados o tormentosos, en extrañas series ininterrumpidas, que pasan a lo largo de las ondas sonoras.

* * *

   El resultado de esta investigación es la insostenibilidad de las ideas, y lo mismo sucede con las objetivaciones. He probado la imposibilidad de una primera forma de la representación, del “ser objeto para un sujeto”, que sea independiente de las formas subjetivas inferiores, y he mostrado que Schopenhauer mismo debió finalmente reconocer que la idea es esencialmente algo intuitivo. Cualquier cosa intuitiva es recibida en las formas subjetivas, es objeto. La idea, por consiguiente, significa lo mismo que el fenómeno de la voluntad individual, y por eso la idea y el objeto schopenhauerianos son conceptos intercambiables.

   Puesto que la idea es algo intuitivo, ella, como tal, puede servirle al poeta solamente de pasada, y en absoluto al músico, pues ambos tienen que habérselas inmediatamente con la voluntad. La idea, según esto, no es en modo alguno suficiente para la fundamentación de la estética de Schopenhauer. Yo también he hablado arriba de algo exterior y algo interior de la idea únicamente en el sentido de mi filosofía, pues para mí la idea significa lo mismo que la voluntad individual. La idea, captada desde fuera, es objeto; captada desde dentro, es voluntad individual.

* * *

 

   [498] Antes de dejar las ideas, vamos a investigar brevemente si Schopenhauer ha acertado al llamarlas ideas platónicas.

   La señal característica de las ideas en Platón no es su origen natural, pues también los artefactos son ideas, y Platón habla de las ideas de silla, mesa, etc. Tampoco es su carácter intuitivo, porque Platón habla de la idea del bien, de la justicia etc. Por consiguiente, las ideas son, ante todo, conceptos. Junto a esto, ellas son también los arquetipos de todo lo existente, las formas originarias imperecederas y atemporales, de las que las cosas reales del mundo son solamente imitaciones imperfectas y perecederas. Aquí, conviene advertir bien que Platón separa completamente tales ideas del desarrollo real, pero solamente las separa parcialmente del espacio (pluralidad), dejándoles la forma [Gestalt, Form].

   Además, Platón explica expresamente (De Rep. X) que el modelo del arte no es la idea, sino la cosa particular.

   ¿Qué ha hecho Schopenhauer con esta doctrina? Él se queja de esta última explicación de Platón (MVR, I, 250), y de las ideas-conceptos de la razón:

  

   “Muchos de sus ejemplos de ideas y de sus explicaciones sobre las mismas son aplicables tan solo a conceptos” (ib., 276),

y se atiene solamente a las formas originarias, que siempre son y nunca devienen ni perecen. Sin embargo, no deja a tales formas como son, sino que las modela a su manera. Platón no las excluye absolutamente del espacio, sino que tan solo les quita la pluralidad, igual que el surgir y el perecer, y les deja la forma. Ahora bien, Schopenhauer dice:

   “en estas dos determinaciones negativas está contenido necesariamente como presupuesto que tiempo, espacio y causalidad no tengan para ellas ningún significado, ni validez, y ellas no están dentro de ellos” (MVR, I, 202),

lo que, en relación al espacio, es básicamente falso. Se ve claramente que Schopenhauer ha extraído de la teoría de las ideas de Platón lo que le convenía, y a lo poco que ha escogido le ha dado un sentido nuevo, de manera que las ideas platónicas de Schopenhauer no deben llamarse platónicas, sino schopenhauerianas.

   Habitualmente, las ideas platónicas son concebidas [499] como conceptos, y Platón parte en sus explicaciones, en cualquier caso, de que han de subsumirse muchas cosas bajo una unidad. Sin embargo, esto solo tiene lugar en los conceptos, pues cada ser individual tiene plena y entera realidad. La fórmula de Schopenhauer:

   “La idea es la unidad caída en la pluralidad, por causa de la forma del tiempo y del espacio de nuestra aprehensión intuitiva; en cambio, el concepto es la unidad reconstruida desde la pluralidad por medio de la abstracción de nuestra razón” (MVR, I, 277)

no es más que una frase, deslumbrante a primera vista, pero que, en realidad, suena hueca.

   Finalmente, advertiré aun sobre una contradicción: en MVR, II, 414 leemos:

   “Una idea así concebida no es ciertamente aun la esencia de la cosa en sí, precisamente porque ella está extraída del conocimiento de las meras relaciones; sin embargo, ella, como resultado de la suma de todas las relaciones, es el carácter propiamente dicho de la cosa, y con ello la expresión completa de la esencia del objeto, que se expresa en la intuición como objeto.”

En cambio, diez páginas después, dice:

“lo que ahora conocemos de esta forma son las ideas de las cosas: desde ellas habla ahora una sabiduría superior que la que conoce meras relaciones.”

 

¡Qué confusión!

 

* * *

   Nos encontramos ahora ante el sujeto puro del conocimiento, desligado de la voluntad.

   Ya conocemos la relación en la que pone Schopenhauer a la voluntad respecto del intelecto. El intelecto es algo que está puesto al frente por la voluntad, y está por completo a su servicio, para lograr la satisfacción de "un ser que tiene una multitud de necesidades".

   "El intelecto es, desde sus comienzos, un trabajador manufacturero, obligado a un desagradable trabajo por su exigente amo, la voluntad, que lo mantiene ocupado día y noche." (Parerga, II, 72)

   Los objetos del mundo solamente tienen un interés [500] por la voluntad, en la medida en que estos están en alguna relación con su carácter determinado.

   "Por eso, el conocimiento que sirve a la voluntad tampoco conoce de los objetos propiamente otra cosa que sus relaciones; conoce los objetos tan solo en la medida en que ellos están ahí en tal tiempo o lugar, bajo estas o aquellas circunstancias, por esta causas, con estos efectos, en una palabra: como cosas particulares." (MVR, I, 208)

   Este conocimiento es esencialmente defectuoso, superficial. Si hemos extraído de un objeto aquella faceta que puede ser provechosa, o que dificulta nuestros fines particulares, dejamos de lado todas las demás facetas: no tienen interés alguno para nosotros.

   "Ahora bien, el conocimiento, por lo regular, está sometido siempre al servicio de la voluntad, habiendo surgido para tal servicio, como la cabeza del tronco. En los animales, esta servidumbre del conocimiento no puede suprimirse en absoluto." (ib. 209)

   Por el contrario (sigo siempre el curso del pensamiento de Schopenhauer), en el ser humano puede hacer acto de presencia esta supresión, en cuanto abandona la manera habitual de considerar las cosas particulares, y el intelecto se eleva al conocimiento de las ideas que se revelan en tales cosas particulares.

   Ahora, cuando se extraen de esta manera las cosas de sus relaciones y

"todo el poder del espíritu se entrega a la intuición, se sumerge enteramente en esta, y se deja que la conciencia entera se llene de la serena contemplación del objeto natural presente a la sazón, sea un paisaje, una peña, un edificio, o lo que sea, en tanto que uno ―siguiendo una manera de expresarse alemana, llena de sentido― se pierde por entero en este objeto, es decir, olvida precisamente su individualidad y su voluntad, y permanece solo aun como puro sujeto, como claro espejo que refleja el objeto existente, entonces, lo que así se conoce no es ya la cosa concreta como tal, sino la idea, la forma eterna, la objetivación inmediata de la voluntad en ese nivel; y precisamente con esto lo concebido en esta intuición no es ya [501] un individuo, pues precisamente lo que se ha perdido en tal intuición es el individuo, sino el puro sujeto del conocimiento, desprendido de la voluntad, carente de dolor y atemporal." (MVR, I 210)

   Esto deja claro que en la contemplación estética la voluntad está completamente eliminada de la conciencia, y el intelecto se ha separado completamente de la voluntad, para llevar una vida autónoma. Schopenhauer expresa esta relación aun más agudamente en este pasaje:

  "La idea encierra en sí, de idéntica manera objeto y sujeto, porque ambos son su única forma; pero en ella se mantienen completamente en equilibrio; y como el objeto tampoco es aquí otra cosa que la representación del sujeto, entonces también el sujeto, en la medida en que se abre por completo al objeto intuido, ha devenido él mismo este objeto, en la medida en que toda la conciencia no es ya más que su imagen más diáfana." (ib., 211)

  

   En una palabra: se trata de una comunidad mística intelectual.

   Desde el punto de vista de mi filosofía, debo descartar el proceso descrito, y únicamente pudo considerar correcto su punto de partida, elegido ya por Kant:

  

   "El gusto es la capacidad de enjuiciar un objeto, o un tipo de representación mediante el placer o el displacer, sin que medie interés alguno." (Crítica del juicio, 52)

   La condición de posibilidad de una concepción estética, en general, es que la voluntad del sujeto cognoscente no esté en ninguna relación marcada por el interés hacia el objeto, es decir, que no tenga interés alguno en él, ni lo apetezca ni lo tema. No es necesario, en cambio, que el objeto sea extraído de sus relaciones habituales. Sostengo la primera explicación de Schopenhauer, introducida más arriba, que suprime completamente la segunda, a saber: que la idea, como resultado de la suma de todas las relaciones, es el carácter propio de la cosa. En sus relaciones se manifiesta de la manera más clara la esencia de una cosa en sí. Por ejemplo: el carácter de un tigre se expresa en su forma, cuando está tranquilo, pero solo parcialmente. Lo conozco mucho mejor cuando veo al animal irritado, y en lucha con otros animales, en suma: mediante sus relaciones con otras cosas.

   [502] Por lo que respecta a ese conocer desligado de la voluntad, he de decir, recordando lo que he dicho en mi filosofía, lo siguiente: el intelecto no es otra cosa que la función de un órgano, por consiguiente, una parte de ese movimiento que le es esencial a la voluntad. Todo el movimiento de una cosa es su vida, y este es el predicado esencial para la voluntad. Voluntad y vida no pueden separarse, ni siquiera en el pensamiento. Donde hay vida, hay voluntad, y donde hay voluntad, allí hay vida. Ahora bien, el movimiento de la voluntad es un movimiento incansable. Siempre quiere la existencia a su manera individual, pero la dirección recta siempre se ve desviada por el influjo de los demás individuos, y cualquier curso vital de una individualidad superior es una línea en zigzag. Cada deseo satisfecho produce un nuevo deseo; si este no puede satisfacerse, enseguida surge otro nuevo a su lado, que, si es satisfecho, ve cómo le sucede otro nuevo. Así, cada individuo se apresura por su existencia, con apetito implacable, sin calma ni reposo, traído y llevado entre la satisfacción y la apetencia, siempre queriendo, viviendo y moviéndose.

   Por consiguiente, no habiendo nunca reposo durante la vida, existe una gran diferencia, sin embargo, entre los movimientos, no solo entre el movimiento de los diversos individuos, sino también entre los movimientos de un mismo individuo. Como tampoco ningún ser puede acelerar el curso general del mundo, el tránsito de un presente a otro se llena con una intensidad diferenciada del querer, que unas veces se ve estimulado apasionadamente, y otras aparece cansino y sin fuerzas.

   En estos últimos estados, el movimiento de la voluntad hacia fuera es casi nulo, y solo prosigue su curso permanente en el interior. A pesar de ello, en tales estados no existe felicidad ninguna, pues la voluntad, embotada, se encuentra ocupada incansablemente con sus relaciones hacia el mundo exterior, en suma: no sale fuera de sus relaciones hacia las cosas que tienen algún tipo de interés para ella.

   Pero, de golpe, la relación cambia, y la paz más sublime, la alegría más pura atraviesan las ondas que fluyen serenas de la voluntad, cuando el sujeto, con ocasión de un objeto que le invita a ello, cae en la contemplación estética, y se sumerge, con un completo desinterés en la esencia del objeto.

  

   “Es ese estado, carente de dolor, que Epicuro apreció como el bien más elevado y como el estado de los dioses; pues nosotros, por un instante [503] nos vemos descargados del inmundo impulso de la voluntad, y celebramos el sabbath del trabajo forzado del querer, y la rueda de Ixión se detiene”,

 

como dice maravillosamente Schopenhauer (MVR, I, 231).

   La voluntad no es eliminada de la conciencia, al contrario: un estado de beatitud, suscitado por el objeto, la llena completamente. Y la voluntad tampoco descansa: ella vive, sí, y en consecuencia se mueve, pero todo el conocimiento exterior está detenido, y el interno no cae bajo la conciencia. Así, la voluntad cree que reposa por completo, y de esta ilusión surge su feliz e inexplicable satisfacción, que le produce un bienestar digno de los dioses.

   El intelecto, en sí mismo y por sí mismo, no puede llevar una vida independiente, como quiere Schopenhauer; él no siente placer ni displacer, sino que solo a través de él llega a ser consciente la voluntad de sus estados. Solamente hay un principio, y ese principio es la voluntad individual. En la contemplación estética, la voluntad lo es todo siempre, tanto en la cólera más intensa como en la apetencia más apasionada. La diferencia radica solamente en sus estados.

   Ahora, ese estado de felicidad de la voluntad en la relación estética tiene dos grados.

   El primero es la contemplación pura. El sujeto, que no es consciente de su avance en el tiempo, contempla el objeto, que es como si hubiese sido elevado por encima del despliegue de lo real. Debido a la ilusión, el objeto para el sujeto, y el sujeto para sí mismo, son atemporales. Por el contrario, el sujeto no deviene objeto (como enseña Schopenhauer) ni el objeto está libre de espacio y materia. Lo que suscita mejor la pura contemplación es la naturaleza. Una mirada hacia ella, y aunque solamente encuentre campos, bosques y praderas, enseguida eleva a un individuo con nervios sensibles sobre la bochornosa atmósfera de la vida cotidiana. Un hombre rudo difícilmente olvidará sus fines personales por tal mirada, pero me atrevo a decir que, incluso el hombre más rudo y codicioso, situado a la orilla de los acantilados de Sorrento, sentirá como el goce estético llega hasta él como un bello sueño. —

   En segundo lugar, la contemplación estética es producida por las obras arquitectónicas, escultóricas y pictóricas, especialmente por las construcciones monumentales, y a través de esas pinturas y obras [504] plásticas que, como un todo, pueden ser rápidamente captadas y no expresan ninguna estimulación fuerte. Si las figuras de un cuadro o de un grupo escultórico son muchas, o están dotadas de movimiento dramático, entonces el sujeto se vuelve consciente de su síntesis, y pierde fácilmente el sosiego, de manera que no puede mantener la pura contemplación mucho rato. El Zeus de Otricoli, la Venus de Milo, las Danaides sitas en el Braccio Nuovo del Vaticano o una Sagrada Familia de Rafael, pueden contemplarse durante horas; el Laocoonte, no.

   En el estado puramente contemplativo, la voluntad respira tan suavemente como el mar terso y soleado. En el segundo grado, la voluntad se ve trasladada, mediante el proceso del mundo, o mediante el arte, a las correspondientes vibraciones, en el estado de sentimiento compartido, o del vibrar compartido [Mitempfindug, Mitvibrierens]. Si presenciamos una  escena conmovedora en una familia, sin sentirnos inmediatamente conmovidos por ella, dicha escena carece de interés para nosotros, pero si es interesante, empatizamos con los arrebatos de la pasión, el íntimo suplicar para obtener misericordia, etc. Lo mismo hacen la poesía y la música, aunque con mayor pureza que los procesos reales, y se puede decir que en la contemplación tiene primacía la naturaleza, mientras que en el sentimiento compartido lo tiene el arte.

   En este grado, el objeto (cualidades y estados de la voluntad, expresados en palabras y sonidos) está desprendido del espacio y la materia, pero completamente inserto en el tiempo, y la sensación empática es enteramente sucesión.

   Según esto, he de rechazar el conocer desprendido de la voluntad sostenido por Schopenhauer, igual que su teoría de las ideas. El estado estético concierne solamente a la voluntad, que en este estado conoce el objeto, según su esencia individual.

   Con esto se resuelve una dificultad que no ha escapado al refinado espíritu de Schopenhauer pero que tampoco logró apartar de su camino:

  

   “Mas para que se dé aquella alteración postulada en el sujeto y el objeto, es condición no solo que la fuerza cognoscitiva sea liberada de su servidumbre originaria y se la deje entregada a sí misma, sino también que permanezca con toda su energía, a pesar de que le falte ahora el acicate natural de su actividad, que es el estímulo de la voluntad.” (Parerga, II, 449)

   [505] Y añade: “Aquí reside la dificultad y lo extraño de este asunto”. En general, si la voluntad no estuviese implicada, no sería posible nunca un conocer estético. — Y niego que este asunto sea algo raro: una naturaleza bien dispuesta se sumerge fácilmente, y a menudo, en la contemplación estética.

* * *

   El tercer defecto de la estética de Schopenhauer surge de su falsa división de la naturaleza, cuyo reflejo transfigurado es el fin de todo arte. Como sabemos, el borró bruscamente cualquier forma de acción específica de las fuerzas inorgánicas, e introdujo subrepticiamente de esta manera una materia objetiva en la que se manifiestan las objetivaciones inferiores de la voluntad. Lo que sucede es que estas cambian de nombre ahora en la estética, y se denominan ahora ideas inferiores. Nos habla de las ideas de peso, rigidez, cohesión, dureza, etc., y el único fin que asigna a la arquitectura, como arte bella, consiste en traer a una intuición clara algunas de aquellas ideas. Rechazo tanto una cosa como otra. Mi filosofía solamente conoce las ideas del hierro, del mármol, etc., y tiene, ciertamente, la verdad de su lado. En segundo lugar, el material de un edificio no es lo principal, sino la forma, como mostraré inmediatamente.

   En el reino de las plantas y de los animales, las ideas de Schopenhauer se identifican con el concepto de género, algo que ya he censurado. Solo los animales superiores tienen, según Schopenhauer, cualidades sobresalientes, propias de lo particular, y son “en cierto sentido” ideas específicas. En cambio, cada ser humano ha de considerarse  como una idea específica:

   “El carácter de cada ser humano particular puede ser considerado, en tanto se lo concibe de forma absolutamente individual, y no enteramente bajo la especie, como una idea especial, correspondiente a un acto de objetivación específico de la voluntad” (MVR, I, 188)

   “En el hombre, se presenta poderosamente la individualidad: cada uno tiene su propio carácter.” (MVR, I, 141)

   Cuando extrajo estos últimos resultados de sus observaciones, la mirada de Schopenhauer era libre y diáfana.

 

* * *

   [506] Un cuarto error de la estética de Schopenhauer, que no procede de su física, sino de su deficiente teoría del conocimiento, es que omite la división de lo bello en:

1) lo bello subjetivo,

2) el fundamento de lo bello en la cosa en sí,

3) el objeto bello.

   Yo he llevado a cabo esta estricta división en mi filosofía, y creo que solo mediante mi reconducción de lo bello subjetivo a los vínculos ideales de nuestro espíritu, efectuados sobre formas y funciones a priori, ha llegado a ser la estética una ciencia en el sentido estricto de Kant, quien, como es sabido, le negó a la estética este carácter científico, pues dice:

   “Los alemanes son los únicos que utilizan ahora la palabra estética para designar lo que otros llaman crítica del gusto. Lo que hay en el fondo de todo esto es la esperanza equivocada, concebida por el estupendo análisis de Baumgarten, de traer el juicio crítico de lo bello bajo principios de la razón, elevando las reglas del mismo al rango de ciencia. Solo que este esfuerzo es vano. Pues las reglas o criterios mencionados, según sus fuentes más destacadas, son meramente empíricas, y por consiguiente no pueden nunca servir a determinadas leyes a priori, según las cuales debería regirse nuestro juicio del gusto.” (Crítica de la razón pura, 61)

   Schopenhauer solamente conoce el objeto bello, y lo determina como sigue:

   “Cuando llamamos a un objeto bello, expresamos con ello que él es objeto de nuestra consideración estética, algo que incluye en sí dos cosas, a saber: por un parte, que su vista nos hace objetivos, es decir, que nosotros no somos ya conscientes de nosotros como individuos, sino como puro sujeto del conocimiento, desprendido de la voluntad; y, por otra parte, que nosotros no conocemos en el objeto la cosa particular, sino una idea.” (MVR, I, 247)

   [507] La consecuencia de esto sería que, puesto que en cada cosa se revela una idea, deberíamos encontrar cualquier cosa bella en nuestra contemplación estética; y esto es, precisamente, lo que dice Schopenhauer:

   “Puesto que, por una parte, cada cosa existente puede considerarse de forma puramente objetiva y fuera de toda relación; puesto que, por otra parte, además, en cada cosa aparece la voluntad en alguno de los grados de su objetivación, siendo la misma expresión de una idea, entonces también cualquier cosa es bella.” (MVR, I, 247)

   Y luego dice:

“Una cosa es más bella que otra, porque facilita aquella pura contemplación objetiva, y es como si nos obligase a ella, por lo que decimos entonces que es muy bella. (ib.)

   A Schopenhauer le pasó con esta contemplación como a Kant con la causalidad. Éste hizo de la sucesión el único criterio de la relación causal, aunque todo suceder es un seguirse, pero no todo seguirse es un suceder; igualmente, para Schopenhauer todo es bello, porque puede considerarse estéticamente, mientras que habría que decir que lo bello solamente puede ser conocido en el estado estético del sujeto, pero no todo lo que es considerado en este estado es bello.

   Schopenhauer va tan lejos, que adscribe, sin condiciones, belleza a cualquier artefacto, porque en su material se expresa una idea, que podría objetivar el sujeto, algo que es básicamente falso. Pensemos, por ejemplo, en dos objetos de bronce, por ejemplo, dos pesos, de los cuales uno es un cilindro regular, pulido, y el otro un cilindro basto y mal trabajado. Según Schopenhauer, ambos expresan las ideas de rigidez, coherencia, peso, etc., y nos pueden trasladar a un estado de objetividad; en consecuencia, ambos son bellos, algo que nadie querría atreverse a afirmar. Aquí solamente decide la forma, los colores, la tersura, etc., y precisamente todo esto es lo bello subjetivo, que Schopenhauer desconoce.

   Lo bello subjetivo, que se basa en:

  1. la causalidad,

  2. el espacio matemático, [508]

  3. el tiempo,

  4. la materia (sustancia),

 

ya lo he tratado detalladamente en mi obra, por lo que remito a ella. Es lo bello formal y el fundamento a priori inconmovible, desde el cual el sujeto determina qué es bello y qué no lo es. Como el sujeto, en general, no reconoce nada fuera de él que, ejerciendo alguna impresión sobre sus sentidos, no pueda configurar ni pensar conforme a sus formas, tampoco reconoce nada como bello en la naturaleza a lo que no sea él el primero en adscribirle la belleza.

   La capacidad del hombre para juzgar conforme a lo bello formal es el sentido de la belleza. Cada ser humano lo tiene, igual que tiene juicio y razón. Pero hay muchos seres humanos que solo son capaces de conexiones mentales muy cortas, por lo que pueden ampliar muy poco su circuito visual, mientras que hay otros que abarcan la naturaleza entera, a la vez que su conexión con su espíritu; de manera que en muchos el sentido de la belleza se encuentra solamente en germen, mientras que en otros está más plenamente desarrollado. El sentido de la belleza capaz de legislar puede ser adquirido, porque él, como germen, es innato a todos, y por eso exige tan solo cultivo y educación. Basta con pensar en los italianos y franceses, tan dotados para el arte, cuyo espíritu puede bañarse a diario en un mar de gracia y belleza.

   A alguien puede gustarle mucho, en particular, el  paisaje de una costa marina poco anfractuosa, a otro un paisaje de Andalucía y a un tercero, el Bósforo. Siendo esto así, Kant creyó que tanto los juicios estéticos como los juicios del gusto adolecen de falta de necesidad, pero este es un punto de vista completamente unilateral. En los asuntos de la belleza, únicamente puede actuar como juez alguien dotado con un sentido de la belleza desarrollado, y puesto que los juicios de tales jueces son expresados según leyes, que tienen su fundamento a priori en nosotros, tales leyes son vinculantes para todos. Es completamente indiferente si este o aquel protestan en contra, y se reafirman en su desacuerdo personal: que eduquen primero su sentido de la belleza, y entonces le daremos derecho a voto.

   Si un objeto de la naturaleza o del arte corresponde a todas las formas de lo bello formal, entonces es completamente bello. Póngase, [509] por ejemplo, la Ifigenia  de Goethe bajo las condiciones de lo bello subjetivo que tienen que ver con la composición poética, es decir: lo bello de la causalidad, del tiempo y de la sustancia: permanecerá invariablemente como un producto al que no se le puede poner reparo alguno [makellos]; o póngase a prueba, desde la perspectiva de lo bello formal del espacio y la materia, pongamos por caso, las vistas del Golfo de Nápoles desde Camaldoli o San Martino: ¿quién querría cambiar lo más mínimo en los colores, la línea de la costa, la vaporosa lejanía, la forma de los pinos en el primer plano, en suma: en cualquier cosa? Ni el sentido de la belleza del pintor más genial querría quitar, ni tampoco añadir nada a todo ello.

   Las obras bellas de la naturaleza y del arte son muy raras; en cambio, muchas corresponden a una o dos especies de lo bello formal. Un drama puede corresponder a todas las leyes de lo bello subjetivo del tiempo y de la sustancia, pero fallar por completo por lo que respecta a lo bello de la causalidad.

   Schopenhauer ha sentido la necesidad de lo bello subjetivo, puesto que su excelente cabeza no se le escapaba nada fácilmente, pero intentó en vano llegar al fondo del asunto, y se hundió (¡como le sucedía tan a menudo!) en el misticismo. Dice:

   "¿En qué ha de reconocer el artista el logro de su obra en la imitación (de la naturaleza) y distinguirla de las obras fallidas, si no anticipa la experiencia de lo bello? Por lo demás, ¿ha producido jamás la naturaleza un ser humano perfectamente bello en todas sus partes?... No es posible ningún conocimiento de lo bello meramente a posteriori y partiendo de la simple experiencia; este conocimiento es siempre, al menos en parte, a priori, aunque de un tipo completamente diferente de las formas del principio de razón suficiente, de las que nosotros somos conscientes a priori." (MVR, I, 261)

   "Todos nosotros reconocemos la belleza del ser humano cuando la vemos, y en el auténtico artista esto sucede con tal claridad que él es capaz de mostrarla tal como nunca la ha visto, superando en su presentación a la naturaleza, y esto solo es posible, ciertamente, porque la voluntad, cuya adecuada objetivación en su grado más elevado debe ser aquí juzgada y encontrada, somos nosotros mismos." (ib., 262)

   [510] A todo ello, añade una explicación completamente falsa del ideal:

   "Esta anticipación es el ideal: él es la idea, en tanto que ella es conocida a priori, al menos a medias, que completa lo dado a posteriori por la naturaleza, llegando así a ser prácticamente útil al arte."

   Pero el artista produce el ideal de otra manera. Él compara aquellos individuos vivos que se parecen entre sí, capta lo característico, excluye lo no esencial y contingente, y reúne lo esencial que ha encontrado. La esencia particular que así surge la sumerge luego en lo bello subjetivo, y de ese baño, se eleva transfigurado en belleza ideal, como la diosa que nació de la espuma. Los artistas griegos no hubiesen podido producir sus ideales, esas esculturas que resultan modélicas para todos los tiempos, si no hubiesen encontrado buenos modelos en su propio pueblo, y, en cualquier caso, vale aquí lo dicho por Kant:

   "Otra cosa bien distinta sucede con aquellas creaciones de la imaginación (ideales) acerca de los cuales nadie puede explicar ni dar un concepto comprensible, siendo, por así decirlo, como monogramas, cuyos rasgos particulares determinados no se ajustan a ninguna regla que pueda darse, y que son, más bien, una suerte de dibujo, que flota en medio de diversas experiencias, en vez de una imagen determinada." (Crítica de la razón pura, 442)

   "La imaginación, por así decirlo, deja caer una imagen sobre otra, y, mediante la congruencia de muchas del mismo tipo, sabe extraer un término medio, que sirve como medida común a todo ello... La imaginación hace todo esto mediante un efecto dinámico, que brota de la múltiple concepción de tales formas sobre el órgano del sentido interno." (Crítica del juicio, 80)

   Aquí podría plantearse la siguiente dificultad: ya Kant había advertido, con razón, que un negro necesariamente debería tener una idea normal de la forma de la belleza distinta de la de un blanco, o un chino diferente de la de un europeo (Crítica del juicio, 80), y Schopenhauer decía:

  

"La fuente de todo placer es la homogeneidad que le proporciona al sentido de la belleza la propia especie, y para esta, a su vez, lo que le resulta más bello es, sin duda, la propia raza." (Parerga, II, 492)

   [511] Esto parece claro, pero no prueba nada contra lo bello subjetivo. Si naciese alguna vez un Fidias negro en África, crearía formas que posean el tipo negroide, pero no podría esculpirlas más que dentro de los límites que constituyen las leyes de la belleza subjetiva, válidas para todos los seres humanos. Esculpiría la pantorrilla redonda, el estrecho y poderoso volumen del cuerpo y del torso, el rostro oval, los rasgos regulares, y no una pantorrilla plana, un miembro flaco o hinchado, una cara de luna llena, etc. Cuán poderosamente domina, en general, lo bello subjetivo del espacio, en especial la simetría, en las artes plásticas, lo demuestra, en especial, la circunstancia de que a ningún artista griego se le ocurrió esculpir una amazona con un solo pecho, aunque cualquier griego creía (dejaremos sin decidir si con razón o sin ella) que las amazonas se cortaban el pecho, para poder manejar mejor las armas. Imagínese una amazona con un solo pecho, y el placer estético se verá considerablemente disminuido.

* * *

Schopenhauer, por tanto, cayó en el misticismo, cuando quiso explicar lo bello subjetivo, que atisbó lejanamente. Por otra parte, resulta extraño que no haya llegado hasta el mismo, pues su estética contiene una gran cantidad de bellos pensamientos que corresponden a este punto. Elijo los siguientes:

  

"Vemos cómo el buen estilo constructivo antiguo alcanzaba su fin de la manera más ajustada y simple, tanto en los pilares, columnas, arcos y viguerías, como en puertas, ventanas, escaleras y balconadas, y además sin ocultar nada, plasmándolo ingenuamente a la luz del día." (MVR, II, 472)

  

"La gracia consiste en que cada movimiento y posición sean ejecutados de la manera más simple, adecuada y ajustada, siendo la pura expresión correspondiente a su intención, o al acto de la voluntad, sin nada superfluo que pueda presentarse como contrario al fin, como una manipulación carente de sentido, sin que falte nada, ni se caiga en una rigidez envarada." (ib., II, 264)

  

[512] "La falta de unidad de un carácter, la contradicción de dicho carácter consigo mismo, o contra la esencia de la humanidad en general, así como la imposibilidad o la falta de verosimilitud, sea en los eventos, sea en las circunstancias más próximas, dañan tanto a la poesía como las figuras mal dibujadas, una falsa perspectiva o una iluminación fallida en la pintura." (ib., I, 297)

  

"La belleza masculina se expresa a través de la forma, y esta se basa solamente en el espacio, etc." (ib., 263)

  

"El ritmo es al tiempo lo que la simetría al espacio." (ib., II, 516)

  

"El metro, o medida del tiempo, tiene su esencia, como mero ritmo, tan solo en el tiempo, que es una intuición pura a priori; pertenece, por consiguiente, para hablar con Kant, meramente a la pura sensibilidad." (ib.,  486)

  

"Medios auxiliares muy específicos de la poesía son el ritmo y la rima." (ib., I, 287)

  

"La melodía consiste en dos elementos, uno rítmico y otro armónico. A la  base de ambos se encuentran puras relaciones aritméticas, esto es, relaciones del tiempo: a la base de la primera, la duración relativa de los sonidos; a la base de la segunda, la relativa rapidez de las vibraciones." (ib., II, 516)

  

"Los colores suscitan inmediatamente un vivo deleite, el cual alcanza su más alto grado cuando ellos son transparentes." (ib., I, 235)

  

"La fruta pintada resulta admisible, puesto que con el despliegue de las flores, unido a las formas y los colores, se nos ofrece como un bello producto de la naturaleza." (ib., I, 245)

  

"A la pintura le corresponde una belleza que va de suyo, que es producida por la mera armonía de los colores, la agradable disposición de los grupos, la favorable aplicación de las luces y las sombras y la tonalidad de toda la imagen. Este tipo de belleza añadido y subordinado, promueve el puro conocimiento, y en en la pintura lo que son la dicción, el metro y la rima en la poesía." (ib., II, 480)

  

[513] "En todos los pueblos y en todas las épocas se encuentran nombres específicos para rojo, verde, naranja, azul, amarillo, violeta, que siempre son entendidos como designaciones de unos determinados colores, aunque estos se den muy raramente de una manera pura y perfecta en la naturaleza, por lo que han de ser conocidos, en cierta medida, a priori, de manera análoga a lo que sucede con las figuras geométricas regulares... Así pues, cada uno ha de portar en sí una norma, un ideal, una anticipación epicúrea del amarillo y de cualquier color, independientemente de la experiencia, con la cual compara cualquier color real." (Sobre la visión y los colores, 33)

 

Compárense con estos pasajes, tan acertados, los siguientes:

  

"La causalidad es una configuración del principio de razón suficiente; en cambio, el conocimiento de la idea excluye esencialmente el contenido de aquel principio." (MVR, I, 251)

  

"El tema especifico de la arquitectura son las ideas de los grados más bajos de la naturaleza, como el peso, la dureza, la cohesión, pero no, como se ha creído hasta ahora, meramente la forma regular, la proporción, la simetría, que, al ser algo puramente geométrico, o propiedades del espacio, no son ideas, y por eso no pueden ser el tema de un arte bello." (MVR, II, 470),

 

y, de nuevo, no se encontrará extraño que Schopenhauer no pudiese determinar lo bello subjetivo. Una y otra vez se reiteran los antiguos errores que se cruzaron en el camino de su teoría del conocimiento, y que le obligaron a recorrer falsos caminos.

 

* * *

   He dicho, más arriba, que lo bello es solo aquello que corresponde a las condiciones formales de lo bello subjetivo. De aquí se desprende que a la cosa en sí, como tal e independientemente de nuestra percepción, no puede atribuírsele belleza. Lo único que puede ser bello es un objeto, es decir, la voluntad recogida en las formas subjetivas. Sin embargo, esto no puede entenderse de forma errónea, e interpretarse, acaso, que el sujeto produce por sus propios medios la belleza en el objeto. Con esto, se habría llevado a la estética por el camino del idealismo empírico, una dirección filosófica extremadamente absurda, pero la más importante y significativa para el desarrollo [514] del conocimiento humano. Debemos recordar que el objeto se distingue de la cosa en sí solamente por la materia. Es cierto que la forma subjetiva material expresa, muy precisamente, las cualidades de la cosa en sí, pero de una manera completamente específica, pues la esencia de la voluntad es toto genere diferente de la de la materia. Por eso, no puedo decir que la voluntad es azul, roja, pesada, ligera, tersa, áspera, pero debo decir, si quiero hablar correctamente: en la esencia de la voluntad se encuentra aquello que actúa así sobre el sujeto, de manera que este percibe un objeto azul, rojo, pesado, ligero, terso, áspero... Y la explicación de la belleza objetiva ha de ser análoga: no es la voluntad que aparece en el objeto bello la que es bella, pero en la esencia de la cosa se encuentra eso que el sujeto llama bello en el objeto. Este es el resultado claro y fácilmente comprensible que arroja el auténtico idealismo trascendental, aplicado a la estética.

   Por qué, a pesar de ser esto así, podemos hablar de un alma bella, es algo que ya he explicado en mi estética. Llamamos a un alma "bella", debido a su movimiento uniforme y a la relación armónica en la que está su voluntad hacia el intelecto. Se trata de un alma moderada y delicada. No tiene un movimiento absolutamente uniforme, sino que predomina en ella este tipo de movimiento, ya que lo primero es imposible. El alma bella es capaz tanto de debilidad como de verse estimulada apasionadamente, pero siempre encuentra pronto de nuevo el equilibrio, un punto donde la voluntad y el intelecto se convierten en un movimiento armonioso, que no se aparta de la tierra, pero tampoco se dirige hacia su barro. Schopenhauer dice:

  

"Mientras unos destacan por su corazón y otros por la cabeza, hay otros que destacan meramente por una cierta armonía y unidad de la esencia entera, que surge de que en ellos el corazón y la cabeza están tan ajustados entre sí, que ambos se apoyan y destacan mutuamente." (MVR, II, 601)

  

Schiller caracteriza al alma bella como sigue:

   "Se llama, en fin, a un alma "bella" cuando se ha asegurado finalmente el sentimiento ético de todas las sensaciones del ser humano, hasta el punto de que puede dejarse, sin temor, la dirección de la voluntad al afecto, y nunca se corre el peligro [515] de entrar en contradicción con las decisiones del mismo. ― En un alma bella, por tanto, armonizan sensibilidad y razón, deber e inclinación, y la gracia es la expresión de este fenómeno." (Sobre gracia y dignidad)

  

   Ahora bien, ese alma bella aparecerá en la forma externa, a través de los ojos y de los rasgos del rostro, e incluso llegará a transfigurar el rostro más feo de tal manera que se verá al alma y solo a ella, no la forma defectuosa en la que ella se tiene que revelar.

 

* * *

   El arte es el reflejo transfigurado de la naturaleza. Puesto que esta no muestra objetos íntegramente bellos ―aunque todos puedan ser considerados estéticamente―, ya se ve con esto, evidentemente, que el arte debe dividirse en dos direcciones: si acaba reproduciendo objetos bellos y las excitaciones del alma bella, entonces es arte ideal. Si, por el contrario, el arte refleja con preferencia las cualidades o señas características del individuo, entonces es un arte realista, que ostenta los mismos derechos que el arte ideal, ni más ni menos, pues si el arte ideal afecta al sujeto de forma más feliz y serena que el otro, el arte realista, en cambio, revela la verdadera esencia de la voluntad, su insaciable codicia, su inexpresable dolor, su dependencia y temores, su testaruda arrogancia y su lamentable cobardía, su locura y exaltación, etc., y el ser humano dice, espantado, como la madre de Hamlet:

 

"Thou turn'st mine eyes into my very soul;

and there I see such black and grained spots,

as will not leave until tinct."

("Tus razones me hacen dirigir la vista a mi conciencia,

y advierto allí las más negras y groseras manchas,

que acaso nunca  podrán borrarse.")

   Ambos géneros artísticos tiran del ser humano hacia el ámbito de la ética, uno mediante la interpretación clara de su ser, y el otro mediante la producción del deseo de poder ser siempre tan feliz, dichoso y sereno, algo que solamente puede cumplirse por medio de la ética. Y en esto se basa, en general, la elevada significación del arte y su íntima conexión con la moral.

   [516] El esteta tan solo plantea una exigencia al arte realista, a saber: que sus obras se sumerjan en la corriente purificadora de lo bello subjetivo, que ha de encargase de idealizar lo característico. Si no es así, ya no se trata de arte, y cualquier persona dotada de sentimientos refinados observará mucho más gustosamente la vida real inmediatamente dada, que perder su tiempo frente a obras inmundas, carentes de significado, hechas por artistas desorientados, aunque estén meticulosamente elaboradas.

* * *

   Pasemos ahora a lo sublime y lo cómico. En relación con lo sublime, primero hablaré de Kant, quien vio con claridad la esencia de lo sublime, conociendo correctamente no solo sus dos tipos, sino restringiéndolo, también correctamente, al sujeto. Según él, el hombre experimenta el sentimiento de lo sublime, si se siente reducido a la nada por la magnitud de un objeto, o siente temor ante el poder un fenómeno de la naturaleza, pero supera este estado de humillación, por así decirlo, elevándose por encima de sí mismo e ingresando en la libre contemplación estética.

   A partir de esto, Kant fundamenta su división de lo sublime en:

1) lo sublime matemático,

2) lo sublime dinámico.

Al mismo tiempo, observa que nos expresamos incorrectamente:

   "cuando llamamos a un objeto de la naturaleza sublime, si bien podemos denominar, con total corrección, a muchos objetos de la misma bellos." (Crítica del juicio, 94)

   "La verdadera sublimidad debe buscarse solamente en el que juzga, no en los objetos naturales, cuyo enjuiciamiento ocasiona este sentimiento en él mismo." (ib., 106)

   Schopenhauer adopta la división kantiana, y pone también lo sublime solo en el sujeto; pero él adjudica belleza a los objetos que suscitan en el sujeto lo sublime, algo que no es completamente correcto. Dice:

   "Lo que diferencia al sentimiento de lo sublime frente al de lo bello es esto: en lo bello, el puro conocer ha ganado la supremacía, sin lucha; en cambio, en lo sublime, aquel estado del puro conocer se ha ganado mediante un consciente y violento arrancarse de las desagradables relaciones conocidas [517] del mismo objeto con la voluntad, mediante un elevarse libre, acompañado de la conciencia, sobre la voluntad y el conocimiento referido a ella." (MVR, I, 238)

   "En el objeto, ambos no se diferencian esencialmente, pues en cada caso el objeto de la contemplación estética no es la cosa particular, sino la idea que en el mismo tiende a manifestarse." (ib., 246)

   Según esto, como dije más arriba, el objeto que nos transporta al estado sublime es, en todo caso, bello, porque todo lo que es conocido desprendiéndose de la voluntad es bello. Pero hay que añadir la restricción, según la cual un objeto que me provoca el sentimiento de lo sublime puede ser bello, pero no necesita serlo.

   Resulta completamente indiferente a través de qué medio auxiliar el ser humano se eleva sobre sí mismo; lo principal sigue siendo que él alcance el sentimiento de lo sublime. Kant, igual que Schopenhauer, fueron decididamente demasiado lejos cuando vincularon la posibilidad de la sublimidad a un curso de pensamiento muy específico. No pensaron que esto habría de presuponer el conocimiento de sus obras, mientras que muchos sienten ya en sí lo sublime, sin haber oído jamás los nombres de Kant o Schopenhauer. Así, dice Kant, en relación con lo sublime matemático:

   "Aquella magnitud de un objeto de la naturaleza, que hace que la imaginación utilice inútilmente toda su capacidad de concentración, dirige el concepto de la naturaleza a un sustrato suprasensible (que está a la base de la naturaleza y a la vez de nuestra facultad de pensar), que es grande, por encima de toda medida dada a los sentidos" (Crítica del juicio, 106),

y deja que el sujeto humillado se eleve a las "ideas de la razón". Schopenhauer, en cambio, adscribe la sublimidad a la conciencia inmediata:

 

"de que todos los mundos solo están ahí en nuestra representación, únicamente como modificaciones del eterno sujeto del puro conocimiento, el cual encontramos en nosotros, tan pronto como olvidamos la individualidad, sujeto que es el portador necesario y condicionante de todos los mundos y de todos los tiempos." (MVR, I, 242)

   En relación con lo sublime dinámico, dice Kant:

[518] "La naturaleza se llama aquí sublime tan solo porque ella eleva la imaginación a la exposición de aquellos casos en los cales el ánimo puede tomar conciencia de la propia sublimidad de su destino, incluso por encima de la naturaleza." (Crítica del juicio, 113),

y Schopenhauer:

   “El contemplador impertérrito se siente, a la vez, como individuo, como frágil fenómeno de las voluntad, impotente frente a la poderosa naturaleza, dependiente y entregado al azar, una nada insignificante, frente a poderes monstruosos; y junto a ello, y al mismo tiempo, como el sujeto eterno y sereno del conocimiento.” (MVR, I, 242)

   Naturalmente, Schopenhauer lanza una mirada compasiva sobre la explicación dada por Kant, que se apoyaría

   “en reflexiones morales e hipóstasis de la filosofía escolástica”;

pero la verdad es que cualquiera de ellos (desde su punto de vista) tiene razón, aunque también resultan adecuadas otras explicaciones. Remito a mi estética, y pregunto si no produce lo mismo una fervorosa confianza en Dios. Un piadoso cristiano, que se enfrenta a una tormenta en pleno océano, y goza del espectáculo, diciéndose: “A Tus manos omnipotentes me encomiendo; Tú harás que todo vaya bien”, se encuentra en una disposición anímica no menos sublime que la que haya podido poseer nunca Schopenhauer.

* * *

   Lo sublime es, por tanto, un estado del sujeto, producido por la naturaleza, y no existe ningún objeto sublime. Ahora bien, ¿queda agotado lo sublime por el tratamiento de Kant y Schopenhauer? ¡En absoluto! Pues también hay caracteres sublimes.

   Schopenhauer piensa, ciertamente, sobre el carácter sublime, pero da una definición del mismo que no cubre toda la esfera del concepto; además, deja que el asunto decaiga de nuevo. También Kant llama a un ser humano que se basta a sí mismo sublime, pero sin darle una fundamentación satisfactoria a dicho calificativo.

   Yo he reconducido en mi estética el sentimiento de lo sublime a la convicción [519] del ser humano de que, en el momento de la sublimidad, no teme a la muerte, siendo secundario si se engaña o no. Esta explicación abarca todas las demás, ya que todas ellas conducen, por diferentes vericuetos a la misma meta: el desprecio a la muerte. Es absolutamente lo mismo si un hombre dice: "mi alma es inmortal", otro dice: "estoy en manos de Dios", o un tercero dice: "el mundo entero es solamente una apariencia y el sujeto eterno del conocimiento es el portador que condiciona todos los mundos y tiempos"…: en todos esos casos, no se tiene miedo a la muerte: simplex sigillum veri.

   El desprecio a la muerte descansa casi siempre en una ilusión. Uno se cree plenamente seguro, o a salvo, y cree firmemente que mantendría también esa actitud contemplativa cuando el peligro llegue a amenazar realmente su vida. Pero si este peligro se toma en serio, habitualmente el individuo cae de su ensoñadora altur, y solo piensa en la salvación de su querido y apreciado yo.

   Ahora, si el desprecio a la muerte persiste en la voluntad también luego, cuando el peligro se acerca y la vida se pone realmente en juego, entonces esa voluntad es, en y por sí, sublime. Esos soldados que en plena batalla superan el miedo ante una espesa lluvia de balas, haciendo tranquilos sus observaciones, se han elevado, no solo a un estado sublime, sino que su carácter también es esencialmente sublime, y son héroes. Igualmente, son héroes todos aquellos que se arriesgan voluntariamente para salvar a alguien que está amenazado, sea por un incendio, una tempestad marina, inundaciones etc. Tales individuos son sublimes por un momento, porque no se puede saber si en otro momento, o en otro lugar, volverían a arriesgar sus vidas. La sublimidad se muestra aquí como una cualidad de la voluntad, cuyo germen está en el ser humano, y, una vez activada, vuelve a su estado germinal.

   En el auténtico sabio, en cambio, esa cualidad se despliega plenamente. Ha conocido la nulidad de la vida, y anhela la hora en la que ingresará en el reposo de la muerte. En él, el desprecio a la muerte, o mejor su desprecio de la vida, ha llegado a ser el estado de ánimo básico que regula el movimiento de su voluntad.

   Pero quien alcanza el grado más alto de lo sublime es el héroe sabio, aquel ser humano que lucha al servicio de la verdad. También es el [520] objeto que puede trasladar, más fácilmente que ningún otro, al sujeto al estado de ánimo sublime, pues éste es también un ser humano, y cualquiera cree que puede poner su vida, como él, al servicio de las más altas metas de la humanidad. En esto se basa el profundo encanto que ejerce el cristiano sobre los ateos: la imagen del Crucificado, del Salvador, que marchó voluntariamente hacia la muerte por la Humanidad, brillará sobre los corazones y los elevará hasta el final de los tiempos. Igual que sucede con el alma bella, también la voluntad sublime aparece en el objeto. Donde se manifiesta más claramente es en los ojos, y ningún pintor lo ha reproducido tan perfectamente como el Correggio en su Velo de la Verónica (Museo de Berlín). La imagen causa una profunda impresión, incluso a un ánimo rudo, y puede enardecer a alguien para acometer las más atrevidas acciones. Creo que, incluso, se han llegado a hacer algunas veces votos ante esta pintura.

* * *

   Schopenhauer ha tratado lo cómico de una manera muy imperfecta, y ciertamente en un lugar al que, evidentemente, no pertenece, es decir, en la teoría del conocimiento. Solo conoce lo cómico abstracto, y no lo cómico sensible (intuible).

   Si el espíritu contemplativo se sustrae por un momento, o para siempre, de la abigarrada corriente humana y mira hacia abajo, dentro de ella, pronto brotará una sonrisa en sus labios, e incluso puede llegar reírse a mandíbula batiente. ¿Cómo es esto posible? En general, puede decirse, que él ha comparado un fenómeno con una medida, y este la supera o no llega a ella. De esta discrepancia, o incongruencia, surge lo cómico.

   Está claro que la medida no puede tener ninguna longitud determinada; ella depende de la educación y experiencia del particular, de manera que mientras que uno encuentra que un fenómeno es cabal, otro descubre una discrepancia que le produce una gran alegría. La condición subjetiva de lo cómico es, por consiguiente, una medida; lo cómico mismo radica en el objeto.

   Schopenhauer sostiene que, en todos las clases de ridículo, siempre es necesario al menos un concepto para que se produzca la discrepancia, lo que es falso. Cuando Garrick se reía del perro situado en el parterre [521], al que su dueño le había puesto una peluca, no partía del concepto de “espectador”, sino de la forma de un hombre.

* * *

   En cambio, el tratamiento que lleva a cabo Schopenhauer del humor es correcto, aunque incompleto. El humor es un estado, como lo sublime, y está muy ligado a él. El humorista ha conocido que la vida, en general, sea cual sea la forma en la que se nos aparezca, carece de valor, y el no-ser es, decididamente, preferible al ser, pero no tiene la fuerza de vivir de conformidad con este conocimiento, de manera que siempre se echa atrás, y se siente de nuevo atraído por el mundo. Se encuentra de nuevo solo, y se eleva a sí mismo, mediante el desprecio de la vida, ironizando sobre su conducta y la conducta de todos los seres humanos, pero con la conciencia de que no puede abandonarla, y, por tanto, con resquemor en el corazón; y entre chistes y bromas, se encuentra la amarga seriedad. En este sentido, son humorísticas en grado sumo las últimas palabras del inolvidable Rabelais:

Tirez le rideau, la farce est jouée

(¡Que baje el telón; la farsa ha terminado!);

pues él no tenía el gusto de morir, y, sin embargo, moría gustoso.

* * *

   En relación con las artes, y de pasada, me permitiré ser muy breve. Dado que Schopenhauer adscribía una idea propia a cada ser humano, y que este es el objeto preferente del arte, raramente se aparta de la verdad, en el ámbito de las artes plásticas, la pintura y la poesía. Lo que dijo en este terreno es casi siempre correcto, y pertenece a lo mejor que se haya pensado y escrito sobre el arte.

   Sin embargo, su falsa división de la naturaleza hizo que se equivocase a la hora de juzgar la arquitectura y la música.

   Ya he introducido más arriba un pasaje, del que se desprende que la arquitectura debe poner de manifiesto las ideas de los grados más bajos de la naturaleza, como la rigidez, el peso, la cohesión, etc., y luego he censurado la teoría de que un artefacto ha de expresar la idea de su material. Una construcción es un gran artefacto, y por consiguiente lo que vale del artefacto vale también para cualquier obra arquitectónica. En cualquier artefacto, la forma [522], es decir la simetría, la proporción de las partes, en suma, lo bello formal del espacio, es lo principal. El material es secundario, y ciertamente no para poner de manifiesto el peso y la impenetrabilidad, sino para expresar lo bello formal de la materia mediante los colores, la tersura, el granulado, etc. Imaginemos dos templos griegos iguales, por ejemplo, el templo de Teseo en Atenas, tal como era en su tiempo, y una copia hecha en madera, hierro o arenisca, estando esta última dotada de los mismos colores que el mármol pentélico. Está claro que ambos producirían la misma impresión de belleza. La impresión también se daría si la copia en madera estuviese pintada; únicamente se daría preferencia al primer templo por motivos prácticos. Esto permite comprender por qué tantas construcciones, cuyas líneas fundamentales se encuentran iluminadas —como puede verse muy a menudo en Italia durante las fiestas—, y también la arquitectura pintada suscita en nosotros un gran placer estético, placer que se ve notablemente reducido cuando algunas de esas luces se apagan, pues entonces ya no tenemos la forma completa. Ahora, yo pregunto: ¿cómo podría poner de manifiesto la arquitectura iluminada las ideas de peso, etc.?

   La explicación de Schopenhauer en relación con la arquitectura está completamente equivocada. Cree que nosotros, al verla

“obtenemos una empatía y una sensación posterior de profunda paz espiritual, y el completo acallarse de la voluntad, que resultan necesarios para que el conocimiento se sumerja en ese objeto inerte, concibiéndolo con el amor correspondiente, lo que aquí significa con el correspondiente grado de objetividad.” (MVR, I, 258)

¡Qué afectación!

* * *

   Los escritos de Schopenhauer sobre la música son geniales, ingeniosos y están llenos de fantasía, pero a menudo pierden de vista la esencia de este arte grandioso, y se vuelven fantasiosos. La sección del 2º volumen del Mundo como voluntad y representación, concerniente a la música, lleva el acertadísimo título de “Metafísica de la música”, pues Schopenhauer sobrevuela en ella cualquier experiencia, y navega, con toda frescura y alegremente, por el océano sin límites de lo trascendente.

   [523] Nos dice:

   “Al contrario que las demás artes, la música no es en absoluto una copia de las ideas, sino una copia de la voluntad misma.” (MVR, I, 304)

   “Puesto que, entretanto, es la misma voluntad la que se objetiva, tanto en las ideas como en la música, solo que de manera diferente en cada una de ellas, debe existir, no una semejanza inmediata, pero sí un paralelismo, una analogía entre la música y las ideas, cuya manifestación en el ámbito de la pluralidad y la imperfección es el mundo visible.” (ib., 304)

   Y luego compara los tonos más bajos de la armonía, el bajo fundamental, con los grados inferiores de la objetivación de la voluntad única (con la naturaleza inorgánica, la masa de los planetas); los tonos superiores de la armonía, con las ideas de las plantas y el reino animal, la melodía con la vida consciente y los esfuerzos del ser humano. Más adelante, dice:

   “La profundidad tiene un límite, más allá del cual no resulta audible ningún sonido, lo que corresponde a que ninguna materia es perceptible sin forma ni cualidad.” (ib., 305)

   “Los semitonos impuros, que no dan ningún intervalo determinado, pueden compararse a los monstruosos abortos que resultan del cruce de dos especies animales, o entre hombre y animal” (ib.), etc.

   Frente a esto, he de indicar, por mi parte, que la música está tan solo en relación con la voluntad humana individual. Deja completamente de lado las cualidades de dicha voluntad, como la maldad, la envidia, la crueldad, la piedad, etc., que constituyen aún el tema de la poesía, y reproduce solamente sus estados, es decir, sus vibraciones, en la pasión, la alegría la tristeza el miedo, la paz, etc. Mediante las vibraciones sonoras, traslada la voluntad del oyente a un estado de vibración parecido, y produce en él, sin que sea percibido en la exteriorización de la cualidad de la voluntad, el mismo estado de placer o de dolor, tan característico, que está conectado con ella, aunque sea completamente diferente. En ahí donde reside el secreto del maravilloso poder que ejerce sobre el corazón humano, y también sobre los animales, especialmente los caballos.

   [524] Schopenhauer mismo dice muy acertadamente:

   “Ella [i. e. la música] no expresa de un modo concreto y determinado tal o cual alegría, padecimiento, dolor, espanto, júbilo, jovialidad, o reposo, sino la alegría, el padecimiento, etc. mismos.” (MVR, I, 309)

   Pero cuando, a pesar de esto, dice: la música revela inmediatamente la esencia de la voluntad, entonces expresa algo falso. La esencia de la voluntad, sus cualidades, únicamente las revela perfectamente la poesía. La música tan solo reproduce sus estados, es decir, ella se ocupa de su predicado esencial: el movimiento. Por eso, ella no es el arte más elevado y significativo, pero sí el más conmovedor. —

   No puedo pasar aquí por alto una observación. Goethe, al formular su sentencia: “la arquitectura es música congelada”, llamó a la arquitectura una música callada. Schopenhauer coge la sentencia, y cree que la única analogía entre ambas artes es la de que, lo mismo que en la arquitectura lo ordenador y cohesivo es la simetría, en la música lo es el ritmo. Sin embargo, la cohesión reside en un nivel más profundo. La música, por su forma, se expresa enteramente en el tiempo, cuya sucesión ella revela bellamente, a través del ritmo y del compás; la arquitectura reposa sobre el espacio, cuyas relaciones muestra bellamente, a través de la simetría. Si yo mantengo la transiciones de un momento presente a otro, gano una línea de momentos fijados, uno tras otro, que en el terreno espacial es un estar unos junto a otros. El ritmo se convierte, entonces, en una simetría congelada, y por eso el dichoso juego de palabras encierra más sentido del que suponía Schopenhauer (quien sostiene, como es sabido, que el tiempo fluye y no está quieto). No se olvide, tampoco, que en el número se unen espacio y tiempo, y la música, igual que la arquitectura, descansan ambas en relaciones numéricas, y se verá que la parte formal de un arte se confunde con la de la otra. Se podría compararla con la luz y el calor, y llamar a la parte formal de la música la metamorfosis de la parte formal de la arquitectura.

* * *

   Antes de abandonar la estética y pasar a la ética, debo hablar de la preeminencia que Schopenhauer concede al conocimiento intuitivo frente al abstracto. [525] Esta preferencia se convirtió al final de una nueva fuente de errores, que contribuyeron a arruinar su ética, y, por esta razón, resulta muy lamentable.

   Según él, solo tiene valor, y verdadera significación aquello que es conocido intuitivamente:

   “Toda verdad y toda sabiduría reposan, en última instancia, en la intuición” (MVR, II, 79),

en otras palabras: el entendimiento es lo principal, y la razón algo secundario:

“La razón la tiene cualquier tonto: si se le dan las premisas, entonces extrae la conclusión.” (Sobre la cuádruple raíz…, 73)

Al decir esto, olvidó por completo que la razón también debe construir las premisas, y que:

“concluir es fácil, pero juzgar, difícil.” (MVR, II, 97)

   Este repudio de la razón venía, esencialmente, de que él dejaba construir y unir entre sí los conceptos solo a la razón, encomendando el entendimiento solo a la intuición; otro motivo era, además, que él no conocía los vínculos ideales de la razón (tiempo, espacio matemático, sustancia, causalidad y comunidad), y, finalmente, que él abría una brecha muy profunda entre concepto e intuición. Las facultades del conocimiento, en su conjunto, están casi siempre en plena actividad, y se apoyan mutuamente.

   Schopenhauer, muy a menudo, debe ceder algo; así, afirma:

“Entendimiento y razón se apoyan siempre mutuamente.” (MVR, I, 27)

“La idea platónica, que es posible por la unión de fantasía y razón, etc.” (ib., I, 48),

y yo apunto, además, a MVR, I, § 16, II, cap. 16, donde Schopenhauer ha de rendir honor a la verdad, y poner la razón en lo alto. A pesar de ello, el conocimiento intuitivo sigue siendo para él superior, y dice, en otro lugar:

   “El desarrollo más perfecto de la razón práctica en el verdadero y auténtico sentido de la palabra, la cúspide más elevada [526] a la que puede llegar el ser humano con el mero uso de su razón, y donde se muestra su diferencia con el animal, es el ideal, expuesto de la manera estoica.”

  

   Yo demostraré que el ser humano con su razón puede escalar a una cúspide mucho más alta, y que la redención solamente es posible mediante la razón, no mediante esa ensoñada, maravillosa e inefable intuición intelectual.

______________________

PHILIPP MAINLÄNDER

Filosofía de la redención, vol. I (1876), Apéndice: Crítica de la doctrinas de Kant y Schopenhauer (Selección de fragmentos)

En: Philosophie der Erlösung, Band 1, Schriften in vier Bänden, hrsg. u. mit einem Vorwort v. Winfried H. Müller-Seyfahrt, Olms Verlag, Hildesheim-Zurich, 1996, Anhang: Kritik der Lehren Kant's und Schopenhauer's