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Eduard von Hartmann: "Un clásico chino" (1870) - La filosofía del inconsciente y el Tao-te-Ching

Un clásico chino (1870)[1]

Eduard von Hartmann

(Traducción de Manuel Pérez Cornejo, Viator)

Un antiquísimo santuario del Lejano Oriente abre sus puertas y llama a los atónitos occidentales, diciéndoles: «¡Entrad, también aquí hay dioses!» No se trata del santuario de un Dios colérico, ansioso, sediento de sangre y mal usado por el deseo de dominio sacerdotal de ampliar su poder de casta mediante la intimidación del pueblo, sino del santuario de un Dios eterno e innominado, que todos mientan, mas ninguno puede nombrar; del amistoso asilo de una comunidad serena y un templo de la más bella y pura humanidad, solo que inspirado por el quietismo contemplativo de Oriente, en cuyo tranquilo puerto puede refugiarse el hombre cansado por la impetuosa oleada de las pasiones y de los intereses cotidianos. Es sabido el influjo tranquilizador que ejerció sobre Goethe la Ética de Spinoza; pues bien, también aquí tenemos una obra[2] que se llama ética, y que, sin embargo, en su primera parte es esencialmente metafísica, igual que la ética de Spinoza; y también aquí nos encontramos con un estricto panteísmo del Uno, de lo Absoluto (Tao); mas, ¡qué diferencia, a pesar de toda la semejanza! Si Spinoza es una cabeza de Medusa, cincelada y yerta, que nos petrifica con su yerta mirada, Lao Tse se nos aparece como una imagen al fresco antiquísima, con contornos medio desvaídos, pero una imagen de una belleza y ternura encantadora, de cuya hermosura y benevolencia, que ganan nuestro corazón, uno nunca puede verse saciado.

Si, por su toma de partido por el panteísmo monista, Lao Tse solo es comparable con Spinoza, por su idealismo absoluto se encuentra inmediatamente al lado de Platón; y, por otro lado, recuerda a menudo de manera sorprendente a Hegel, especialmente en su filosofía de la religión. Pero todas estas comparaciones solo conciernen al punto de vista metafísico; por lo que se refiere a la ética propiamente dicha, solo conozco dos escritos que se asemejan a él: el Evangelio de Juan y la Exhortación a la vida bienaventurada de Fichte (de los cuales, este último debe incluso ser considerado como una combinación del spinozismo y del Evangelio de Juan). Aquí se encuentra el punto donde llega a aparecer un cierto misticismo; pero él se nos aparece bajo una figura carente de pretensiones, y no va en absoluto muy lejos, más que en la medida en la cual él es la condición que hace posible una religiosidad interior.

El lenguaje del original chino tiene una pregnancia altamente epigramática; las imágenes se utilizan de modo sobrio, pero aciertan siempre, aunque a nosotros los objetos de comparación nos parezcan a veces también extraños. No se despliega en ninguna parte una potencia poética especialmente elevada (como sí sucede, por ejemplo, en el Antiguo Testamento) y tales imágenes sirven siempre, más bien, para hacer más intuitivas las verdades abstractas, como sucede en cualquier obra científica moderna. Así, se une la intimidad mística con la clara sobriedad del pensamiento y la exposición intuitiva. El todo se construye ante los ojos del asombrado lector como una obra del arte arquitectónico. Los capítulos cortos (habría que decir más bien parágrafos) unen los pensamientos entre sí de manera enteramente acertada, y el aparente divagar y retornar sobre el objeto en los capítulos posteriores pone de manifiesto una intención calculada, encaminada a introducir al lector paulatinamente en el objeto y no cansarle, demorándose demasiado tiempo en difíciles abstracciones.

Se utiliza también aquí abundantemente el paralelismo de los miembros, que juega un papel tan importante en la poesía hebraica, pero de tal manera que excluye una mera repetición del mismo pensamiento con otro revestimiento, y por esto plantea más una agrupación antitética. Tanto el clímax como el anticlímax, encuentran frecuente y muy efectiva utilización. Cada proposición puede valer por un verso, puesto que la longitud de las proposiciones difiere solo en un margen muy estrecho. Cada proposición está dividida en dos partes, así que la separación de estas partes corresponde a la cesura. No es raro que se encuentren rimas finales, dispuestas intencionadamente. No hay duda alguna de que las palabras están distribuidas teniendo en cuenta su consonancia, manteniendo un estilo elevado, lo que confirma la ley universal de que la literatura primitiva de todos los pueblos está concebida en forma poética.

La presente traducción contiene aproximadamente tres veces más palabras que el original, teniendo en cuenta, además, que las palabras chinas casi son todas de una sola sílaba. Según esto, el original chino, impreso con letras latinas, sin división en versos ni divisiones, ocuparía unas diez o quince páginas.

La presente traducción ha de considerarse como la primera que permite arrojar una mirada aproximada al contenido del original, pues la francesa de Stanislaus Julien ofrece una interpretación en principio muy discutible[3], y la de Abel Rémusat consiste solo en fragmentos aislados. La ciencia europea ha de saludar, agradecida y contenta, el trabajo del traductor alemán, puesto que esta edición modifica decididamente las concepciones generalmente aceptadas sobre el espíritu del pueblo chino.

Nosotros juzgamos demasiado a la ligera la facies hippocratica, la infantil senilidad, bajo la que se nos muestra el mundo chino actual, como un componente permanente del tipo tribal chino, en lugar de como el producto de una cultura estancada desde hace siglos y cansada de vivir. Pero este libro nos enseña qué espumosa fuente brotó hace tres mil años desde el genio de este pueblo, cuando su espíritu era más fresco; nos enseña hasta qué punto una nación capaz de producir tal genio en el seno de su vida más propia, es esencialmente igual, por sus disposición, a las naciones indogermánicas, y que ella en el tiempo en el que vivían Lao Tse y Kong Fu Tse debe haberse encontrado en un período de auge, lleno de esperanza; pero también nos muestran, ya por entonces, aquellos rasgos del espíritu de este pueblo que ofrecían una apariencia amenazadora, y cuya propagación provocaría, con el curso del tiempo, la detención y el retroceso parcial del progreso cultural, a saber: la indolencia, la indiferencia frente a lo metafísico, lo suprasensible y los bienes ideales de la vida, y el materialismo práctico, junto con la organización corrupta del gobierno. Lao Tse conoce y apunta al mal fundamental y más agudo de su pueblo: «Las gentes han retornado al uso de los nudos. Hallan sabrosa su comida, hermosos sus vestidos, tranquilas sus moradas, alegres sus costumbres…, mas las gentes envejecen y mueren sin haberse visitado» (Cap. LXXX).

La indolencia es tan grande que cada uno apenas se ocupa del prójimo, e incluso «las gentes desprecian la muerte, porque los de arriba solo buscan gozar de la vida» (LXXV). «Cuando las gentes pierden el miedo al poder, sobrevienen hechos terribles» (LXXII); se atiene ciegamente al ceremonial exterior, y sus preocupaciones no van más allá de las necesidades terrenales. «¡No existen normas permanentes! Lo normal se vuelve anómalo, la bondad en malignidad se torna. Ha largo tiempo que los hombres han caído en el engaño». (LVIII) Esta minoría de edad del pueblo, depende de cómo es gobernado; un gobierno deshonesto debe, necesariamente, seducir con halagos astutos y sigilosos incluso a los buenos súbditos. «El pueblo está hambriento por causa de los muchos tributos, por eso está hambriento» (LXXV). La exclusiva preocupación por el bienestar terrenal conduce «a lujosos ropajes, afiladas espadas al cinto, vinos y manjares hasta saciarse, riquezas sin cuento» (LIII), y a la opresión del pueblo: «Por eso una desmedida afición conlleva forzosamente un gran desgaste, y quien mucho atesora por fuerza ha de sufrir grande pérdida» (XLIV).

Pero los magnates ven estupendo fomentar la ignorancia y el materialismo del pueblo, a fin de explotarlo mejor: «Si el pueblo es difícil de gobernar, es porque sus conocimientos son muchos. Antaño quienes sabían practicar el Tao no usaban de él para ilustrar a las gentes, sino para mantenerlas en la ignorancia» (LXV). «De ahí el gobierno del sabio: vaciar la mente (del pueblo) y llenar su estómago, aflojar su ánimo y robustecer sus huesos. Hay que hacer siempre que las gentes no tengan conocimientos y carezcan de deseos» (III). Pero por encima de esta sabiduría económica existe algo mejor, afín a la pura humanidad. Por eso Lao Tse les increpa: «Elimínese la benevolencia, rechácese la rectitud, y las gentes retornarán a la piedad filial y el amor. Elimínese la industria, rechácese el interés y ya no habrá bandidos ni ladrones».

¿Puede reprochársele al sabio idealista que en su lucha por los bienes ideales postergados fuese demasiado lejos contra la exclusividad de los afanes materiales, y que desconociese la elevada justificación de los esfuerzos de la economía política, como un fundamento imprescindible de la alta vida espiritual de un pueblo, cuando los fundadores del cristianismo, e incluso aún en el siglo precedente un Rousseau y un Helvetius, cometieron el mismo error, en un grado aun mayor?

Si la doctrina de Lao Tse se expone como un idealismo místico contemplativo, tampoco cabe olvidar que él solo representa un aspecto del espíritu chino de su tiempo, y que este último solamente puede ser completamente apreciado si se le pone al lado de su polo complementario, Kong Fu Tse (Confucio), más joven que él. Dado que nosotros hemos sido hasta ahora mejor instruidos sobre las doctrinas de Kong Fu Tse que sobre las de Lao Tse, solo será posible apreciarlos correctamente si se tiene una buena traducción de las obras originales[4]. Lo más que puede decirse es que Kung Fu Tse es el más aleccionador, racional, realista y práctico de los dos, y por eso también ha sido más comprensible y próximo para el mundo chino posterior que el místico, idealista y teorético-contemplativo Lao Tse. La relación es parecida a la que existe entre Aristóteles y Platón, o entre Pablo y Juan. El idealismo místico contemplativo debe, siempre y por doquier, conformarse con una pequeña y serena comunidad, mientras que su rival mantiene el dominio oficial. Pero, en lo que se refiere a Lao Tse, esta supresión ha llegado tan lejos en China que sus seguidores, más tarde, solo creyeron poder sostenerse mediante una reinterpretación que se aproxima al budismo importado, con lo que la comprensión de la peculiaridad de Lao Tse se perdió por completo. Así se explica que los comentaristas chinos (que, por lo demás, raramente concuerdan entre ellos) hayan de utilizarse solo con extrema precaución, una precaución que el traductor francés, Julien, apenas ha tenido en cuenta.

Puesto que yo no sé nada de chino, no puedo hacer un juicio sobre el valor filológico de la presente traducción, que solo podría apoyarse sobre aquello que revela el traductor mismo, en su comentario sobre el sentido preciso de las palabras, aunque a veces da la sensación de que ha elegido, sin necesidad, llevar a cabo una transcripción más larga, en lugar de una traducción precisa y literal. Julien señala una concordancia con el budismo que no existe. R. von Plaencker dice (p. 219): «Abel Remúsat soñó esto, porque abordó el libro con la opinión preconcebida de que en él debería existir por doquier una analogía con los griegos, especialmente con los filósofos. Mi sueño ha llegado a ser que en el Tao Te Ching contiene un gran número de ideas cristianas». Si se une esta confesión al siguiente pasaje (p. 147): «Yo no podría suscribir ni reelaborar puntos de vista que son tan claramente contrarios a los míos», parece bien fundamentada la sospecha de que el traductor no ha podido transcribir fielmente pasajes que son directamente contrarios a las doctrinas fundamentales del cristianismo. Por mi parte, puedo probar que es así, al menos en un punto. Lo absoluto (Tao) de Lao Tse es un ser impersonal, como se deduce de todo lo que sigue. Ahora bien, él dice en el Cap. XXV: «El hombre tiene a la Tierra por norma, la tierra al Cielo por norma tiene, del Cielo el Tao es la norma». De aquí concluye el comentarista que el Tao es personal, porque el ser humano procede de él, según el dicho del Antiguo Testamento: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». ¡Pero entonces deberían ser personales también la Tierra y el Cielo, si en general esta conclusión fuese permisible! Además, el Tao debe ser un ente creador. Hasta donde yo he podido comprobar, hay dos palabras que se repiten, y que Plaenckner traduce por creador: una de ellas significa «raíz», y la otra «la Madre, que dio a luz el mundo». Esta madre no puede ser señalada más claramente que como sucede en el Cap. LII como la «Madre del mundo», como la natura naturans de Spinoza en contraposición a la natura naturata. Es el seno materno eterno del devenir, la razón de la existencia. Pero el traductor estaba tan contento de comprobar la supuesta concordancia con las doctrinas mosaicas, que dejó caer extraviar su claro juicio por el error. Lao Tse habría caído para él de su pedestal, si hubiera tenido que renunciar a introducir en la interpretación de su doctrina a su querido creador personal. Cuando él dice, en la pág. 100, que Lao Tse, en el cap. XXI, niega el panteísmo, esta nota quedaría incomprensible, hasta que él añade qué es lo que él entiende por panteísmo.

Probado esto, puede desconfiarse, con razón, de la traducción de los pasajes relacionados con la inmortalidad. Para decirlo en pocas palabras, me parece que el término «inmortalidad» desfigura el sentido del original, puesto que Lao Tse concibe la obtención de la vida eterna solo como una participación del yo (que ha llegado a ser íntimo, por su esencia e identidad, con el Tao) en la eternidad del Tao, pero nunca introduce el concepto del tiempo, que introduce confusión, y nunca habla de una inmortalidad como pervivencia temporal. Bajo «pervivencia» entiende Lao Tse, más bien, algo precisamente contrapuesto al concepto de inmortalidad, es decir, «el ciclo de la vida». Él dice en el cap. XVI: «Alcanzar la vacuidad es el principio supremo, conservar la quietud la norma capital; los infinitos seres se desarrollan profusamente, y yo contemplo su (constante) retorno. Innumerable es la variedad de los seres, (mas) todos y cada uno retornan a su raíz. Eso se llama quietud. Quietud es retornar a la propia naturaleza. Retornar a la propia naturaleza es lo permanente». Está claro que este ciclo de la vida, con la permanencia de los elementos fundamentales sustanciales, es justo lo contrario de aquella persistencia personal que se mienta con la palabra inmortalidad. Este conocimiento de lo implacable de las «leyes eternas de la naturaleza», que sabe que todo lo creado debe de nuevo desaparecer, hace imposible aquella creencia en la inmortalidad en el sentido habitual, temporal; de manera que ha de estar mal traducida la conclusión del cap. VII, como también de ella se deduce que él no se amolda a lo precedente. No se habla por ninguna parte de una transmigración de las almas, ni de una vida en el Más Allá; pero sí se dice que para aquel que ha reconocido la eternidad de lo absoluto en el ciclo vital de su vida, la muerte ha llegado a carecer de significado, porque sabe que la muerte solo es un retorno al seno materno de la naturaleza, un llegar al reposo, que jamás hay que temer. A quien crea en la realidad de lo material sensible, puede parecerle temible esta eventualidad, pero no a aquel que sabe que el ser eterno, la sustancia esencial misma, es idéntico a lo espiritual, el Tao, que, ciertamente se ha asimilado e identificado al polvo, así que lo único que no es Tao es la forma pasajera, que experimenta la aniquilación, pero la verdadera sustancia retorna a la imperturbable pureza de su soberanía eterna, la cual es, asimismo, la verdad y la contemplación de la verdad en la luz.

Tampoco habla nunca habla Lao Tse, hasta donde yo lo he entendido, de una vida eterna, sino que Plaenckner traduce «lo eterno» por «la vida eterna». Es decir, si el hombre es consciente de la unidad con el Tao, entonces él sabe que forma parte, por su sustancia espiritual, de lo eterno, es decir, que ha alcanzado para su conciencia lo eterno. Ahora bien, desde luego, todo lo que vive, obtiene su vida a través del Tao, pero el sabio éticamente puro recibe la participación en el Tao de una manera eminente mediante una transfiguración espiritual, en la cual el hálito divino se extiende sobre él; alguien así, por consiguiente, habrá alcanzado su participación en el Tao, o en lo eterno, aun en un sentido completamente distinto, al abarcar él el Tao como unidad y en su totalidad. Pero esta posesión del Tao, o de lo eterno, tiene, asimismo, tan poca semejanza con la doctrina habitual de la inmortalidad, como la pervivencia de lo eterno en el ciclo de la vida. Por supuesto, la parte del Tao que está en el ser humano permanece después de la muerte, pero se dice con toda claridad que este hombre no podría permanecer, sino que desaparece con la muerte. Esta doctrina de la ganancia de lo eterno se comporta de manera semejante a como lo hace la doctrina esotérica del Evangelio de Juan respecto de la doctrina de la inmortalidad habitual, solo que en Juan la filosofía y la concepción vulgar se entremezclan, lo que aquí no me parece ser el caso, aunque el traductor todo lo mueve para adscribir a Lao Tse la doctrina común de la inmortalidad.

En todo lo que hasta aquí hemos dicho, encontramos bastantes desviaciones de la doctrina cristiana ortodoxa, que no acepta el traductor; pero ahora me gustaría introducir también aquellas desviaciones que él mismo reconoce. Lao Tse no da muestras de conocer ningún diablo ni ningún Tentador, ninguna angelología ni ninguna demonología, ninguna posibilidad de un milagro, ninguna revelación exterior maravillosa, sino tan solo un conocimiento espiritual interior; tampoco conoce ninguna imposición procedente de la fe, ninguna tendencia a querer imponer a los otros sus puntos de vista, ni ningún servicio divino mediante palabras y oraciones, sino que lo reduce a un cambio ético; no aparece tampoco en él nada relativo a amenazas, mediante castigos en el más acá o en el Más Allá (puesto que la muerte no es temida para el chino, tampoco puede usarse como una amenaza). El dios de Lao Tse no es ningún Dios celoso y colérico, que elige a unos y condena a otros, sino que él cuida uniformemente de todos los eres, y solo puede «traer provecho y no daño»; no ha creado el Cielo y la Tierra para su exaltación, como el Dios de la ortodoxia cristiana, sino que «está libre de deseos» (como ambición y gloria); «a él acuden los seres todos, mas no se hace señor de ellos, se le puede llamar grande. Por eso el sabio nunca se tiene por grande, y de ahí que pueda llegar a ser grande» (Cap. XXXIV).

¿Ha expresado algún europeo de forma tan bella el pensamiento de que Dios debe negarse a ser Señor? Incluso el concepto de Padre tiene para el chino un halo de autoridad y coacción tan señalado, que por eso para él Dios no es ni señor ni padre, sino solo la Madre que cuida de todos sus hijos, acogiéndolos de nuevo en su seno.

Otras dos diferencias con el cristianismo son las siguientes: Lao Tse no conoce ningún pecado original, y, en consecuencia, tampoco ninguna necesidad de redención, en el sentido cristiano del término. Su Dios se encuentra lejos de lastrar al género humano con la maldición de una pecaminosidad imposible de erradicar, porque su antepasado atentó una vez contra su mandato. Conoce el pecado solo como debilidad, estupidez e ignorancia; como un desconocimiento de las metas y bienes ideales del ser humano sobre lo sensible material, y como una estúpida preponderancia del egoísmo. Pero a cada hombre le está dada, en cada momento, la posibilidad natural de llegar a ser más sabio y mejor, y, ciertamente, de tal manera que sabiduría y virtud se implican mutuamente, y crecen en recíproca acción desde sus débiles inicios, sin desplegarse nunca de una vez, sino solo lenta y paulatinamente, pero conduciendo con seguridad a la meta. «Mis razones harto fáciles son de comprender, harto fáciles de ejercitar» (cap. 70). Se exige poco para pertenecer con sinceridad al Tao (cap. LXX). No desconoce las dificultades que la indolencia y la falta de instrucción de la masa, así como la corrupción del gobierno, oponen en el camino de la mejora de la humanidad, ni tampoco se alcanza nunca el ideal (del Reino de Dios sobre la tierra) que flota ante él; pero permanece inconmovible su fe en el avance progresivo del bien por caminos naturales, y ofrece consuelo, como Jesús, mediante la comparación del árbol fuerte que creció desde un pequeño grano, o con la perspectiva de un edificio de nueve pisos que ha sido construido poco a poco, piedra a piedra. Por eso, no necesita ninguna institución redentora, puesta en obra de forma milagrosa, igual que no necesita ningún mediador entre el individuo y lo absoluto, entre el hombre y Dios. El pecador, en su profundo arrepentimiento, encuentra consuelo en el Tao, y puede dirigirse inmediatamente al mismo Dios, que no está ahí meramente en el cielo, sino que se encuentra también aquí abajo, sin que se necesite mirar por la ventana para verlo, pues nos habla de manera determinada y decisiva. Cap. LVI: «El que sabe no habla, el que habla no sabe. Tapa las aberturas, cierra las puertas, embota los filos, desenreda la maraña, oculta el brillo, únete al sucio (mundo). A eso nombran “misteriosa identidad”. Y así en ella no puede haber próximos ni tampoco extraños, ni puede haber beneficio, ni perjuicio tampoco, ni puede haber honor, ni tampoco desprecio. Por eso es lo más noble del mundo».

Hegel había llamado al cristianismo la religión absoluta, porque su dogma consiste en el devenir hombre de Dios, en la unidad de Dios y el hombre; que este devenir uno solo de ambos haya tenido lugar una sola vez, es la forma de representación que se ha despojado y se ha elevado al concepto universal; mas ¿qué habría dicho Hegel si hubiera sabido que seis siglos antes del surgimiento del cristianismo, un filósofo y maestro de religión chino había enseñado el devenir uno de Dios y el hombre como la verdad universal en la forma del concepto?

Ahora vamos a dirigirnos a la consideración del método de conocimiento de Lao Tse. Él conoce tres caminos. Uno es la tradición, la cual ya entonces se caracterizaba por las opiniones de los antiguos, revestidas con el halo de un sagrado clasicismo, frente a las cuales él muestra cierta reserva y precaución, pues están dotadas de una pluralidad de interpretaciones, ya que son “simples como un leño; indistintas cual turbias aguas” (cap. XV). Él no rechaza la paciente aclaración de estas oscuridades, pero no se promete mucho de ellas, y preserva su plena independencia.

El segundo camino es el conocimiento natural. Está el Tao, que puede ser mostrado de forma comprensible a cada persona, y que es la fuerza creadora, que prosigue siempre, de la naturaleza, es decir, la naturaleza misma, madre de todo lo existente; pero esto no es el eterno Tao en su completa perfección, lo eternamente innombrable, carente de nombre, que es la raíz, o el trasfondo originario de la fuerza de la naturaleza. El Tao, terrenal, o la naturaleza, es el Tao en su ser-otro, en su alienación, como diría Hegel; por eso el conocimiento de la naturaleza no conduce al conocimiento del eterno y celeste Tao en su ser- en-sí; a este solo conduce el tercer camino, la intuición mística, o la intuición intelectual. Pero esta se ve impedida, si el espíritu se ve enturbiado por pasiones y apetencias, y está manchado por los pecados; por eso, uno debe liberarse previamente de sus errores y faltas, y buscar ser moralmente sano, sometiendo el apetecer impuro al sí mismo, puro y mejorado, y constituyéndose en un todo armónico. Solo si el alma se purifica de todas las escorias, y llega a ser clara y pura, como la de un «recién nacido», solo entonces se puede ver a Dios y fundamentar su ser espiritual. En tanto esta pureza del corazón se expresa en un amor que abarca a la humanidad entera, aparece el amor como aquello que conduce a la visión de Dios, y con ello a la participación en la vida eterna, preservando de la muerte.

Pero una vez que se ha alcanzado la visión inmediata del Tao, entonces se recibe precisamente su conocimiento inmediato del Tao mismo, y se llega a «penetrar con clara visión el universo mundo» (cap. X). Es verdad que esto solo sucede en instantes consagrados, pues «el gran sonido raramente se oye» (cap. XLI).

¿Cuál es el núcleo de lo que enseña esta voz? El Tao es la negación de lo sensible real; es, por consiguiente, para nosotros, por lo que respecta al surgimiento psicológico de su concepto, la más alta abstracción, pero en sí es lo suprasensible más elevado. Pero la negación de lo real, o lo ideal (según el Evangelio de San Juan: la luz), no es en absoluto una negación del ente; puesto que el todo contiene todo ente, entonces es imposible que un no-ente sea suficiente para contener el todo. Esta negatividad frente a lo real es, por lo demás, descrita como invisible, incomprensible, y en general imperceptible con ningún sentido; no tiene nada delante ni detrás, carece de forma y figura, y es infinita. Es eterna, increada, surge solo de sí misma; es perenne y omnipresente, absolutamente poderosa, fuerte y omnipotente; lo llena todo, lo penetra todo, siendo imperecedera e inagotable en su fuerza. Es absolutamente perfecta y altamente sublime. «Es el modelo del mundo» (cap. LXV), de manera que quizás la mejor manera de reproducirla sea el «Logos» de San Juan. Es inmaterial, pero lo material solo es mediante lo inmaterial, y solo tiene su existencia en él. «El Tao es una cosa nebulosa y confusa. ¡Confuso y nebuloso, en él están contenidas las formas! ¡Nebuloso y confuso, en él las cosas están contenidas! ¡Profundo y oscuro, en él se halla la esencia sutil! Esta esencial sutil es asaz verdadera, en ella está la confianza. Desde remotos tiempos hasta el presente, nunca se perdió su nombre, por él se conoce el origen de la multitud de seres. ¿Cómo puedo saber que así es el origen de la multitud de seres? Merced a este mismo Tao» (cap.XXI). «El Tao los engendra [a todos los seres], la virtud los alimenta, hace que crezcan, que se desarrollen, que alcancen la plena madurez, los nutre y protege. Engendra sin apropiarse, ayuda sin hacer alarde, hace crecer mas no gobierna; es su nombre “misteriosa virtud”» (cap. LI).

El Tao se ha vertido en el mundo de una vez; por eso, el mundo no se deja cambiar ni mejorar, mientras que el más sabio de los hombres no estaría en condiciones de disponer tal mundo (cap. XXIX).

Se ve que la doctrina del Tao es un monismo o panteísmo del espíritu, en el cual la naturaleza es concebida como la alienación del Tao en un estado que no corresponde a él en su pureza, mientras que el hombre puede tener en sí mismo el Tao por partida doble: por una parte, en su figura natural, y por otra en su pura figura espiritual. El Tao es absoluta y completamente la única sustancia del proceso del mundo, que consiste en el ciclo de la vida: «Retornar (al principio, he ahí el movimiento del Tao» (cap. XL).

Llegamos ahora a la ética de Lao Tse propiamente dicha. Para él, el principio es tan sublime, que la verdadera virtud solo es posible por el Tao, y tan solo en consideración al Tao. Sólo aquel que está animado por el Tao es capaz de romper con su egoísmo. Partiendo de motivos terrenales, de simples consideraciones de la sabiduría vital, se deja, en todo caso, traer a colación un comportamiento del hombre, que en su manifestación externa se parece mucho a la auténtica virtud, pero que no es tal, sino tan solo una cáscara vacía sin sustancia, e incluso puede ocultarse detrás de esta capa de rectitud externa una intención vagamente corrompida. Según esto, es necesario diferenciar dos tipos de virtud, la terrenal, o mundana, y la celestial, o virtud del Tao. Tao Te Ching quiere decir: «Libro del camino [hacia la virtud]». Las tres virtudes cardinales chinas: amor al prójimo, justicia y benevolencia (cortesía), constituyen una serie cuyos miembros se aproximan cada vez más a lo terrenal, así que permite dudar de si Lao Tse considera apropiado poner en unión la benevolencia con el Tao, si bien esto es muy posible a través de la delicadeza. Si preguntamos cómo conduce el Tao al hombre hacia la virtud, lo hace, ante todo, mediante la serenidad, dejando de lado las apetencias y pasiones, y mediante un contrapeso frente a las debilidades y desviaciones humanas, que siempre amenazan con hundirse en apetencias y pasiones. Tras dejar de lado los afectos, la legalidad dominaría ya por sí misma en el mundo, porque cualquier estímulo para pecar sería dejado de lado; pero el Tao hace más que esto: está el amor al ser humano, cuyo origen es celestial. Este soplo del hálito divino, como consecuencia del cual el mejor sí mismo logra predominar sobre la parte grosera de nuestro ser, lo llama Lao Tse «clarividencia sutil» (cap. XXXVI) y se corresponde por completo con el «renacimiento» paulino. Quien iluminado por el Tao alcanza la perfección del bien, es precisamente aquel que es consciente al máximo de que no todo es mérito suyo, sino que sabe que solo se debe al Tao, y que al cumplir su deber negándose a sí mismo, hace algo completamente natural, que no es nada especial. Cap. XLII: «Quien abusa de su fuerza no tendrá buen fin; de esto haré guía de mi doctrina». Cap. LXVII: «Tengo tres preseas que guardo con esmero. Llámase la una amor; sobriedad, la segunda; la tercera, no atreverme a ser del mundo el primero. Con amor puedes ser valiente; con sobriedad, generoso; no atreviéndote a ser el primero, señor de los seres. Al presente se quiere ser valiente sin amor, generoso sin sobriedad, ser el primero sin ponerse detrás; ¡eso es la muerte cierta! Con el amor se vence en el combate, se es firme en la defensa. El Cielo te ayudará y con el amor te protegerá».

Si el amor es la virtud más elevada, entonces es evidente que el virtuoso no puede limitarse a preocuparse por la salvación de su propio yo, sino que debe trabajar por extender la realización de su amor a un círculo más amplio que el que le ofrece su posición social, extendiéndolo al bien de la familia, de la comunidad, del círculo del que forma parte, de la provincia, o, si es posible, del Reino entero, preocupándose por doquier de realizar lo bueno y lo noble. Pues solo en comunidad son los hombres fuertes, se proveen de herramientas, y son educados e instruidos, mientras que el individuo aislado vaga inerme y desorientado, como un navegante que no sabe dónde va; y solo puede extenderse totalmente a la sociedad, si abajándose los grandes, la gente inferior es respetuosa con ellos, y ambas clases colaboran confiadamente. (Se pone de manifiesto aquí que el reproche, que frecuentemente se le hace a Lao Tse, de dejar de lado el aspecto social de la ética, frente al componente individual carece por completo de fundamento). No obstante, los deberes más elevados y difíciles de cumplir son los de los gobernantes, puesto que como vimos más arriba, Lao Tse adscribe al comportamiento del gobierno, sea bueno o malo, un enorme influjo sobre el pueblo. Pero, en lo que se refiere a la modalidad de este impacto, se muestra, a su vez, su exagerada oposición contra las aspiraciones económicas. Cap. LVII: «El mundo se conquista no dándose a los negocios. (…) Por eso dice el sabio: No actúo, y el pueblo se reforma por sí mismo; gusto de la quietud, y el pueblo rectifica por sí mismo; de nada me ocupo, y el pueblo se enriquece por sí mismo; no tengo deseos, y el pueblo se torna simple por sí mismo».

Pero, al mismo tiempo, la palabra y las acciones de los hombres deben carecer, en lo posible de restricciones; a nadie se le debe imponer o cuestionar una doctrina, puesto que el arquetipo de la virtud también suscita la virtud en él. De hecho, esta tolerancia caracteriza a China, la tierra de la absoluta libertad de creencia, y quizás de la mejor escuela popular. En sí, estas exigencias son excelentes; pero si Lao Tse cree que el gobierno ya lo ha hecho todo solo con esto, comete un error, que hay que conectar con su quietismo contemplativo. Aquí se pone de relieve el talón de Aquiles del idealista místico, que, desde el punto de vista teorético, hizo que fuese reconocido de buen grado Kung Fu Tse como superior, sin que este último se complaciese en adoptar su punto de vista. Cuando Kung Fu Tse contrapuso su realismo práctico al idealismo místico de Lao Tse, sabía muy bien lo que se hacía ―pues el realista siempre hace hincapié en las relaciones reales―, y la posterioridad demostró que él tuvo más en cuenta las necesidades de su pueblo que su genial contemporáneo. La negación frente a lo sensible real, que constituye la característica básica de la filosofía de Lao Tse, también se extiende a la vida práctica; y este es un aspecto que ha pasado completamente por alto el traductor, en la medida en que llegó demasiado lejos en su fastidiosa polémica contra Julien, al querer refutar la concepción errónea de este último. Pero Lao Tse es enteramente un quietista contemplativo, en el mismo grado, si no aun mayor, que lo es Spinoza. Ya nos lo muestra el carácter secundario que tienen en él la sobriedad y la humildad en relación con el amor, puesto que ambos son entendidos en un sentido casi tan rigorista como lo hace Jesús (cfr. Mateo, 10, 9-10; 5, 39-41). El sabio debe mantenerse alejado de todo placer sensible, de las apetencias y placeres que lo entumecen, como factores que restan pureza a su tranquilidad anímica: «¿Qué quiere decir “estimar el propio cuerpo es dar valor a una gran desgracia”? Si sufro grandes desgracias es porque poseo un cuerpo. Si no tuviera yo un cuerpo, ¿qué desgracia podría sufrir?» (cap. XIII); todo esto supone, de hecho, una completa crucifixión teorética de la carne. Toda tendencia hacia la adquisición y posesión, o hacia el lujo, es considerada estúpida y equivocada; ¿qué queda entonces ―pregunto― como móvil para la acción, si todo esto está mal visto, y es una exigencia incondicional postergar la propia personalidad, o la absoluta autonegación? ¿No se ha dicho bastantes veces que el ideal de la virtud —que aquí, igual que en el estoicismo se identifica con «el sabio»— nunca ha de salir de su serenidad y reposada dignidad? ¿No se ha indicado que él solo ha de ocuparse con lo puramente espiritual, y gozar solo de tal pureza, y que ha de consolarse con ver cómo lo más grande y sublime del mundo se cumple con mayor seguridad mediante la fuerza espiritual y no a través de las cosas exteriores? La humildad del sabio (como en Jesús) debe llegar hasta el punto de que él renuncie a su derecho mientras cumple su deber y respeta los derechos de los de los demás, sin reparar en que ellos cumplan sus deberes hacia él. ¿Habrían de quedar los principios que nos ofrece la traducción de Julien del final del capítulo LVII, quedar realmente tan lejos de la verdad como cree Plaenckner? Es cierto que este quietismo no se pierde en ningún momento en la ascesis, ni tampoco en la mortificación espiritual; pero su ideal es un estado idílico, en el cual se quiere saber lo menos posible del cuerpo y de las tendencias terrenales, viviendo por entero en un virtuoso sosiego espiritual. Pero tampoco ha de tomarse tan estrictamente esta acción meramente espiritual, pues el sabio aprecia ceñir las armas, incluso en tiempos de paz, y, en caso necesario, sabe utilizarlas con firmeza. Por el contrario, Lao Tse polemiza en contra de los ejércitos permanentes en tiempos de paz y contra la política ofensiva; si el Imperio se ve obligado a participar en una guerra defensiva política, entonces debe ciertamente movilizar y concentrar todas las fuerzas, y someter al enemigo con una ofensiva estratégica irresistible, asestándose un golpe decisivo; pero, en general, debe procurar tratar bien al vencido y a aquellos que están desarmados. La rudeza y la crueldad, la cólera y la venganza, le convienen tan poco a la guerra como a la paz. Hasta qué punto llega la humanidad de Lao Tse, se pone de manifiesto, de una manera admirable, en el capítulo LXXIV, donde él aboga en contra de la utilidad y la justificación de la pena de muerte.

En aras de favorecer una visión de conjunto sobre la doctrina del antiguo sabio chino, he debido renunciar a dar pruebas de la rica sabiduría proverbial epigramática de su libro, que frecuentemente guarda una chocante semejanza, incluso en las imágenes y giros que utiliza, con algunas sentencias conocidas del Nuevo Testamento. Es de esperar que prosiga el trabajo, exitosamente iniciado, para romper el bloqueo que ha sufrido hasta ahora la filosofía china. Sería deseable, además, que, en una nueva edición de la presente obra, se introdujese en los comentarios, en lugar de prolijos excursos pedagógicos y edificantes, una traducción fiel al vocabulario chino, que es lo único que posibilita a los legos un cierto control del texto libremente traducido. Habría facilitado una visión de conjunto la indicación del contenido de los capítulos en el índice. Por mi parte, concluiré con las palabras finales del capítulo LVIII «luz que no deslumbra», que podrían servir como el motto de la naturaleza para este antiguo sabio.

[1] En: HARTMANN, E. V., Gesammelte Studien und Aufsätze gemeinverständlichen Inhalte, Carl Duncker’s Verlag, Berlín, 1876, pp. 166-183. Este artículo, dedicado por Eduard von Hartmann al análisis del Tao Te Ching, muestra la profunda afinidad que existe entre la Filosofía de lo inconsciente y los principios de la filosofía taoísta, que no pasó desapercibida para el filósofo berlinés. Las citas del libro del filósofo chino se hacen conforme a la siguiente edición: LAO TSE, Tao Te Ching. Los libros del Tao (ed. y trad. del chino de Iñaki Preciado Idoeta), Trotta, Madrid, 2006 (N. del T.). [2] Lao Tse, Tao Te Ching .El camino hacia la sabiduría, Traducido y explicado del chino por Reinhold von Plaenckner, Leipzig, Brockhaus, 1870, 2ª. Reimp. [3] Desde que se escribió este artículo, ha aparecido una segunda traducción alemana de Victor von Strauss (Leipzig, Fleischer, 1870), la cual se esfuerza en reproducir el texto original de manera más inmediata y sin reescribirlo. Me abstengo de juzgar sobre el valor relativo de ambas traducciones, y solo puedo decir que el libro de Lao Tse en la elaboración de Plaenckner, parece poseer una conexión completamente planificada y un contenido en general significativo, lo que no excluye la posibilidad de que la trascripción de Strauss sea la más fiel. [4] Entretanto, se ha editado en 1875, por el mismo traductor y en la misma editorial, uno de los principales escritos de Kong Fu Tse (Tá-Hie, La sublime sabiduría), que, en esencia, se ocupa de establecer un paralelismo entre la eticidad de la vida familiar y la del Estado.

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