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Pesimismo y depresión (Conferencia impartida en COMEFI CHIHUAHUA MÉXICO el 11-09-2023



PESIMISMO Y DEPRESIÓN

CONFERENCIA MAGISTRAL

(COMEFI CHIHUAHUA, 11-09-2023)


Buenos días (casi buenas noches en España) a todos los asistentes a este congreso COMEFI del Estado de Chihuaha y a todos los amigos de México.

En primer lugar, quisiera agradecer a los organizadores del congreso su invitación a participar en este interesante evento, y muy en especial a Kevin Quiñones Mendoza, que es la persona con la que he tratado directamente y de cuya mano me presento hoy aquí ante ustedes.

Debo de decirles, ante todo, que no soy psicólogo, ni psiquiatra, sino un simple catedrático de filosofía, y que, por tanto, mi conocimiento de la depresión es nulo desde el punto de vista clínico, si bien conozco a numerosos psicólogos y psiquiatras que han tratado prácticamente con esta patología. También puede decir que yo mismo la conozco de primera mano, puesto que he atravesado varios periodos depresivos a lo largo de mi vida, alguno incluso con pensamientos suicidas, que, afortunadamente, he podido superar hasta el momento, gracias, precisamente, al pesimismo filosófico. Por este motivo, quiero indicarles, desde el comienzo, que mi intervención va a centrarse en la relación estricta entre el pesimismo filosófico –hago hincapié en esta palabra: “filosófico”- y la depresión.

Como afirma Clément Rosset, en su libro Travesía nocturna (1999), donde describe la profunda depresión que atravesó, este estado anímico se define por el desinterés y disgusto por cualquier cosa, incontables malestares físicos o somatizaciones, falta de apetito y un descanso agotador[1]; también la caracterizan dos metáforas: encontrarse en medio de las tinieblas y estar hundido por el propio peso[2].

Hay que decir que la depresión es un problema complejo, pues tiene una dimensión nosográfica y otra mucho más amplia, dotada de matices históricos, filosóficos, artísticos y culturales. En realidad, se trata de un temple, como diría X. Zubiri, una manera de estar en el mundo que corre en paralelo con el dolor que implica la condición humana[3]. En cierto sentido, caer en la depresión supone constatar que “lo real, en el fondo y definitivamente, es nada”, por lo que este síndrome “constituye la mayor negación posible, la más grave y devastadora de lo real” [4]. Si es así, como dice Enrique Lynch, se trata de “un mal que no tiene cura”[5].

Cabe identificar la depresión con una tristeza profunda, o con lo que durante muchos siglos se denominó melancolía[6]. Así era conocido este temple anímico en la época en la que se desarrolló el pesimismo, de manera que, aunque los psiquiatras actuales no equiparan ambos términos, en esta exposición voy a centrarme en la melancolía, identificándola, más o menos, con la depresión. De manera que cuando en lo sucesivo mencione el término “melancolía” lo asimilaré a “depresión”, aunque desde el punto de vista médico no sean exactamente lo mismo.

Sentado esto, hay que decir que, desde la Antigüedad, existen tres concepciones de la melancolía, dos de ellas vamos a decir “positivas”, y una tercera que calificaremos de “negativa”. Las positivas establecen una relación entre la melancolía, el genio y el humor, respectivamente, mientras que la negativa entiende la melancolía como una enfermedad.

A continuación, teniendo en cuenta todo lo anterior, voy a tratar de responder a las dos preguntas que se me plantearon como base de esta ponencia:

1ª pregunta: ¿Existe alguna relación entre la depresión-melancolía y el pesimismo filosófico?

Mi respuesta es afirmativa. En primer lugar, existe una relación entre el concepto positivo de la melancolía, como característica del genio y la teoría establecida por el pesimismo filosófico, desde Schopenhauer, sobre el genio. En segundo lugar, también existe una relación entre la melancolía y la teoría pesimista del humor, formulada por Julius Bahnsen.

A) Trataré, en primer lugar, de la melancolía como característica del genio. En esta concepción no se sostiene, por supuesto, que todo melancólico es un genio, pero sí que el individuo genial suele ser un sujeto melancólico.

El origen de esta conexión entre genio y melancolía se encuentra en el famoso Problema XXX de Aristóteles, en el que el Estagirita expone una imagen del melancólico que ha persistido a lo largo de milenios. La pregunta del problema es: “¿Por qué razón todos aquellos que han sido hombres de excepción, bien en lo que respecta a la filosofía, o bien a la ciencia del Estado, la poesía o las artes, resultan ser claramente melancólicos (μελανκολικοί), y algunos hasta el punto de hallarse atrapados por las enfermedades provocadas por la bilis negra?”[7]

Se sabe que dentro de los peripatéticos fue Teofrasto quien marcó al melancólico con el sello de la genialidad, en un escrito que se ha perdido, en el que partía de la theia manía de Platón.

Aristóteles achaca la melancolía al exceso de bilis negra en el cuerpo, que puede provocar parálisis, rigidez, depresiones o estados de ansiedad, cuando es fría, y éxtasis cuando se calienta. Dentro de estos sujetos de bilis cálida, hay que contar con las sibilas, los adivinos y los entusiasmados, cuya bilis es ardiente, mientras que los que muestran una bilis con calor moderado dan lugar a melancólicos “más razonables y menos anormales” (954 b), siendo estos últimos extraordinarios, “no a causa de una enfermedad, sino debido a su disposición natural”. Se trata, pues, de un sujeto que no se ve elevado por la posesión de un dios (Platón), sino que es genial y melancólico por naturaleza (dia physin). Lo que realmente distingue al carácter melancólico, según Aristóteles, no es ser un sujeto triste y aletargado, sino “la extrema movilidad, la rapidez de sus alteraciones”, de manera que la melancolía vendría a relacionarse con la lucidez, la excepcionalidad y la sensibilidad, adquiriendo un contenido nuevo y positivo, desde el cual puede reconocerse y explicar el fenómeno del “hombre genial”[8].

En la Edad Media, esa idea pasaría a Enrique de Gante (1217-1293), quien afirma que la melancolía vulgar afecta a aquellos individuos que sólo poseen talento matemático, sintiéndose incapaces de alzarse a las ideas platónicas, mientras que el melancólico genial está dotado para el pensamiento metafísico y es capaz de alzarse hasta lo absoluto.

Durante el Renacimiento, se hizo hincapié en la idea aristotélica del genio creador, como alguien dotado de temperamento melancólico. El responsable de esta concepción positiva de la melancolía-depresión fue Marsilio Ficino. Su libro De vita triplici (1489) marca un importante hito en la historia de la melancolía, pues afirma que este talante cae bajo el signo de Saturno, al tiempo que la entiende como fuerza positiva, como la pauta intelectual del genio, de manera que esta disposición anima a personas dotadas para la filosofía, la política, la poesía y las artes. Como afirma E. Panofsky, con Ficino se produce una “glorificación humanista de la melancolía”[9].

Las concepciones de Enrique de Gante y Ficino convergen en el famoso grabado de Alberto Durero Melancolía I (1514), epítome de ambas interpretaciones, y en el libro De las enfermedades melancólicas del médico de Enrique IV de Francia, André du Laurens, que abunda en la teoría de que la bilis negra recalentada produce un entusiasmo que induce al hombre a la filosofía y la poesía.

Ahora, la melancolía “es asociada a la posesión de un conocimiento particular, de un saber, de una verdad”[10]. Kant, por ejemplo, en sus Observaciones sobre lo bello y lo sublime (1764), realiza una loa a la melancolía, relacionándola con la búsqueda auténtica del saber, con la rigurosidad del filósofo y, además, con la capacidad de experimentar lo sublime, adelantándose con ello a los románticos, que la consideraron la inspiración principal para la creación artística. Hace unos días, el propio pintor español Luis Gordillo, víctima de una profunda depresión a sus 89 años, declaraba que esta le había proporcionado una energía especial a su última obra, que le permitía no sufrir tanto y encontrar en la pintura un respiro para evadirse[11].

Pues bien, este vínculo entre genio y melancolía pasa al pesimismo filosófico a través de A. Schopenhauer, quien, basándose en el pasaje de las Tusculanas de Cicerón (I, 33), en el que este se hace eco de la opinión aristotélica de que “todos los hombres geniales son melancólicos”, sostiene que el arte es “obra del genio”, no siendo “la genialidad otra cosa que la más perfecta objetividad”[12]. Dice Schopenhauer:

La aptitud predominante para el modo de conocimiento (…) del que nacen todas las auténticas obras de las artes, de la poesía e incluso de la filosofía, es propiamente lo que se designa con el nombre de ‘genio’”[13]. Este es alguien que, liberado de la voluntad y de las formas del principio de razón suficiente, puede intuir las ideas puras, las puras objetivaciones de la voluntad. Se trata de alguien dotado de una gran fantasía y en el que existe “una resuelta supremacía del conocer sobre el querer”[14]. La capacidad para liberarse de la voluntad y conocer intuitivamente las ideas, se traduce en una “clara mirada contemplativa” y una “serenidad”, que se compadece muy bien con la melancolía de los restantes rasgos faciales, magníficamente descrita por este lema de Giordano Bruno: ‘Sereno en la tristeza, triste en la serenidad”[15].

También Philipp Mainländer, en el segundo volumen de su Filosofía de la redención, afirma que:

Quien siente con mayor profundidad es el melancólico. Es capaz de la más elevada exaltación, que le conduce al séptimo cielo de los árabes, e igualmente del desánimo más inconsolable, que le empuja al décimo círculo del infierno dantesco. No existe ninguna otra individualidad que saboree hasta el fin lo bueno y lo malo como el melancólico. Ningún otro ánimo puede revolverse tanto como el suyo, pero tampoco hay ningún otro que pueda ser tan estable y calmo como el suyo. ¡Y cuán tranquilos y maravillosamente claros reposan en su fondo los ideales de la humanidad! Se parecen a la imagen de la luna reflejada en un tranquilo lago alpino. El repentino tránsito que experimenta el melancólico desde la más grande seriedad a la alegría más desenvuelta, puede compararse al repentino cambio del día y la noche en el desierto del Sáhara, donde al calor achicharrante le sigue inmediatamente un gélido frío y viceversa. Omnes ingeniosos melancólicos ese[16].

¿De dónde procede esta disposición contemplativa del genio melancólico-depresivo? La explicación que ofrece Schopenhauer es la siguiente:

[Como] la voluntad hace valer su predominio originario sobre el intelecto, este se sustrae más fácilmente al mismo bajo circunstancias personales desfavorables, porque se aparta con gusto de la adversidad para distraerse y entonces cuanta mayor energía concentra sobre el mundo externo, tanto más fácilmente se vuelve puramente objetivo. Una situación personal propicia opera justo al revés. Generalmente, la melancolía atribuida al genio se debe a que la voluntad de vivir, cuanto más iluminada se ve por el lúcido intelecto, tanto más claramente percibe la miseria de su estado. Este talante sombrío, que suele detectarse en los espíritus mejor dotados, tiene su símbolo en el Montblanc, cuya cima está casi siempre cubierta por las nubes: mas cuando a veces, sobre todo por la mañana temprano, el velo de las nubes se desgarra y la montaña enrojecida por la luz del sol mira sobre Chamonix desde su altura celeste sobre las nubes, entonces aparece un espectáculo ante el que se encoge el corazón de cualquiera. Así, el genio melancólico (…) muestra también de vez en cuando una serenidad peculiar, solo propia de él, que planea como un reflejo luminoso sobre su alta frente: sereno en la tristeza, triste en la serenidad”[17].

Parece claro que Schopenhauer y Mainländer estaban pensando en sí mismos como prototipos del filósofo pesimista melancólico y genial.

Para concluir este apartado, hay que mencionar que el propio Freud en Duelo y melancolía (1915), que trataré luego más detenidamente, afirma que el melancólico posee un saber especial, y percibe la verdad más claramente que otros sujetos no melancólicos, al “aproximarse considerablemente al conocimiento de sí mismo”, aunque no se entiende “por qué ha tenido que enfermar para descubrir tales verdades”[18].

En conclusión, desde este primer punto de vista, la melancolía, tal como la entiende el pesimismo filosófico, más que una patología, “es un estado de ánimo delicado, sutil y, las más de las veces, enriquecedor de la subjetividad”[19].

B) Pasemos ahora a ver la relación que existe entre la melancolía y la teoría pesimista del humor. En la Antigüedad también se estableció ya esta conexión. En la carta 18 del Pseudo-Hipócrates a Damageto, se nos cuenta una supuesta visita de Hipócrates a Demócrito, en la que este aparece como un viejo apagado, melancólico por naturaleza, que tenía a sus paisanos abderitas preocupados porque se reía incesantemente, a propósito de cualquier cosa, siendo esta risa aparentemente un signo de locura. Preguntado por Hipócrates, Demócrito le reveló que se reía porque la vida de los hombres es una sinrazón, carente de valor[20]. En este relato, la melancolía no se vincula con la tristeza y el aletargamiento, sino con el humor y la risa, que también se ponen de manifiesto en la vertiente burlona e histriónica del príncipe Hamlet, en el Siglo de Oro español o en el teatro del absurdo. Este enfoque cuestiona la visión lúgubre de la melancolía, pues afirma que el melancólico tiene una gran capacidad para la creación humorística, basada en su especial lucidez mental y su capacidad de penetración en la vida[21].

Pues bien, dentro del pesimismo filosófico, es Julius Bahnsen quien se ha hecho eco de una relación especial entre melancolía-depresión y humor. En el epígrafe 17, IV de su libro Mosaiken und Silhouetten (1877), distingue varios tipos de melancólicos: el hipocondríaco, que se cree presa de todas las enfermedades del mundo; el catastrofista (Grillenfänder), que no ve más que desgracias y catástrofes por todas las partes; el atormentador de sí mismo (Selbstquäler), que cree tener todos los defectos morales que afectan a los seres humanos, siendo injusto consigo mismo, y el sensible, que se ofende por cualquier cosa que hagan o digan los demás, imaginando en ellos intenciones que estos no tienen. El atormentador de sí mismo, proyectado a toda la humanidad, de lugar al misántropo y el individuo sombrío, que, apuntando al universo entero como objeto, deja paso al humor pesimista (pessimistische Laune)[22].

Es este último talante el que puede unirse al humor, que nunca puede concebirse sin cierto desgarramiento de la voluntad. Para el archipesimista Bahnsen, no existe ninguna redención posible; sólo el humor -que en su libro Lo trágico como ley del mundo y el humor como forma estética de lo metafísico (1877) convierte en la categoría estética más elevada- es la actitud vital que permite a nuestro espíritu la lucidez suficiente como para elevarse por encima de la miseria del mundo, haciéndonos soportable la vida y ayudándonos a superar la depresión. El humor, dice Bahnsen, consigue rebajar “la extrema tensión que supone el dolor de la existencia, sin el cual el individuo terminaría dando un salto, bien a la muerte, bien a la locura”[23].

También para Freud –un pesimista declarado y confeso, al menos en su última etapa-, el humor “es el más grandioso de los mecanismos defensivos”[24]. Para el psiquiatra vienés, curiosamente, en la melancolía y el humor se da una dinámica semejante: en el caso de la melancolía, el super-yo, instancia crítica del yo, efectúa una enérgica y cruel supresión del yo; en el humor, en cambio, aunque el sujeto deposita la energía en el super-yo, este, contra todo pronóstico, no castiga al yo, sino que lo consuela y, gracias a ello, logra liberarse. Por eso, el psicoanalista Paul-Laurent Assoun dice que “el humor funciona como filtro de la angustia de muerte y es más una formación reactiva de la disposición melancólica”[25]. Como afirma Carlos Gurméndez en su libro dedicado a La melancolía (1990), el humor permite “descubrir una comunidad de los hombres en el dolor, una esperanza liberadora y, a la vez, la suprema alegría de vivir”[26].

Con esto, pasaré a la segunda pregunta en torno a la cual gira esta intervención:

2ª pregunta: ¿El pesimismo filosófico contribuye a profundizar el estado depresivo o melancólico, pudiendo conducir al suicidio, o, por el contrario, el pesimismo filosófico puede ayudar a aquellos a los que abruma la depresión melancólica a enfrentarse a ella y superarla?

Como dije anteriormente, existe una tercera concepción, que interpreta la melancolía negativamente como una enfermedad. Es una “historia triste” de la melancolía, una tradición patologizadora de la misma, que es la que predomina en nuestros días y da una visión peyorativa e incluso satanizadora del melancólico. Los antecedentes de esta concepción de la melancolía se encuentran en la antigua medicina hipocrática, en la que la melancolía (del griego μελας: “negro” y κολέ: “bilis”) era uno de los cuatro humores distinguidos por Hipócrates de Cos. El exceso de bilis negra en ciertos sujetos, atrabiliarios (“atrabilis”: bilis negra en latín) les proporciona un comportamiento abatido, apático, que se pone de manifiesto mediante el miedo y un sentimiento de tristeza[27]. “Si el temor y la tristeza perseveran mucho tiempo, esto indica melancolía”, decía Hipócrates[28].

Algún médico antiguo, como Rufo de Éfeso (s. I d. C.) achacaba la melancolía a un exceso de pensamiento (“multa cogitatio et tristitia faciunt accidere melancoliam”[29]). Galeno de Pérgamo, por su parte, acentúa el factor del miedo y a la vez el deseo de muerte del melancólico. Dice que los melancólicos creen que la vida es mala y odian a los demás, aunque no todos quieren morirse; para algunos de ellos, el miedo a la muerte es la preocupación fundamental; otros, paradójicamente, temen a la muerte a la vez que la desean[30]. Pablo de Egina, médico bizantino del siglo VII, en su libro Epítome o Memorandum, abunda en esta concepción, diciendo que los “síntomas comunes a todos los melancólicos son el miedo, la desgracia y la misantropía”.

Este enfoque fue oscureciéndose durante la Edad Media. San Isidoro de Sevilla, en las Etimologías, afirma: “Se dice ‘malo’ por la bilis negra, que los griegos llaman μελαν; de donde procede que se llame también melancólicos a los hombres que no solo rehúyen el trato humano, sino que desconfían incluso de sus amigos queridos”[31]. También los médicos árabes se ocuparon de la melancolía, acentuando aquellas actividades del alma racional (pensamiento arduo, fantasía, juicios) que, cuando se exceden -por ejemplo con la lectura de libros de filosofía-, pueden hacer caer en la melancolía.

En el ámbito cristiano, por su parte, la melancolía fue desprestigiada hasta el punto de convertirla en una tentación demoníaca y un nefando pecado. Juan Damasceno la definía como “cierta tristeza que apesadumbra, es decir, una tristeza que deprime de tal manera el ánimo del hombre, que nada de lo que hace le agrada”, y Constantino el Africano (1010-1087) califica al melancólico de “envidioso, triste, codicioso, avaro, desleal, triste y de tez terrosa”, al tiempo que Hildegard von Bingen relacionaba el humor melancólico con la caída del hombre[32]. Poco a poco, la melancolía pasó a ser considerada como una de las tentaciones o pecados inducidos por el demonio, al que llamaban acedia, acidía o taedium cordis. La acedia o el demonio meridiano, acomete a los monjes a la hora sexta (12 h. del mediodía); es un tipo de pensamiento inducido por el demonio, por el cual “el día le resultaba intolerantemente largo [al sujeto] y la vida desoladoramente vacía (…) [haciéndole] preguntarse si esta tiene algún sentido (…) y hundiéndole en las negras profundidades de la desesperación y el consternado descreimiento”[33]. Tomás de Aquino, en la cuestión 35 de la Parte II, 2a. de la Suma Teológica, la considera nada menos que un pecado mortal y capital, que se opone al bien espiritual procedente de Dios, porque “llega hasta la razón, consistiendo en la huida, el horror y la repulsa del bien divino (…), al que la mente debe prestar necesariamente su adhesión”; además, la acidia implica una impía “divagación de la mente por lo vedado y lo ilícito” (artículo 3)[34]. No hay que extrañarse de que Chaucer (1343-1400) en El cuento del clérigo, califique a la melancolía de un “catastrófico vicio del espíritu”, que hace al hombre “aletargado, pensativo y grave”.

Esta línea triste de la melancolía culmina en la famosa Anatomía de la melancolía (1621) de Robert Burton (1577-1640). Según Burton, el temperamento melancólico es el ápice de todas las desdichas de la vida y los dolores que esta causa exceden todo lo imaginable. La obra de Burton -no exenta, por lo demás, de ciertos matices humorísticos- coincidirá con tres de los principales arquetipos del melancólico: Hamlet, D. Quijote y el músico John Dowland (1563-1626), con su lema “Semper Dowland, semper dolens” y las composiciones contenidas en sus Lachrimae or Seven Tears.

Poco a poco, esta concepción diríamos “pecaminosa” de la melancolía fue desplazada por una concepción mecanicista y energética, quedando adscrita al ámbito de las enfermedades nerviosas. Los responsables de este cambio fueron los médicos Thomas Willis (1621-1675), William Cullen (1710-1790) y Richard Blackmore (1654-1729), quien utilizó en 1725 por vez primera el término “depresión” para referirse a la melancolía.

Aunque la melancolía tuvo una versión bastante fecunda, de la mano del llamado spleen o esplín -mal al que Tomás de Iriarte (1750-1791) definía de este modo: “Es el mal humor, manía, displicencia, / es amar la aflicción, perder el tino, / aborrecer un hombre su existencia, / renegar de su genio y su destino”, y que tendrá una proyección en las Noches lúgubres (1789-1790) de José Cadalso (escritas con ocasión del fallecimiento de su amada María García Ibáñez), o en El spleen de París (1869) de Ch. Baudelaire (1821-1867), que caracteriza al individuo afectado por este mal como alguien que, presa de la desesperanza, busca estar donde será, con tal de que sea lejos de este mundo[35], e incluso en ciertos rasgos del propio superhombre nietzscheano, según sostiene Manuel Castro Santiago[36]-, lo cierto es que, a partir de este momento, y a lo largo de todo el siglo XIX, la melancolía-depresión fue escorando cada vez más hacia el ámbito del trastorno psicológico, dejando de lado los aspectos espirituales, demoníacos o creadores de la misma, que quedaron relegados al terreno de la literatura o el arte (sirvan de ejemplo los cuadros de P. Gauguin y de E. Munch titulados Melancolía, pintados en 1891 y 1893, respectivamente).

Llegamos así a la transformación del melancólico o depresivo en un sujeto enfermo, que culmina en Freud[37], quien, sobre todo, caracterizará a la melancolía vinculándola al duelo y al dolor por una pérdida.

En el Manuscrito G, redactado hacia 1895, Freud habla de que “el afecto correspondiente a la melancolía es el del duelo o la aflicción, es decir, el anhelo de algo perdido. Por consiguiente, en la melancolía probablemente se trate de alguna pérdida: una pérdida de la vida instintual del propio sujeto. (…) La melancolía consistiría en el duelo por la pérdida de la libido. (…) [Sus efectos serían] la inhibición psíquica, un empobrecimiento espiritual y el dolor consiguiente”[38].

En Duelo y melancolía, escrito en 1915, abunda en esta descripción, afirmando que “la melancolía se caracteriza psíquicamente por un estado de ánimo profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de todas las funciones y la disminución del amor propio. Esta última se traduce en sospechas y acusaciones, de que el paciente se hace objeto a sí mismo, y puede llegar a una delirante espera de castigo”[39], relacionando la melancolía, de nuevo, “con una pérdida de objeto sustraída a la conciencia”, una “pérdida desconocida”[40], que Freud interpreta, en base al narcisismo y una ambivalencia amor-odio, como una hemorragia libidinal producida por la pérdida de un objeto amado, con el que el sujeto se había identificado, de manera que ahora la pérdida del objeto y el odio hacia el mismo se convierten en odio y aversión hacia el yo, los cuales, traducidos en continuos reproches y sádicos autocastigos, puede conducir incluso al suicidio, siendo el acto suicida el resultado de la vuelta sobre el sujeto del impulso agresivo dirigido contra el objeto perdido.

En el marco psicoanalítico, por consiguiente, el trabajo a realizar sobre la melancolía-depresión es tratar de superar la crisis que produce la tristeza por el objeto perdido. Aquí se abren dos caminos: 1º) que el trabajo del melancólico sea útil, y aproveche la crisis melancólica como fuente para la creación e incluso para adoptar una actitud diríamos “revolucionaria”, que caracteriza el afán de perfección de los hombres excepcionales y la lucha por realizar un ideal, haciendo del melancólico alguien crítico, “radicalmente insobornable en esta sociedad en la que se multiplican los objetos de consumo, [ya que] incapaz de disfrutar, ni produce ni consume”[41]: se trata de la posición creadora, propia de artistas o filósofos, a veces geniales, que antes hemos descrito; 2º) o que, por el contrario, el trabajo del melancólico para superar el pesar producido por la pérdida del objeto sea inútil, porque no concluye, de manera que la crisis melancólica no tiene un final feliz. Cuando esto sucede, según Lacan, el melancólico, renunciando al deseo fracasado, cae en la inmovilidad, detiene el proceso de la vida y esto le puede conducir a buscar la muerte mediante el suicidio.

Pues bien, vamos a ver si el pesimismo filosófico se muestra también inútil a la hora de ayudarle al depresivo a la hora de luchar contra la melancolía, o si, por el contrario, se trata de una teoría filosófica que puede resultarle positiva y beneficiosa. Vamos a ver que, según los principales representantes de esta corriente de pensamiento, se trata precisamente de esto último.

En su ensayo ¿Es el pesimismo desconsolador? (1876), Eduard von Hartmann señala que el pesimismo, entendido como una simple actitud de fastidio universal (Weltschmerz), fruto de un “impotente hastío” y “característico de esas blandas almas de molusco, a las que les faltan los huesos y los músculos para resistir, y cuyo ultrasensible sistema nervioso se derrumba, enfermizo, ante el más leve contacto, solazándose, no obstante, con verdadero placer en la profundidad de su preciado dolor”, característico de “individuos anormales psíquica y físicamente”[42], puede servir, desde luego, como un acicate de la depresión (a la que Hartmann llama “discolia”), contribuyendo a agudizarla; pero no por ello, dice Hartmann, el pesimismo filosófico pierde su valor, en lo que se refiere a sus principios y contenidos. Según Hartmann, la depresión no es una consecuencia de la cosmovisión pesimista, sino una cuestión de carácter, de manera que en aquellos caracteres que no estén inclinados a ella “el pesimismo no actuará en absoluto, en y por sí mismo, para enajenarles el disfrute real de la vida”, sino que “solo les prevendrá del disfrute ilusorio, que aporta más displacer que placer”[43].

En este sentido, el pesimismo filosófico, en base al cual alguien cobra definitivamente conciencia de que en el mundo y en la vida predomina la suma de displacer sobre el placer, implica una notable ventaja vital, ya que, según este filósofo “todo avance está ligado al crecimiento de la conciencia y la destrucción de las ilusiones”[44], de manera que quien ha adquirido la certeza de que el hombre en general y él en particular no ha nacido para ser feliz, no podrá sino mostrar un sano “desengaño preventivo” frente a la vida y la afrontará con ánimo, sin desesperarse ante eventuales frustraciones. En este sentido, el pesimismo equivale a un pharmakon sumamente eficaz contra la depresión.

Además, para E. v. Hartmann el pesimismo no debe conducir al quietismo, a esa indolencia propia, como hemos visto, de la melancolía y la depresión, sino a “una afirmación más enérgica de la vida práctica”[45]. Por eso, afirma que:

Para aquel que aún tiene ánimo y hombría para mirar de frente al dolor tanto presente como futuro, reconociéndolo como provisionalmente inevitable, sin que se derrumbe su espíritu, no puede haber ningún motivo mejor para fomentar la actividad más esforzada que contemplar la posibilidad de llegar, mediante tal actividad, a una meta donde finalmente el dolor quede superado, mientras que mantenerse inactivo asegura un dolor que jamás tendrá fin[46].

El pesimismo, por consiguiente, le abre la puerta al depresivo para salir de sí mismo y de su dolor, y a darse cuenta, o cobrar conciencia, de que su dolor no solo es suyo, sino de todos los demás, le impulsa a paliar, en la medida de sus fuerzas, ese dolor, aun a sabiendas de que en sí mismo no puede erradicarse por completo. El pesimismo, al mostrarle al sujeto que todos los seres humanos participan del sufrimiento, abre paso a la acción para disminuir el monto del mal en el mundo, y por tanto a la ayuda solidaria, basada en el imperativo de la comprensión y del amor. En este sentido, el pesimismo filosófico es la versión moderna de la antigua transformación alquímica: según los alquimistas, es necesario pasar primero por la fase de la nigredo, es decir, la completa desesperación y la destrucción de todas las ilusiones de felicidad, para descubrir el oro, la piedra filosofal, el elixir de la vida, basado en la ayuda mutua y el amor.

Esta tesis, en realidad, ya había sido anticipada por la esposa de Eduard von Hartmann, Agnes Taubert, en su libro El pesimismo y sus adversarios, de 1873. En el último capítulo del mismo, titulado “El pesimismo y la vida”, realmente aleccionador, Agnes nos ofrece una argumentación semejante, señalando que para el individuo melancólico o depresivo, el pesimismo puede catalizar su depresión y llevarle a caer en picado, haciéndole la vida insoportable y conduciéndole, en ocasiones, al suicidio. Pero eso será así en almas ya enfermas, dice ella, presas de la discolia. Si alguien así no puede salir de esa situación, siempre le queda la salida suicida; pero Taubert cree que el pesimismo, entendido correctamente, puede tener más bien un efecto positivo y vigorizador, incluso sobre el más desesperado. En general, dice ella, el melancólico cae en la depresión, porque se vio seducido por la ilusión de que vivimos para ser felices, y cuando se da cuenta de que no es así, se hunde; pero esto se debe a causas endógenas y no a la filosofía pesimista; en realidad, dice Taubert, una doctrina como la pesimista, que parte de la base de que nadie puede ser nunca plenamente feliz, hace que el sujeto esté prevenido contra las falsas ilusiones, de manera que disfruta de los bienes que posee, lucha porque estos se conserven e incluso aumenten en la medida de lo posible, y dirige todas sus fuerzas hacia un objetivo: que el sufrimiento y el dolor que hay en el mundo se reduzcan al mínimo. Dándose cuenta de que el sufrimiento que él padece lo comparten muchísimos seres humanos, el melancólico saldrá de su depresión y liberado de los límites que le marca su padecimiento personal “[dejará de esperar] ninguna felicidad, [tendiendo] sólo (…) a hacer soportable la vida”, encontrando de paso “alegrías inesperadas (…) que, ciertamente, no iluminan una oscura y desesperanzada noche, pero contribuyen a dulcificarla un poco”[47].

Así interpretado, el pesimismo filosófico se puede convertir en “uno de los consuelos más grandes que le están reservados a la humanidad”[48] en general y al depresivo en concreto. Le hace comprender que, dado que no se puede alcanzar la felicidad completa, y habida cuenta de que lo único cierto es el sufrimiento, “no queda otra cosa que ocuparse de [ese] sufrimiento, es decir, dominarlo y luchar con él, hasta que este quede reducido, en la medida de lo posible, a la nada”[49]. Desde este punto de vista, el pesimismo filosófico “se muestra de una manera manifiesta como el estimulante más activo, no solo para soportar [la vida], sino también para alcanzar una plenitud vital verdaderamente digna del ser humano”[50].

Taubert le recomienda, por tanto, al melancólico o depresivo que se entregue a la vida, con todas sus preocupaciones y sinsabores, y se muestre solidario en la lucha contra el sufrimiento común, pues esta entrega “nunca dejará que aparezca el sentimiento de vacío, o de carencia de valor de la propia existencia, y seguramente curará, o prevendrá por completo, la desesperación, la amargura, la desilusión y el lacrimoso desgarramiento del alma”[51]. De todo ello concluye Taubert que “el pesimismo teorético en modo alguno tiene un efecto desfavorable sobre el bienestar del ser humano”[52] sino que, muy al contrario, puede contribuir a que se cure de su depresión.

Para terminar, vamos a romper una lanza a favor del pesimismo filosófico, en lo que se refiere al suicidio, que, como sabemos, suele ser la salida más trágica que algunos adoptan ante la melancolía y la depresión.

Por supuesto que para la filosofía pesimista, el suicidio no es éticamente censurable, pero esto no significa, ni mucho menos, que lo recomiende ni lo fomente, al contrario de lo que se suele pensar (al menos en lo que se refiere al pesimismo contemporáneo, porque parece que en el antiguo sí fue así, como nos cuentan de Hegesias de Cirene).

Schopenhauer, en el § 59 del primer volumen del MVR, sostiene que el suicidio no es recomendable. Desde luego, si la alternativa hamletiana “ser o no ser” pudiese decidirse con certeza a favor de lo segundo, habría que escogerla de inmediato; pero hay algo que nos detiene la mano, como le sucede a Hamlet, pues la muerte puede que no sea el fin definitivo, sino que presentimos que aún podría aguardarnos todavía peor que esta vida después de ponerle fin. Para Schopenhauer, lo que el suicida elimina es su individualidad fenoménica, pero no la voluntad de vivir que se halla detrás de ella, que es eterna. El desesperado que se mata, por tanto, comete un error de cálculo, pues su acto, al contrario de lo que él cree, no acaba con su sufrimiento, sino que lo prolonga indefinidamente; por eso, el suicidio no es recomendable. Sólo el conocimiento -como se dijo antes- de que mi sufrimiento no es exclusivamente mío, sino también de los demás, conduce a la compasión y, por medio de ella, a la negación del egoísmo de la voluntad.

Y lo mismo cabe decir del que se suele considerar como el máximo representante de la conexión entre pesimismo, depresión y suicidio: Philipp Mainländer, dado que él mismo puso fin a su vida, tras recibir los primeros ejemplares impresos de su Filosofía de la redención en 1876. En realidad, esta supuesta apología del suicidio por parte de Mainländer es fruto de un craso desconocimiento de su obra filosófica. Como es sabido, para Mainländer lo que late detrás de la voluntad de vivir individual es una voluntad de morir inconsciente, por la cual todo ser desea, en el fondo, morir, es decir, la aniquilación. Ese deseo puede consumarse de tres maneras: de forma rápida, mediante el suicidio; mediante la castidad, que impide la reproducción del individuo y, en fin, mediante la dilapidación de nuestras fuerzas a través de una vida corta, vivida con la máxima intensidad posible: este último camino es el que siguen muchos jóvenes, que viven al máximo, “a tope”, buscando la muerte inconscientemente, como le sucede al joven pintor Otto von Dühsfeld, uno de los personajes de la novela filosófica Rupertine del Fino.

Mainländer no descarta ni el primer ni el último camino a la redención, ni tampoco censura el suicidio, llegando incluso a rebatir algunos de los argumentos que contra él se han esgrimido; pero deja claro que su filosofía de la redención no exhorta a poner fin a nuestra vida[53], ya que el suicidio acaba, sí, con el sujeto individual, pero no contribuye en nada en lo que se refiere a suprimir el sufrimiento colectivo. Por eso, el camino que ha de seguir el verdadero filósofo pesimista es el camino de la castidad, que es el que adopta el otro protagonista masculino de la novela anteriormente citada, el filósofo Wolfgang Karenner. Este constituye el prototipo de lo que Mainländer considera el hombre superior, el héroe sabio, que renuncia a morir para ayudar al resto de la humanidad a reducir su sufrimiento, mediante la ayuda solidaria y la propagación del ideal de la virginidad.

Después de todo lo dicho, creo haber probado que el pesimismo filosófico no es un acicate para la depresión, sino que, por una parte, la interpreta positivamente, como un ocasional estimulante de la creación artística y de la reflexión filosófica, en el marco de la doctrina del genio, y, por otra, puede contribuir a superar el estado depresivo, reconduciendo la psique del sujeto hacia un compromiso solidario con los demás y con el mundo. Así pues, voy a reinterpretar a mi manera el conocido título del famoso libro de Lou Marinoff Más Platón y menos Prozac, proponiendo el siguiente lema: “Más pesimismo filosófico y menos Prozac”. Creo que con el cambio, saldremos ganando. Muchas gracias por su amable atención.



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[1] Cf. ROSSET, C.: Travesía nocturna. Episodios clínicos. Elipsis, Barcelona, 2006, pp. 13-14. [2] Cf. JACKSON, S. W.: Historia de la melancolía y la depresión. Desde los tiempos hipocráticos a la época moderna. Turner, Madrid, 1989, p. 363. [3] LYNCH, E.: “El sueño de la razón”, posfacio a: ROSSET, C. Travesía nocturna. Episodios clínicos. Op. cit., p. 142. [4] Ibid., pp. 150-151. [5] Ibid., p. 155. [6] Cf. FERRÁNDEZ, Francisco: “La melancolía, una pasión inútil”, en: Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq., 2007, vol. XXVII, n.º 99, pp. 169-170. [7] ARISTÓTELES: El hombre de genio y la melancolía. Trad. de C. Serna. Quaderns Crema, Barcelona, 1996, p. 79. [8] Cf. HORACIO DE FEITAS, Juan: “Elogio de la melancolía: una historia marginal de la bilis negra”, en: Daimon. Revista Internacional de filosofía, Suplemento 5 (2016), p. 821. [9] KLIBANSKY, R. / PANOFSKY, E. / SAXL, F.: Saturno y la melancolía, Alianza, Madrid, 2006, p. 80. [10] HORACIO DE FEITAS, Juan: “Elogio de la melancolía: una historia marginal de la bilis negra”, op. cit., p. 820. [11] “Entrevista con Luis Gordillo”, El País Semanal, 2448, 27-08-23, pp. 64-65. [12] MVR I, pp. 275-276. [13] MVR II, p. 304. [14] MVR I, 277-279. [15] MVR II, p. 369. [16] MAINLÄNDER, Ph.: Filosofía de la redención, Xorki, Madrid, 2014, p. 409. [17] MVR II, pp. 371-372. [18] FREUD, S.: Duelo y melancolía, en: Obras completas, II, Biblioteca Nueva, Madrid, 1981, p. 2093. [19] GURMÉNDEZ, C.: La melancolía. Espasa Calpe, Madrid, 1990, p. 117. [20] Pseudo-Hipócrates: Do Riso e da locura [Sobre la risa y la locura], Padroẽs Culturais, Lisboa, 2009, pp. 25-26. [21] HORACIO DE FEITAS, Juan: “Elogio de la melancolía: una historia marginal de la bilis negra”, op. cit., pp. 824-826. [22] Cf. BAHNSEN, J.: Mosaiken und Silouetten. Hrsg. v. W. H. Müller-Seyfarth, VanBremen VerlagsBuchhandlung, Berlín, 1995, pp. 159-160. [23] BAHNSEN, J. Lo trágico como ley del mundo y el humor como forma estética de lo metafísico, PUV, Universitat de València, 2015, p. 146. [24] FREUD, S.: El humor, en: Obras completas. Vol. XXI, Amorrortu, Buenos Aires, 1978-1985, p. 4. [25] ASSOUN, P. L.: “L’inconscient humoriste”, en: L’humeur, 131 (septiembre, 1992), pp. 51-68. [26] GURMÉNDEZ, C.: La melancolía, op. cit. p. 73. [27] Cf. SIGERIST, H.: History of the Medicine, Oxford University Press, New York, 1961, vol. 2, p. 323, y DOMÍNGUEZ GARCÍA, V.: “Sobre la melancolía en Hipócrates”, en: Psicothema, 1991, Vol. 3º, nº. 1, pp. 259-267. [28] HIPÓCRATES, Aforismos, IV, 23, en: Tratados hipocráticos, Vol. I, Madrid, Gredos, 1990, p. 326. [29] De cogitatione melancolica, en: RUFO DE ÉFESO, Obras, p. 455. [30] Cit. en: ZILBORG, G.: Asklepiades of Rome, Chess, 1972, p. 182. [31] ISIDORO DE SEVILLA: Etimologías, X, 171. Trad. de L. Cortés y Góngora, Madrid, BAC, 1951, p. 121. [32] KLIBANSKY, R. / PANOFSKY, E. / SAXL, F.: Saturno y la melancolía, op. cit., p. 97. [33] HUXLEY, A.: On the margin: Notes and Essays, 1923. [34] TOMÁS DE AQUINO: Suma teológica. hjg.com.ar/sumat/c/c35.html. [35] BAUDELAIRE, Ch.: Anywhere out of the world. En alguna parte fuera del mundo, XLVIII, El spleen de París, 1869, p. 155, y Spleen IV, en: Las flores del mal, 1848. [36] CASTRO SANTIAGO, Manuel: Las metáforas de la melancolía. Un acercamiento desde la filosofía, la literatura y las artes plásticas. Tesis doctoral. Departamento de Didáctica de las CC. y Filosofía. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Huelva, 2011. [37] HORACIO DE FEITAS, Juan: “Elogio de la melancolía: una historia marginal de la bilis negra”, op. cit., pp. 818-819. [38] FREUD, S.: Manuscrito G., en: Los orígenes del psicoanálisis. Obras completas, III, Biblioteca Nueva, Madrid, 1981, pp. 3503-3507. [39] FREUD, S.: Duelo y melancolía, op. cit., p. 2091. [40] Ibid., p. 2092. [41] FERRÁNDEZ, Francisco: “La melancolía, una pasión inútil”, op. cit., p. 181. [42] HARTMANN, E. v.: “¿Es el pesimismo desconsolador?”, en: Hénadas, 2 (2022), pp. 155-156. [43] Ibid., p. 156, nota 2. [44] Ibid., p. 157. [45] Ibid., p. 158. [46] Ibid., p. 159. [47] TAUBERT, A.: El pesimismo y sus adversarios, Sequitur, Madrid, 2023, pp. 85-86. [48] Ibid. [49] Ibid., p. 87. [50] Ibid., p. 90. [51] Ibid., p. 90. [52] Ibid., p. 99. [53] MAINLÄNDER, Ph.: Filosofía de la redención, op. cit., p. 360.

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