EL VITALISMO ESTÉTICO DE NIETZSCHE: ¿UNA “SUPERACIÓN” DEL PESIMISMO?
- manuelperezcornejo
- 8 ago
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EL VITALISMO ESTÉTICO DE NIETZSCHE: ¿UNA “SUPERACIÓN” DEL PESIMISMO?
(Conferencia del II Seminario Internacional Schopenhauer y Nietzsche: Del pesimismo al vitalismo, Universidad Autónoma del Estado de México, 30-04-2025)
En primer lugar, quisiera agradecer a Miguel García y a la Universidad Autónoma del Estado de México su invitación para participar en este II Seminario Internacional, dedicado a analizar el tránsito del pesimismo de Schopenhauer al vitalismo de Nietzsche.
También quiero saludar al profesor Ricardo Espinoza Lolas, al que conozco desde hace tiempo por sus magníficos trabajos en torno a Zubiri, un filósofo cuya afinidad con Nietzsche ha sido destacada por varios estudiosos, como Jesús Conill y él mismo. Es para mí un honor compartir esta sesión con él, pues estoy seguro de que su aportación al Seminario me va a resultar extremadamente provechosa.
En mi intervención voy a describir primero lo que llamo el “vitalismo estético” de Nietzsche y su crítica al pesimismo, para luego, al final, exponer mis dudas acerca de que dicho vitalismo suponga una auténtica superación del pesimismo.
La filosofía de Nietzsche es un vitalismo, es decir, una filosofía que hace de la vida la fuerza primigenia o energía fundamental, que se encuentra en constante devenir y transformación. Para Nietzsche la vida es una potencia cruel y destructiva, pero también fuente de un potente impulso creador. Es importante precisar que, en la filosofía nietzscheana, la vida no se identifica con un simple mecanismo biológico, sino que incluye todas las manifestaciones de la realidad, tanto naturales como humanas, incluyendo el arte, el Estado, la religión, o la propia filosofía, que, para Nietzsche es siempre expresión de la vitalidad, pujante o debilitada del filósofo que la ha creado.
Conforme a lo dicho, la vida se convierte para Nietzsche en el criterio de valor supremo; por eso, él distingue entre “vida ascendente”, es decir, potente, elevada, creadora, y “vida decadente”, caracterizada por la reactividad, la pérdida de fuerza, de energía y vigor.
Quiero señalar aquí, antes de continuar, que el vitalismo nietzscheano cuenta con un precedente muy interesante en la Península Ibérica: esto hablando del curioso y excelente libro de Pompeyo Gener La muerte y el diablo, redactado en 1875, aunque publicado en 1880, donde el filósofo barcelonés expone una refutación del pesimismo y una afirmación de la vida que resultan estrictamente paralelas a las desarrolladas por Nietzsche a partir de 1876.
Pues bien, arrancando de estos presupuestos vitalistas, Nietzsche lleva a cabo una crítica radical de la cultura occidental, que, a su juicio, se encuentra en decadencia, porque, desde sus inicios en Grecia, ha adoptado una actitud excesivamente intelectual, obsesivamente anclada en principios y conceptos abstractos, que resulta hostil al devenir de la vida. Aunque cabe especular que esta deriva abstracta ya se encontraría en lo que Nietzsche llama el “egipticismo” característico de civilizaciones anteriores a la griega, él centra su análisis de los orígenes de la decadencia, como acabo de decir, en la cultura helena, ya que esta es la que él, por su formación como filólogo, conocía mejor.
Nietzsche lleva a cabo una genealogía de la crisis que atraviesa la cultura occidental en nuestra época y cree encontrar sus inicios primero en el platonismo, luego en el cristianismo (un platonismo vulgarizado, “para el pueblo”), más adelante en el racionalismo y el idealismo (Kant, Hegel), luego en el pesimismo (Schopenhauer, Eduard von Hartmann, Julius Bahnsen, Philipp Mainländer) y, por último, en la ciencia moderna.
En El nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música (1872) —titulado a partir de 1886 El nacimiento de la tragedia o Grecia y el pesimismo—, Nietzsche, influido por la estética wagneriana, la filosofía de Schopenhauer (del que por aquel tiempo era un partidario “casi antipático”, como dice la filósofa austríaca Helene von Druskowitz) y las lecciones sobre la Historia de la cultura griega de Jacob Burckhardt (proyectadas en 1860, escritas en 1869, y leídas por primera vez ante un público del que formaba parte Nietzsche en 1872), interpreta la tragedia griega, como es sabido, desde las categorías estéticas de lo apolíneo (símbolo de la razón, el equilibrio y la armonía) y lo dionisiaco (símbolo de lo orgiástico, lo inconsciente, lo instintivo y la vitalidad desbordada). Hay que decir que, entre las fuentes inspiradoras de esta dualidad de conceptos estéticos nietzscheanos, se encuentra el antagonismo que había establecido Eduard von Hartmann en su Filosofía de lo inconsciente (publicada en 1869 y leída por Nietzsche), entre los dos principios que se agitan en el seno de lo absoluto inconsciente, y de cuyo conflicto surge el doloroso proceso de lo real, a saber: la representación (Vorstellung), equivalente riguroso de lo apolíneo, y la voluntad (Wille), cuya violenta y cruel irracionalidad se identificarían con lo dionisíaco.
Igual que Burckhardt, Nietzsche considera que los griegos fueron un pueblo que adolecía de un profundo pesimismo, pero, a pesar de ser conscientes del carácter terrible de la existencia, fueron capaces de hacerla soportable creando un bello mundo ilusorio de representaciones artísticas (especialmente en la tragedia), que expresaban el perfecto equilibrio alcanzado en su cultura entre lo apolíneo-formal y lo dionisiaco-vital. Lo ideal y lo real, el “cielo” y la “tierra” no se hallaban separados en el arte trágico, formando ambos una unidad plena, un círculo eterno. También los filósofos preplatónicos —como él los llama en las lecciones que impartió entre 1872 y 1873—, fueron capaces de elaborar una síntesis estética entre ambos principios, pues, aunque algunos, como Anaximandro y Empédocles, se caracterizaron por su pesimismo, otros, como el genial Heráclito, propusieron una filosofía que sintetizaba magistralmente el ser y el devenir, la razón y la vida, en el seno del eterno fluir de la naturaleza, y en la que se pronunciaba un rotundo sí al mundo y a la existencia.
Para Nietzsche, Sócrates en filosofía y Eurípides en el ámbito teatral, fueron quienes pusieron fin al bello equilibrio trágico, poniendo en entredicho el valor de la vida, al promover una desmesurada potenciación de la lógica, la dialéctica y la razón (Apolo), frente a la vida (Dionisos). La crítica de Sócrates y la razonadora verbosidad de los personajes de Eurípides contribuyó, según Nietzsche, a escindir el alma del cuerpo y a considerar la razón como el único camino para conseguir la virtud y la excelencia personal (areté), instaurando con ello la desconfianza hacia el cuerpo, los instintos y las pasiones.
Platón, por su parte, tras destruir las tragedias que había compuesto en su juventud (Diógenes Laercio, Vidas, III, 1-2), consumó el error de su maestro Sócrates, al desgajar la realidad en dos universos e inventar el “mundo verdadero" de las ideas abstractas frente al mundo "aparente" sensible, al que desde ese momento se pasó a considerar como falso y engañoso, negando el testimonio de los sentidos.
Desde entonces, el error de la metafísica occidental ha consistido en justificar los valores morales y los conceptos abstractos creando un supuesto mundo superior, "verdadero" e "ideal", opuesto al mundo de la vida, que se niega como falso. Este error proviene de lo que Nietzsche denomina el “fetichismo de lenguaje” y la “creencia en la gramática”, es decir, de haber considerado al lenguaje como algo autónomo, de modo que los conceptos de "lo justo", "el bien", los números o figuras geométricas, etc., parecen designar entes verdaderos, existentes por sí mismos, cuando en realidad no son más que palabras vacías. En esto desemboca, precisamente, el “egipticismo” anteriormente mencionado: los filósofos recurren a conceptos, en lugar de emplear metáforas, para describir la realidad de una forma estática, unívoca y definitiva, convencidos de que todo lo que cambia o deviene es una realidad imperfecta o de segunda clase. Ha sido tal “egipticismo” el que ha llevado a la filosofía occidental a elaborar un repertorio de conceptos religiosos, metafísicos o científicos puramente formales, con la absurda pretensión de que contienen lo más auténtico y granado de la realidad, cuando no son más que simples “momias conceptuales”, un “columbario” que alberga un mísero osario polvoriento, desprovisto de vida.
Para Nietzsche, en cambio, en la vida no existen verdades absolutas, ni una "cosa en sí" frente a los fenómenos, sino que los fenómenos, las apariencias, son lo único existente. La teoría de la verdad que él propone es, por consiguiente, un perspectivismo, que considera “verdaderas” aquellas perspectivas o interpretaciones que permiten potenciar o aumentar el valor de la vida, y falsas las que le restan potencia y vigor. La consecuencia de esta teoría, que se inspira directamente en la sofística, en Maquiavelo y en el pesimista Leopardi (que consideraba la ilusión como esencial para la dinámica de la vida), es que la mentira, el error y la ilusión resultan indispensables para mantener la vida, mientras que la voluntad de conocer la verdad a toda costa, puede encerrar, como afirma Nietzsche en el § 344 de La Gaya Ciencia (1882, 2ª ed. 1886), una “voluntad de muerte”, letal para la vida. Ni qué decir tiene que la idea de “voluntad de muerte” la recoge Nietzsche, resignificándola, del filósofo pesimista Philipp Mainländer, cuya Filosofía de la redención había leído en 1876.
Así pues, la metafísica, la religión y la ciencia, así como el "mundo verdadero" que postulan, son errores, engaños, ilusiones del lenguaje; pero engaños necesarios: el hombre, temeroso ante un mundo hostil, se vio obligado a detener el devenir, el cambio, para sobrevivir, fijándolo en conceptos lingüísticos como "sustancia", "ser", "forma", "idea", “número”, “espacio”, “tiempo” … Pero Nietzsche deja bien claro que estos conceptos abstractos no son otra cosa que metáforas dotadas de utilidad vital, por lo que, una vez cumplida su función, tienen que ser desechadas y sustituidas por otras más ajustadas al devenir.
Sin embargo, en la cultura occidental ha sucedido justo lo contrario: han sido tales conceptos los que se han venido considerando como la auténtica realidad, como la “verdad absoluta”, que gravita con su peso abrumador sobre el engañoso mundo de la vida. El resultado ha sido la negación de la vida por parte de la razón abstracta, negación que se ha expresado mediante el triunfo del sacerdote primero, del filósofo —especialmente del filósofo pesimista— después y del científico en la actualidad.
Pero el terreno donde se ha producido de un modo más intenso la negación pesimista de la vida es el de la moral y la religión.
La moral socrático-platónica, en la que los valores se sitúan en un mundo ideal subsistente más allá del mundo sensible, ya era profundamente contraria a la vida, pues se centraba en el alma racional y negaba la pasión, el instinto y el cuerpo como algo inferior. Pero unos siglos después, cuando la religión y la moral judeocristiana triunfaron definitivamente sobre el paganismo, los valores del resentimiento y de la venganza acabaron por imponerse a los valores vitales, al ser proyectados en un Dios absoluto, situado en el Más Allá, frente al cual el mundo, el hombre y la vida, equivalen a una nada corrupta, que es menester negar y sacrificar en aras de la trascendencia. Cabe subrayar que, aunque aparentemente la moral judeocristiana es pesimista, porque considera este mundo como un valle de lágrimas y el cuerpo como algo pecaminoso y malo, lo cierto es que, en el fondo, es una moral optimista, porque confía en la existencia del Más Allá y de un Dios que compensará al creyente de los sufrimientos que ha padecido en este valle de lágrimas.
Para Nietzsche, la moral cristiana es un síntoma de la decadencia, de la enfermedad, que atraviesa la vitalidad en la cultura occidental: si en la Antigüedad, "bueno" equivalía a "elevado espiritualmente", "noble", "bello", "aristocrático", y "malo" a "ruin", "débil", "vulgar", "plebeyo", imperando una moral de señores, el cristianismo introdujo una moral de esclavos, que, llena de resentimiento y odio hacia la vida superior, invirtió los valores, considerando "buenos" a los hombres pequeños, mezquinos, ruines y bajos, mientras que los hombres nobles, superiores, elevados física y espiritualmente, eran calificados de "malvados". Desde entonces, el individuo vitalmente débil trata de rebajar al hombre superior, minando su plenitud y fortaleza vital. Partiendo de una Divinidad que se halla fuera de la vida, el cristianismo condena todo lo que es generoso, noble, fuerte y elevado espiritualmente. Paradójicamente, la moral de los débiles, era una moral de la fuerza, pues fue utilizada por estos para vengarse de los más fuertes y mermar sus energías vitales.
Sin embargo, con la Ilustración y el avance de la ciencia, se ha producido un acontecimiento decisivo: la "muerte de Dios". Nietzsche toma este concepto, sobre todo, de la Filosofía de la redención de Mainländer, pero reinterpreta su significado: si para Mainländer “Dios ha muerto”, en el sentido de que el óbito suicida de la Divinidad dio lugar al surgimiento del mundo, para Nietzsche son los propios seres humanos los responsables de haber “matado a Dios”, es decir, de haber dejado de creer en Él; dicho de otro modo, si en Mainländer la muerte de Dios es un problema ontológico, en Nietzsche es, más bien, un problema axiológico.
La “muerte de Dios” implica la pérdida del fundamento religioso sobre el que se sustentaba el sistema de valores de la cultura occidental, dando lugar al nihilismo, fenómeno por el cual, al eclipsarse el sol divino, todos los valores supremos que se habían sustentado en Él pierden su validez. Ahora, “falta el fin, falta la respuesta al por qué”, y la existencia humana se hunde en el vacío.
Entre los síntomas más evidentes que permiten diagnosticar el nihilismo contemporáneo, se encuentran los que Nietzsche califica de “modernos pesimistas decadentes”: Schopenhauer, Eduard von Hartmann, Bahnsen, Mainländer, Leopardi, Baudelaire, los hermanos Goncourt o la decadente música wagneriana…
Pero, con todo, Nietzsche considera que hay algo peor que el nihilismo, a saber: tener la cobardía de no enfrentarse a él. Es ese apocamiento el que ha llevado al hombre contemporáneo a crear un conjunto de “ídolos” abstractos, que han venido a sustituir al viejo Dios cristiano muerto: el “Estado”, el “progreso”, la “utilidad”, la “democracia” la “ciencia” …, son fórmulas abstractas, en las que nuestra época se esfuerza por creer a toda cosa, rindiéndoles un culto espurio, aunque continúan ahogando la fuerza espontánea de la vida. El hombre, al que Nietzsche define como un ser que venera y que prefiere “querer la nada a no querer”, ha forjado una suerte de “idolatría atea” contemporánea, que constituye, sin duda, una de las más señaladas características de la época actual, dominada por la “máxima oscuridad” y en la que triunfa una concepción de la vida rebajadora, gregaria, niveladora, democrática y sumisa con las neblinosas abstracciones recién mencionadas, en la que busca apoyo el debilitado hombre contemporáneo para sortear la desesperación y el cansancio vital que le acucian. Vivimos, en suma, en la época del “último hombre”, que es, en palabras de Nietzsche, el “ser más despreciable”.
Ahora bien, igual que sucede en la alquimia, donde a la fase desesperada de “nigredo” le suceden las fases luminosas de “albedo” y “rubedo”, preludio del hallazgo del oro filosofal, también el pesimismo nihilista tiene para Nietzsche un aspecto positivo, que puede conducir a una transmutación o transvaloración de los valores netamente positiva. En efecto: si “Dios ha muerto”, entonces se encuentra despejado el horizonte ante el ser humano para que este pueda desarrollar libremente y sin trabas su creatividad, produciendo valores nuevos que conserven y hagan crecer la vida. La superación del nihilismo requiere, por tanto, cambiar de paradigma filosófico, pasando de la metafísica al arte y culminando en una estética; esto significa que, en el futuro, el ser humano deberá superarse a sí mismo, y ser capaz de ejercitar su creatividad para forjar nuevos valores, igual que los artistas geniales crean sus mejores obras.
Para superar el nihilismo, Nietzsche plantea una filosofía nueva, alternativa a la decadente metafísica occidental, que cabe definir como un vitalismo estético, y que gira en torno a cuatro conceptos, estrechamente relacionados entre sí: la voluntad de poder, el eterno retorno, el superhombre y la transvaloración de los valores.
Para Nietzsche, el universo entero, incluido el ser humano, es voluntad de poder, es decir, un conjunto de fuerzas y energías en constante devenir, que chocan, sobreponiéndose unas a otras, dando y recibiendo formas, buscando producir fenómenos cada vez más elevados y perfectos. Como impulso creador de formas que subyace a la vida, la voluntad de poder no aspira simplemente a “ser”, sino a “ser más y mejor”. Donde se expresa más intensamente es en la fuerza de voluntad que caracteriza la actividad creadora del genio, especialmente el genio artístico. Mediante la voluntad de poder, Nietzsche cree poder conciliar de nuevo el impulso formal (apolíneo) y el impulso vital e instintivo (dionisiaco), que la metafísica occidental había segregado artificialmente.
El concepto de voluntad de poder va unido al del eterno retorno, que Nietzsche consideraba su pensamiento “más profundo”. Lo introduce en Así habló Zaratustra (1883-1885), y con él pretende recuperar la visión trágica de la realidad, propia del pensamiento presocrático: puesto que no hay otro mundo que éste ("la tierra"), y su esencia es voluntad de poder, ésta, como conjunto finito de fuerzas, que se despliegan en un tiempo infinito, da lugar a una eterna repetición de las configuraciones del universo: cualquier estado del universo se ha manifestado ya infinitas veces, en un anillo eterno. Este eterno retorno del instante, que implica, a la vez, el eterno cambio o devenir y una absoluta detención del tiempo, permite unir finitud e infinitud (“tierra y cielo”), haciendo que cada momento de la existencia adquiera rango de eternidad, y por tanto un valor infinito.
La idea del eterno retorno es trágica, terrible, pues anula cualquier esperanza: sólo queda la vida, repitiéndose eternamente, con su carga de dolor y de alegría. Ante esta perspectiva, el hombre nihilista y el filósofo pesimista caen en la desesperación; en cambio, el hombre superior, el superhombre, siempre fiel a la vida, comprende el verdadero sentido del eterno retorno: sabe que cada instante se repetirá infinitas veces y que, por tanto, no sólo hay que querer volver a vivirlo, sino también que es menester ejercitar la voluntad de poder para recrearlo y elevar su gradiente de valor, haciendo de él algo único, lo más perfecto posible.
Igual que el hombre procede por evolución del mono, el hombre ha de ser un puente hacia el superhombre del futuro, pero la diferencia estriba en que el advenimiento del superhombre no se deberá a la evolución biológica, sino que depende de una decisión de la voluntad humana, que debe proponerse superar la simple humanidad. El superhombre no es, pues, una nueva raza biológica, sino un proyecto a realizar, algo que debe ser querido. Es aquel “espíritu libre” que, habiendo roto con cualquier tipo de “trasmundo” metafísico, ha logrado superar las "tres transformaciones del espíritu", que se describen en Así habló Zaratustra: libre del peso de la religión, la moral y la metafísica (camello), busca audazmente el conocimiento (león) para, finalmente, asemejarse a un niño, cuyas acciones fluyen de su voluntad espontáneamente y “más allá del bien y del mal”, sin estar sometidas a ninguna restricción moral ajena a él mismo.
El superhombre, habiendo superado el pensamiento trágico del eterno retorno, dice "sí" a la existencia; no cree en la igualdad, ni en las fórmulas que rebajan el poder de la vida, sino que ama al hombre y al mundo como un lugar donde ensayar continuamente formas vitales cada vez más valiosas, elevadas y bellas.
El superhombre, como filósofo-artista del futuro, ha de practicar un nihilismo activo, derribando “a martillazos" los ídolos que obstaculizan el desarrollo de la vida, para llevar a cabo una transvaloración de todos los valores vigentes, ya caducos, que habrán de ser sustituidos por valores capaces de potenciar la vida al infinito.
El superhombre deberá encargarse de forjar los mejores simulacros, las mejores apariencias, los mejores engaños posibles. Esas apariencias son la realidad, porque sólo el mundo "aparente" es real, pero el filósofo, igual que el artista, habrá de esforzarse por seleccionarlas, reforzarlas, corregirlas y elevarlas. Y esto es arte, estética, en el sentido más alto de la palabra. Por ello, el filósofo del futuro será también el supremo artista trágico, puesto que su tarea es la de crear un mundo, una humanidad y una política cada vez más plenos, elevados y bellos (es lo que el último Nietzsche denomina la “Gran Política”).
Esto significa que el superhombre, frente a la “voluntad de verdad” de la religión, la filosofía y la ciencia anteriores, sostiene expresamente una “voluntad del error, de la mentira o del engaño”, es decir, de la ilusión, de lo aparente, en suma, del arte, que permite presentar las más bellas objetivaciones de la voluntad de poder, es decir, las mejores apariencias. La existencia, en definitiva, es para él un campo de experimentación estética, en el que la vida ha de vivirse con la máxima intensidad posible.
Como estamos viendo, una de las tareas esenciales del superhombre será enfrentarse a los aspectos más detestados e infames de la existencia, que son los que dan lugar al pesimismo. En el § 1041 de La voluntad de poder, Nietzsche afirma que la pregunta que nos permite medir el valor del superhombre es la siguiente: “¿Cuánta verdad soporta, a cuánta verdad se atreve un espíritu?”, pues para él “toda conquista del conocimiento es consecuencia del coraje, de la dureza y la pureza consigo mismo”. El superhombre vive una “filosofía experimental” (Experimentalphilosophie), que anticipa, a manera de ensayo, “la posibilidad del nihilismo fundamental (grundsätzlichen Nihilismus), sin que ello quiera decir que se detenga en una negación, en el no, en una ‘voluntad del no’ (Willen zum Nein)”, sino que ella quiere más bien lo contrario: “la afirmación dionisíaca del mundo, tal como este es, sin excepciones; quiere el círculo eterno, con todo lo lógico e ilógico que este encierra”. A juicio de Nietzsche, este es el estado más elevado que puede alcanzar el filósofo sobrehumano: “permanecer dionisiacamente en la existencia”, siendo la fórmula que expresa tal actitud amor fati.
Por otra parte, en el § 1020 de La voluntad de poder, Nietzsche distingue las siguientes clases de pesimismo: “el pesimismo de la sensibilidad” (la excesiva excitabilidad con preponderancia de los sentimientos de displacer); el “pesimismo de las voluntades no libres” (o, en otros términos, la falta de fuerza de inhibición de los estímulos); el “pesimismo de la duda” (el horror de todo lo que es fijo, sobre todo del tomar y del tocar)”, el “pesimismo moral” de Pascal, el “pesimismo metafísico” de los Vedanta, el “pesimismo social” de los anarquistas (o de Shelley) y el “pesimismo de la compasión” (como el de Tolstoi o el de Vigny): todos ellos, nos dice, son manifestaciones claras de decadencia, indicios de una enfermedad, pues en ellos predomina el “no” a la vida.
Frente a ellos, él plantea un “pesimismo de la fuerza” (Pessimismus der Stärke) [§ 1019, Voluntad de poder] por el cual “el hombre no tiene ya necesidad de justificar el mal, sino que goza el mal puro y crudo, y encuentra el sinsentido doblemente interesante. Si antes tuvo necesidad de un Dios, ahora le fascina el desorden universal, sin Dios, un mundo azaroso, de cuya esencia forma parte lo terrible, lo enigmático, lo que seduce. En semejante situación, lo que hay que justificar es precisamente el bien, que debe tener un trasfondo malo y peligroso o encerrar en sí una gran estupidez: entonces, gusta más”. Nietzsche añade, en relación con este pesimismo de la fuerza, que “una moralidad y una doctrina pesimistas, un nihilismo extático, pueden, en ciertas circunstancias, ser indispensables precisamente al filósofo: en calidad de una potente presión y de un martillo con que despedazar razas degeneradas y moribundas, y quitarlas de en medio para abrir el camino a un nuevo orden de vida, o inspirar el deseo del fin a lo que degenera y sucumbe” (§ 1055, Voluntad de poder).
Sorprendentemente, este pesimismo de la fuerza que nos propone Nietzsche “termina con una teodicea, o sea con una absoluta afirmación del mundo (endet mit einer Theodicee, d. h. mit einem absoluten Ja-sagen zu der Welt), pero por las mismas razones por las que una vez se negara al mundo, y, por consiguiente, termina concibiendo este mundo como el más alto ideal posible, efectivamente realizado (zur Conception dieser Welt als des thatsächlich erreichten höchstmöglichen Ideals)”. Si Leibniz o Pope habían afirmado en el siglo XVIII que “todo está bien” porque el mundo es una obra divina, ahora Nietzsche afirma que todo está bien y puede estar aún mejor (ser más bello), simple y llanamente porque la vida es maravillosa y porque el hombre puede hacerla aún más bella, si sabe configurarla artísticamente. En suma: lo que nos propone Nietzsche es, literalmente, una teodicea atea y vitalista, una teodicea sin Dios. Vemos aquí cómo su filosofía se cierra en círculo sobre sí misma, pues ya en El nacimiento de la tragedia (1872, §§ 5 y 24) Nietzsche había afirmado que “sólo como fenómeno estético están eternamente justificados la existencia y el mundo”.
Dicho todo lo anterior, para terminar, deseo plantear la cuestión de si el vitalismo nietzscheano supone una auténtica superación del nihilismo y del pesimismo.
No voy a entrar en el análisis de la conocida tesis heideggeriana, según la cual, el discurso de Nietzsche, en vez de una superación, constituye, más bien, la culminación de la metafísica de la subjetividad moderna, pues la voluntad de poder del sujeto, unida a la técnica, equivalen a la perfecta realización del eterno retorno de lo mismo y a una extrema manipulación humanista del ente, contribuyendo a acentuar el olvido del ser y a dar motivos más que suficientes para ser pesimistas acerca de nuestro futuro.
Tampoco voy a examinar la endeble manera de argumentar de Nietzsche, que parece moverse en círculo: “si la vida es buena, hay que afirmarla; ahora bien, la vida es buena, por tanto, hay que afirmarla”; ahora bien, si no quedamos satisfechos con tan espléndido razonamiento y nos atrevemos a preguntar “¿por qué es buena la vida?”, la respuesta suena: “porque sí, y por eso tienes que decir ‘sí’ a la vida”.
Aquí solo voy a referirme a la voluntad de creer que, según Nietzsche, caracteriza al último hombre contemporáneo, llevándole, como dijimos antes, a forjar una serie de ídolos abstractos que le permiten soportar la vida, eludir el pesimismo y escapar de la desesperación. Mi pregunta es: ¿no cabría considerar el propio vitalismo nietzscheano como uno más de estos ídolos? Muerto Dios, Nietzsche nos dice que solo nos queda creer en la vida y en la capacidad de la voluntad de poder del sujeto para crear valores que la recreen, convirtiéndola en una obra de arte. Pero ¿no supone precisamente dicha creencia una muestra de debilidad por parte del superhombre nietzscheano, desde el momento en que este no parece ser capaz de soportar la idea de que, a lo mejor, ni siquiera como fenómeno estético están “eternamente justificados la existencia y el mundo” y de que, quizás, en la mayoría de los seres la vida casi nunca busca superarse, sino, simplemente, adaptarse, perpetuarse y, como suele decirse, “ir tirando”? En otras palabras: ¿no sería el vitalismo el último “ídolo” al que se aferra Nietzsche para evitar hacer frente, de una vez por todas, al pesimismo absoluto? Si esto es así, entonces la voluntad dionisíaca y la afirmación de la vida a cualquier precio pondrían de manifiesto que el espíritu de Nietzsche —según su propio criterio de valor— fue débil, que no fue capaz de soportar la máxima dosis de verdad, y que se vio obligado a buscar consuelo en la afirmación y repetición de este mundo, diciendo sí a su miseria, en vez de tener el coraje de negarlo de una vez por todas. Pero ¿por qué decir sí al mundo y someterse a su tiranía, en vez de alzarse contra él, y retarlo con nuestra más rotunda negación? ¿No implica una “gran negación” del mundo, para emplear la expresión de Marcuse, más valentía y fuerza que aceptarlo tal como es? ¿De verdad hay más fuerza y valor en afirmar que en negar? Si, como sentencia el propio Nietzsche, la fortaleza de un espíritu se mide justamente por la cantidad de verdad que puede soportar o, dicho con más claridad, por el grado en que necesita que la verdad quede diluida, encubierta, edulcorada, amortiguada, falseada, parece que su espíritu necesitó que la verdad quedase bien diluida, encubierta, edulcorada, amortiguada y falseada por el tinglado de conceptos que él nos ofrece: “voluntad de poder”, “eterno retorno”, “superhombre” o “transvaloración de los valores”, que serían el nuevo credo “ateo” que viene a sustituir al difunto credo cristiano.
Por lo demás, los conceptos centrales de la filosofía nietzscheana, a la luz de la experiencia acumulada desde su muerte en 1900 hasta hoy, resultan más que cuestionables: ¿por qué la voluntad ha de ser de “poder” (lo que introduce un componente impositivo bastante sospechoso) y no de renunciar a ejercer el poder, como propone el pesimismo filosófico, algo más comprensivo con el sufrimiento que el ejercicio del poder causa? ¿Por qué ha de interpretarse el mundo a partir del eterno retorno, es decir —como el propio Nietzsche dice—, a partir del principio de conservación de la energía, cuando la termodinámica moderna hace hincapié, más bien, en la entropía, la flecha del tiempo y la muerte térmica del universo, coincidiendo con los planteamientos de algunos filósofos pesimistas, como Mainländer? Por otra parte, ¿en qué ha desembocado aquella “transvaloración de todos los valores”, que se supone había de potenciar la vida? ¿Acaso en la orgiástica música pop moderna, que ha acabado con los valores musicales de los decadentes compositores románticos? ¿De verdad crean nuevos valores vitales las turbas que danzan dionisíacamente en nuestras pistas de baile, o los cuerpos vigoréxicos, torneados por los anabolizantes y el culturismo? ¿Constituyen realmente el arte plástico y la pintura contemporánea una alternativa vitalista al arte y la música supuestamente decadentes, creado por los caquéxicos artistas del pasado? ¿Cabe considerar las contorsiones histéricas de los rockeros o de los “performers” una potente manifestación de fuerza vital? Pasando al superhombre del futuro: ¿Supermán o los Héroes Marvel suponen una caricatura del superhombre o su mejor expresión, habida cuenta de que es lo más parecido a él que hasta ahora hemos sido capaces de crear? ¿Expresa el proyecto transhumanista una concreción adecuada del ideal del superhombre, toda vez que propone sustituir al hombre por una versión expandida y potenciada de él mismo? ¿No representa la idolatría que empieza a suscitar la IA, que algunos transhumanistas casi divinizan, una versión digitalizada de Dios, ahora resucitado tecnológicamente? ¿Constituye el optimismo de autoayuda, que nos invita a pensar positivamente y a decir sí a nuestra vida, por miserable que esta sea, el mejor modo de hacer frente al aumento exponencial de las patologías mentales, causadas por la sensación de absurdo vital que acomete cada vez a más personas?...
Personalmente, creo que, cuanto más examina uno la alternativa al pesimismo elaborada por Nietzsche, más evidente resulta su fracaso a la hora de hacernos soportable el peso de una realidad, que casi siempre resulta injustificable, por mucho que su vitalismo estético se esfuerce en maquillarla para hacer de ella un bonito fenómeno estético.
A Nietzsche, en fin, parece haberle faltado ese sano aprendizaje de la duda que, según Cioran, es la “única higiene posible del espíritu” (Ejercicios negativos, p. 39). Si, como dice el filósofo rumano, “todo filósofo que aborde las cosas con un trasfondo de esperanza (…) se descalifica para siempre” (Ejercicios negativos, p. 85), entonces Nietzsche debe quedar desacreditado. Para Cioran, “una filosofía de la muerte debería ser el desenlace natural de una filosofía de la vida, porque la vida ha sido asesinada por el vitalismo, por la doctrina que la convertía en absoluto. El frenesí de Nietzsche (…) la ha desgastado a fuerza de exaltarla. La voluntad de poder y el impulso vital eran demasiado positivos para reflejar el equívoco esencial de la realidad vital. (…) La vida transformada en único principio explicativo no explica casi nada. (…) La historia de la filosofía no es sino el desgaste de los absolutos [que] se van agotando uno tras otro por su propia limitación y por el hastío que inspirarán necesariamente algún día, [de manera que] hasta el impulso vital se desinfla a fuerza de ser experimentado [y] acabamos descubriendo que sus ausencias ocupan más espacio en el mundo que su pujanza. Y es que todo principio meticulosamente analizado o simplemente vivido se desvanece como un fantasma o se convierte en una nulidad” (Ejercicios negativos, pp. 115-116).
Parece, pues, llegado el momento de renunciar al último fetiche, el vitalismo estético nietzscheano, y de que regresemos a la certeza del pesimismo, una filosofía por lo demás valiente, que nunca ha eludido enfrentarse a lo que Nicolai Hartmann llamaba la “dureza de lo real”. Ha sonado la hora, quizás definitiva, de afrontar de una vez por todas y cara a cara la verdad acerca de la vida —que, como afirmaba nuestro Miguel de Mañara en su Discurso de la verdad (1671), no es otra que la muerte— y de que lo hagamos totalmente desengañados, dejando de lado cualquier ídolo espurio, incluidos la voluntad de poder o el superhombre, negándonos con firmeza a seguir dando vueltas a la absurda rueda de la existencia: a mí me parece, en definitiva, que solo un pesimismo absoluto, que tiene arrestos para decir “no” con todas sus fuerzas a este mundo pésimo, y no el frívolo vitalismo estético de Nietzsche, constituye el genuino pesimismo de la fuerza. Muchas gracias.
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