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Eduard von Hartmann: "¿Es el pesimismo desconsolador?" (1869)


¿Es el pesimismo desconsolador? (1869)[1]

Eduard von Hartmann

(Traducción de Manuel Pérez Cornejo, Viator)

Desde hace decenios, el fastidio universal [Weltschmerz] ha caído en descrédito en Alemania; se lo ha tomado a broma; se ha ironizado sobre él, y ha sido objeto de mofa; se le ha anatematizado, porque se dice que carece por completo de sentido práctico y actúa como un venenoso narcótico paralizante…; pero no se le ha rebatido. Ciertamente, apenas hay nada más despreciable y repulsivo que el fastidio universal surgido de ese impotente hastío, que desprecia las uvas, diciendo que están ácidas simplemente porque él no puede ya disfrutar de ellas, es decir, porque él, debido a la falta de moderación, ha estropeado su estómago para asimilarlas; y, desde luego, da una sensación penosa el fastidio universal, carácterístico de esas blandas almas de molusco, a las que les faltan los huesos y músculos para resistir, y cuyo ultrasensible sistema nervioso se derrumba enfermizo ante el más leve contacto, solazándose, no obstante, con verdadero placer en la profundidad de su preciado dolor. Este fastidio universal nervioso, propio de las almas bellas, con sus dulces lágrimas, es casi tan repelente como el fastidio que produce el hastío. Si este último emana de la impotencia adquirida, el primero surge de la que es innata; la mezcla de ambos, es el caso más habitual. Pero si son, sobre todo, individuos anormales psíquica y físicamente los que han caído presas del fastidio universal, constituyendo aun hoy el contingente más numeroso de los mismos, ¿se sigue de esto que no existe aquel fastidio que el hombre activo y práctico no suele advertir, llevado por el impulso de su tender y crear instintivo? ¿O más bien no lo advierte tan solo porque el impulso instintivo y el trabajo no le permiten reflexionar suficientemente sobre sí mismo, de manera que solo le da la señal de ese malestar la propia observación suscitada por la enfermedad? Lo rechazable no es el contenido que se tiene por verdadero, sino las causas internas que determinan a aquellos individuos a tener por verdadero dicho contenido. Ya una determinada constitución del carácter (discolia) puede llevar a un ser humano, incluso gozando de perfecta salud, a extraer la peor faceta de todo lo que se encuentra, y hacerle más fácilmente accesible a temores y preocupaciones, que a la esperanza y plena confianza; de manera que en tales individuos solo se trata de extraer de una vez el monto total del conjunto de impresiones de sus experiencias, y elevarlo a la abstracción filosófica[2]. Ahora bien, si el pensador dotado de una disposición medianamente reflexiva encuentra confirmado aquel contenido mediante una serena y desinteresada sección filosófico-anatómica de la vida, ¿puede entonces caer en descrédito la cosa misma por aquellas causas internas que la hicieron caer en descrédito, y que incluso se trasladaron con cierta razón a este contenido, o, por el contrario, puede ser utilizado ese contenido para hacer sospechosos los motivos desde los cuales el pensador extrajo su convicción? Al ir haciéndose objeto de la ciencia el contenido de aquel fastidio universal, que se presentó primeramente en vestiduras poéticas, también la pregunta por su verdad ha devenido puramente científica, y solo a través de motivos científicos y objetivos pueden ser refutadas las pruebas de la misma. Pero, hasta ahora, esto no ha sucedido nunca, en ninguna parte. En tanto la ciencia y la reflexión no se habían apoderado aún del objeto, optimismo y pesimismo fueron uno junto al otro, como cosmovisiones instintivas carentes de fundamentación. El optimismo, como una fe en la meta del impulso natural, en la vida, que se sigue del impulso vital, representó la concepción del ser humano sano y normal; el pesimismo, por el contrario, antes de la entrada en juego de la reflexión científica, solo podía tener lugar mediante una ruptura con la propia voluntad de vivir, la cual, desde el punto de vista, por así decirlo, de una fisiología metafísica, solamente podía ser designado como enfermedad, aunque en la India y en la Edad Media cristiana, asumió grandes dimensiones (igual que, en la época más reciente, parece encontrar un suelo virgen en el ámbito eslavo). Al hacer acto de presencia la ciencia, se intentó fundamentar primero la concepción ingenua del individuo sano mediante la reflexión. Leibniz explicó el mal como algo negativo, en realidad privativo, es decir, lo explicó como ilusorio; igualmente Schopenhauer, como representante de la dirección contrapuesta, explicó el placer como algo negativo, privativo, es decir, explicó que resulta ilusorio considerarlo algo positivo. A uno se le puede llamar el optimismo absoluto, y al otro el pesimismo absoluto; pero ambos sobrepasan su meta. La amplia formación de la reflexión, permitió reconocer pronto en el optimismo leibniziano que el mal también posee, de hecho, realidad positiva, y solo puede hablarse de un predominio, no de una exclusiva existencia de la felicidad (más grande o más pequeña). La escuela schopenhaueriana, por su parte, debe dar un paso parecido, y admitir que el placer puede ser tan positivo como el dolor, y que, por consiguiente, solo se trata de un predominio, no de la existencia exclusiva del dolor (más grande o más pequeño). El optimismo relativo, enseña el predomino necesario del placer; el pesimismo relativo, el predominio necesario del dolor. Si no se siguiera con necesidad el predominio de uno o del otro de la naturaleza de las condiciones dadas en el mundo, sino que se tratase meramente de un hecho casual, que al momento siguiente podría transformarse en su contrario, no cabría plantear en general ninguna doctrina sistemática sobre el objeto.

El optimismo lucha con motivos que solo son válidos, si los impulsos y esperanzas humanas no descansan sobre la ilusión; por el contrario, el pesimismo absoluto de Schopenhauer trata las ilusiones como si no fuesen nada, aunque ellas le ofrezcan sensaciones reales a la conciencia embaucada. Pero puesto que todo avance del mundo está ligado al crecimiento de la conciencia y la destrucción de las ilusiones, y en la práctica el pesimismo gana también cada vez más terreno, mientras que el optimismo lo pierde, entonces los argumentos de Schopenhauer son en sí mismo fundados y correctos, y también resultan, en apariencia, simplemente aplicables, mientras que los argumentos del optimismo solo son correctos relativamente para el punto de vista de la ilusión, con lo que de hecho van fallando cada vez más, y se muestran insostenibles, al menos teóricamente, ante la ciencia, que cala en la ilusión. Así pues, también desde el lado científico, a pesar de todas las reprensiones, nada sólido se ha formulado contra los argumentos pesimistas de Schopenhauer, sino, todo lo más, hueras declamaciones. Tan solo un aspecto pareció ofrecer un punto de ataque, a saber, el quietismo que extrajo Schopenhauer como consecuencia de su pesimismo. Se le reprochó, y con razón, que tal quietismo es destructivo para la vida del Estado y social, y para el progreso histórico entero de la humanidad (que a él le resultó completamente desconocido), y esto hizo a todos aquellos hombres que dependen de la vida práctica activa retroceder ante el pesimismo —cuya inseparabilidad del quietismo se dejó estar, con buen motivo, como algo evidente—; pero todo ello no llegó a refutar su verdad teorética.

Pero ¿es verdad que el quietismo es la consecuencia inevitable del pesimismo, o lo es solo bajo ciertos presupuestos falsos, comunes a Schopenhauer y al budismo’ ¿No conduce, más bien, el verdadero pesimismo a una afirmación más enérgica de la vida práctica que cualquier otro punto de vista teorético? En Schopenhauer, la imposibilidad de un desarrollo real de un progreso histórico se sigue de la idealidad del tiempo; no hay ningún proceso que pudiese conducir el mundo a una meta, sino que este gira siempre sobre el mismo sitio, e incluso el proceso de este giro es una mera apariencia subjetiva. ¿Para qué se va, entonces, a trabajar, si no se puede ir más allá? Así pues, el quietismo de Schopenhauer encuentra su fundamentación auténtica y verdadera en el idealismo trascendental de Schopenhauer, y no en su pesimismo. Además, en ese idealismo, el individuo, con su esperanza de redención, está remitido puramente a sí mismo, y se convierte en espectador de su propio salto por encima del círculo de fuego; no conoce una solidaridad del impulso de redención, ni del trabajo de redención para toda la humanidad. ¿Para qué, entonces, colaborar en el proceso total, si este es meramente accesorio, y solo importa salvar mi persona dejando de lado el torbellino que domina todo? Es, por tanto, en el aislamiento egoísta, que caracteriza su impulso de redención y que contradice incluso su propio monismo, donde reside el segundo motivo de su quietismo, no en su pesimismo. Finalmente, para él, el pensamiento es un producto cerebral, y más allá de la conciencia cerebral no hay pensamiento ni representación alguna. Ahora bien, si nosotros pasamos realmente por alto aquellos dos motivos para el quietismo, y quisiéramos seguir contribuyendo al trabajo común de la vida, ¿cómo podríamos esperar producir con nuestro cerebro la sabiduría que nos muestra lo correcto, cómo podríamos esperar, incluso si hubiésemos encontrado el camino adecuado, impulsar a las masas embotadas a seguirnos utilizando la razón consciente y a rechazar los caminos equivocados, si no descendiese en su pecho una Providencia más sabia, bajo la forma de un instinto y de un oscuro presentimiento, para conducirlas a la última meta? El tercer motivo del quietismo de Schopenhauer es, por tanto, su materialismo, su negación de una Providencia, y no su pesimismo. Pero si se acepta aquello que le falta a Schopenhauer, a saber, una Providencia omnisciente, que conduce todo el proceso del desarrollo del mundo a la meta de una redención total [Gesamterlösung], entonces el quietismo desaparece.

El pesimismo, como tal, solo puede ofrecer un motivo para el quietismo a aquellas almas de molusco, antes citadas, que debido a una completa flojera e incapacidad para reunir cualquier energía, reposan complacidas las manos en su seno y se entregan al dolor, como si lo hubiese dispuesto claramente una mano sabia, que las ha señalado para liberarse gradualmente del mismo. Pero para aquel que aún tiene ánimo y hombría para mirar de frente el dolor, tanto presente como futuro, reconociéndolo como provisionalmente inevitable, sin que se derrumbe su espíritu, no puede haber ningún motivo mejor para fomentar la actividad más esforzada que contemplar la posibilidad de llegar, mediante tal actividad, a una meta donde finalmente el dolor quede superado, mientras que mantenerse inactivo asegura un dolor que jamás tendrá fin. La representación de un placer futuro es un motivo más débil que la representación de un dolor futuro; pero motiva mucho más fuertemente que ambos el dolor inmediatamente presente. Incluso el hombre más insensible o el animal más tosco, al que no hace latir ninguna promesa de recompensa o de disfrute, se ve enérgicamente agitado y obligado a salir de su plúmbea inercia por la solicitud del dolor. Mas, incluso aquí, coopera incitando a la acción, junto al dolor próximo y sensible, la perspectiva de un futuro doloroso carente de fin. En todo caso, la perspectiva de verse libre del dolor no es en absoluto inmediata, sino que se encuentra situada en un lejano futuro; pero, por una parte, el lapso de tiempo finito hasta la redención es infinitamente pequeño si se lo compara con la perspectiva de una infinita duración del dolor, y, por otra parte, no estamos hablando aquí de la motivación de los animales, sino de hombres dotados de razón y de la capacidad intelectual de anticipar el futuro. Tampoco es el motivo propio del actuar la posibilidad futura de la redención, sino sola la condición, bajo la cual puede servir de motivo racionalmente activo el único estímulo propiamente dicho: el dolor inmediatamente presente, y representado en el futuro como carente de fin. Con esto se presupone, naturalmente, cumplida una condición, a saber: la conciencia de la solidaridad del placer y el dolor de todos los individuos. Pero esta solidaridad se anuncia ya, con voz perceptible, como el principio social de la época que irrumpe, igual que la libre conciencia atomizada en la lucha por la existencia era y es el principio de la burguesía.

El monismo, una vez admitido, hace teoréticamente insostenible el egoísmo, y pone en su lugar la negación de sí mismo [Selbstverleugnung], y la entrega positiva del individuo al todo; pues, según los principios monistas, es uno y el mismo ser el que vive y siente en mí y en ti, así que tu ser se ve tan alterado por mi dolor como por el tuyo, solo que da la casualidad que tú, como sujeto consciente, no eres consciente del primero. (Lo que yo he dicho sobre esto, cuando traté del segundo estadio de la ilusión no vale, por consiguiente, como apuntaba cierto crítico, solo para este, sino absolutamente). La solidaridad es la expresión objetiva para la esencia de la eticidad, la cual, subjetivamente (según su lado negativo y positivo), puede designarse como negación de sí mismo (también en el Evangelio) y amor. Pero la fuente de toda comisión de injusticia es el egoísmo [Selbstsucht], y el problema de la ética es hacerle inofensivo. Mas ¿de qué forma puede mostrársele más a las claras al egoísmo su estupidez, y cómo puede rendírsele más fácilmente, que por medio del pesimismo, es decir, demostrando que es vana cualquier tendencia hacia la felicidad individual (terrenal y trascendente)? Si la estupidez del egoísmo queda condenada de forma motivada y enfática gracias al pesimismo, quedando quebrantado con ello, entonces ya nada se opone a que el ser humano dé un giro hacia el único camino conocido que hace posible la redención de la miseria de la existencia: la abnegada entrega al todo; el dolor estimulante, y el conocimiento de la necesidad de que la persona entera se ponga a trabajar a favor de la totalidad del proceso, tienen ahora plena vía libre para actuar sobre el ser humano. De aquí se sigue que el pesimismo es, igualmente, la base más profunda y efectiva de la eticidad [die tiefste und wirksamste Basis de Sittlichkeit], en la medida en que él quebranta el egoísmo de una manera más fuerte que cualquier otro conocimiento, al tiempo que abre vía libre a la entrega solidaria al todo. Este mismo conocimiento presupone ciertamente aún otras dos condiciones, a saber: el optimismo correctamente entendido y el monismo. Pues si el monismo es falso, entonces permanece, ciertamente, la superación del egoísmo, pero no se sigue de él la necesidad del amor activo, ni tampoco la necesidad de participar con nuestro trabajo en el proceso del mundo, si no existe ninguna Providencia que, con velada omnisciencia, conduzca el proceso de la mejor forma posible, disponiendo el «cómo» y el «qué» del mundo, habiendo elegido desde el comienzo la mejor forma de redimir al mundo mediante el proceso del tormento que supone el querer irracional. Por eso, siempre he destacado este optimismo como un complemento necesario del pesimismo, pues no entra en contradicción con él. Por sí solo, el pesimismo de Schopenhauer es tan falso y unilateral como el optimismo de Leibniz y Hegel; la verdad no se encuentra en el imposible punto medio que flota entre ambos, sino en su unidad: «Este mundo es el mejor de todos los mundos posibles, pero es peor que ningún otro».

Es completamente lógico que aquellos que consideran la meta más elevada de la filosofía práctica y de la ética, no la negación de sí mismo y la entrega positiva, sino la autoconservación y la autoafirmación del individuo, es decir el egoísmo razonable, no quieran tampoco renunciar a la esperanza de una providencia individual infinita, para impulsar por medio de esta la autoafirmación de su egoísmo hasta el infinito. Pero, ¿quién grita más alto, e incansablemente, por la conservación de su preciosa individualidad? No el hombre de Estado, cuyos actos leemos en los libros de historia, sino esos filisteos, tan parecidos entre sí como un huevo a otro, y en cuya losa sepulcral se lee: «Nació, tomó mujer y se murió». Échese tan solo un vistazo alrededor: la mayoría de los seres humanos que realmente han aportado, producido y creado algo, tienen ante sí aquello que les permite tender satisfechos la vista hacia el curso de su vida pasada, y tras el trabajo anhelan el reposo, el sueño eterno, en el cual ellos entregan la prenda del alma en el seno de la naturaleza; pero precisamente aquellos individuos de tres al cuarto, que nunca han tenido ocasión ni capacidad para hacer algo ordenadamente que les dé derecho a estar cansados, y que están tan aherrojados en la lamentable sentina de su cotidianeidad filistea que no han alcanzado a percatarse ni una sola vez de esta miseria, son precisamente los que se quejan de este bien merecido cansancio individual, considerándolo una traición a lo más sagrado, y no tienen el más mínimo presentimiento del espantoso horror que supone la inmortalidad individual. ¡Bastarían unos pocos siglos de vida, cargando de continuo con una conciencia capaz, para sucumbir bajo su peso insoportable! Lo que maravilla en la economía de la naturaleza es que, igual que ella fortalece y refuerza la continuidad de la conciencia individual con las interrupciones parciales del sueño, también preserva y mantiene continuamente alegre la conciencia histórica de la humanidad, y la preserva de la relajación, mediante las interrupciones parciales de la muerte y la restitución de los individuos muertos a través de los nuevos nacimientos. Pues la vida solo puede mantenerse, en general, gracias al artificio por el cual a la niñez y la juventud todo le resulta interesante por novedoso, de manera que la niñez y la juventud disfrutan de una especie de inmortalidad provisional. El progreso y el perfeccionamiento han de tener lugar, y es de ellos de lo que se trata; pero ambos solo son posibles en el mundo, considerado como un todo, a través de una continua interrupción de la identidad de las personas; de manera que la duración de uno y el mismo individuo no puede ser más que muy limitada.

Ahora bien, ¿de dónde surge esta ardiente dependencia del hombre instintivo hacia la aceptación de la inmortalidad individual? ¿Por qué le parece tan doloroso que se la arrebaten? El motivo no radica más que en el nudo egoísmo, que oculta bien su desvergüenza detrás de la capa de la religiosidad trascendente. Porque el filisteo no puede aceptar que su amado y precioso yo, ese fantasma especulativo de su conciencia, que es lo único que más estima en el mundo, y por lo que tiene un interés verdadero e inmediato, sea víctima de la aniquilación; en suma, como él, con su ilimitado entendimiento, no es capaz de ir más allá y mirar por encima del temor a la muerte, espera alcanzar a través de la inmortalidad su perfeccionamiento hasta lo infinito, aunque no por mor de este mismo, sino solamente porque su yo ha de ser su portador. Cuanto más grande es el temor a la muerte en un individuo, tanto más próximo se halla a la esperanza de la inmortalidad, y tanto más acuciante se alza esta en él (una vez que se ha apoderado de su ánimo); en cambio, cuanto más indiferentemente mira el ser humano a los ojos de la muerte, tanto más indiferente le es el Más Allá. Al héroe en su fuerza juvenil, la inmortalidad le es muy indiferente, pero para las ancianas es el aire que respiran y les da la vida; para el filósofo, que ha conocido la no-individualidad de su ser y el carácter fenoménico de su yo consciente, no se trata más que de una cuestión falsamente planteada.

Pero el filisteo no se cree que su esperanza sea una ilusión egoísta, y busca justificar el deseo de su impulso vital infinito ante la razón consciente mediante motivos que, ciertamente, apenas pueden elevar una pretensión que vaya más allá que la de ser deseos subjetivos. Tales motivos son, principalmente, el postulado de una justicia compensatoria y la esperanza del amor, que desea reencontrarse con el ser amado también en el Más Allá. Pero consideremos ambos postulados algo más de cerca, no para ventilar la pregunta por la inmortalidad ―la cual solamente puede recogerse como fruto maduro del árbol de un sistema―, sino solamente para examinar la afirmación de que la inmortalidad es un postulado necesario del ánimo, sin el cual la vida sería desconsoladora. Solo si se logra demostrar la cuestión de la inmortalidad como algo que hasta ahora se ha puesto en conexión de forma errónea con estos postulados del ánimo, habremos ganado también para este problema la imparcialidad de la investigación teorética, que es la condición previa del éxito en todos los ámbitos de la ciencia.

El sentimiento de equidad, el sentido de la justicia, la fe en un orden moral del mundo, se sienten heridos por el pensamiento de que el pecado y la maldad pueden escapar sin castigo y que el virtuoso, que tanto sufre y a tanto tiene que renunciar en la tierra por la virtud, nunca haya de verse compensado por ello; ellos exigen que ese desigual reparto de los dones de la felicidad, que no puede negarse, reciba una compensación y recompensa en un Más Allá, donde la felicidad no haya de ser repartida de forma arbitraria y caprichosa, como aquí, sino atendiendo a la dignidad. Aquí, lo primero que tenemos que hacer es disolver la confusión de dos puntos de vista, el moral y el eudemonológico. El primero exige desquite de culpa y mérito; el último una compensación del sufrimiento y la felicidad; ambos coinciden, no obstante, en que sus exigencias surgen del sentido de la justicia.

Por lo que concierne al punto de vista moral, hay que aclarar, en primer lugar, que una virtud que no encuentra en sí misma su propia recompensa, no es virtud en absoluto, y por tanto no necesita ya ninguna recompensa exterior; y, si no encuentra dicha recompensa en sí misma, tampoco la merece. (La perspectiva de recompensa y castigo solo puede producir una justicia legal externa, pero no una virtud verdadera, e incluso la perjudica, emponzoñando su altruismo). Análogamente, no se puede sostener de forma universalmente válida que la culpa encuentre en sí misma su castigo, aun cuando esto también sea verdad, directa o indirectamente, en una amplia mayoría de casos; pues hay, no obstante, casos en los que los más grandes pecadores llevan una vida muy cómoda, tanto en el plano externo como interno. Si la recompensa en el Más Allá es, en todo caso, superflua y no viene exigida por la justicia, entonces parecería permitido un castigo en el Más Allá, solo en los casos y la medida en los que el castigo inmanente de la conciencia de la culpa no era proporcional al grado de la culpa, pues la proporcionalidad de culpa y castigo es la inamovible exigencia fundamental de la justicia. Pero, incluso entonces, este resto que queda de una jurisdicción situada en el Más Allá, solo tiene un sentido si se considera la vida del Más Allá como una prosecución, sin apenas modificaciones, de esta del más acá; pues el castigo solo puede manifestar un efecto preventivo o mejorador en relación con la manera de actuar futura del ser humano en el Más Allá, en el caso de que sus posibles faltas y pecados en el Más Allá coincidan con los sancionados en el más acá. Pero si la vida en el Más Allá (mediante la supresión de la sensibilidad, etc.) muestra unas relaciones y condiciones completamente diferentes; si de verdad comienza como una vida completamente nueva, y bajo presupuestos completamente nuevos, entonces la utilización de una represalia castigadora abstracta parecería completamente carente de fin, y cualquier ofendido en el más acá debería ser considerado como alguien inhumano y carente de corazón, al querer, aun bajo tales circunstancias, el castigo de su ofensor, pues lo que se espera del Juez divino es poco más que una ejecución del principio judío de «medida por medida». Pero si se destaca que es falsa toda concepción del derecho, justicia y castigo que funda el castigo, en vez de sobre las acciones hechas, sobre las que se van a hacer, entonces el concepto de una jurisdicción en el Más Allá sería, incluso bajo el presupuesto de las condiciones de vida completamente distintas, lógicamente imposible. Si, finalmente, se deja de lado el presupuesto de que los individuos en el más acá están por esencia y sustancialmente separados, y se admite que en todos vive, siente y actúa uno y el mismo ser, entonces es también un mismo ser el que comete una injusticia en el ofensor y el que padece injusticia en el ofendido, y también el que comete la culpa en el ofensor y padece el castigo en el ofendido. Solo una cosmovisión pluralista, que desconoce el orden moral del mundo en el más acá, se ve en la necesidad de buscarlo en el Más Allá; el monismo o el panteísmo, por el contrario, ven cumplida ya aquí, absoluta y perfectamente, la justicia moral.

También carece de fundamento la otra cara de la exigencia, a saber: la equiparación en la felicidad y la recompensa del sufrimiento inocente en el Más Allá. En primer lugar, hay que afirmar que la felicidad y el dolor no están tan desigualmente repartidos entre los seres humanos como suele parecer ante una observación superficial, que solamente concibe los bienes ofrecidos por la suerte externa. Pues la felicidad y el dolor se encuentran en el corazón mismo, y la totalidad de bienes externos que trae la suerte solo tiene influjo en su adquisición, pero no en su posesión. Del mismo modo que la virtud garantiza un sustitutivo para las más grandes privaciones, mientras que la conciencia de la culpa puede estropear la felicidad más elevada, también en la vida están ambas casi siempre mezcladas, y radica más en el carácter que en las relaciones exteriores en qué relación está la vivacidad de la sensación para ambos lados. La desigualdad propiamente dicha, y la que más pesa en la balanza, así como la respectiva falta de equidad de la distribución, radica, por consiguiente, no en las relaciones externas, sino en las cualidades innatas del carácter de la jovialidad (eukolia) y de la tristeza (diskolia). Pero, sin embargo, no se puede negar que en las alternativas y cambios de estado en la vida (contingencias de la felicidad, golpes del destino) existe un momento significativo y en absoluto despreciable, y que también hay un cierto nivel por debajo del cual incluso el ánimo más jovial y elástico queda roto y paralizado. Ahora bien, por lo que concierne al factor interno de la felicidad y el dolor, ya existe, como núcleo esencial, en el «ser innato» del individuo, y ha crecido con él, por lo que, con la perpetuación individual del carácter, parece imposible una compensación y remuneración de la tristeza producida aquí como consecuencia de ese mismo carácter, a no ser que se produzca una alteración parecida de la esencia del carácter, y con ello de la personalidad misma, lo que equivaldría a una nueva creación, con la interrupción de la identidad de la persona. Mas, en primer lugar, por lo que respecta al carácter externo, yo debo disputar decididamente que el dolor padecido (y que merezca este nombre) pueda verse jamás recompensado; piénsese, por ejemplo, en un respetable padre de familia, que debiera verse condenado a prisión por varios años a causa de un crimen infame, hasta que, por un azar, sale a la luz su inocencia: ¡todos los tesoros y coronas del mundo no podrán repararle a él ni a su familia el dolor que pasado! El propio dolor producido, nunca y de ninguna manera puede ser reparado, pues él ha debido ser saboreado enteramente y por completo, y lo pasado ya no puede hacerse bueno, sino que, todo lo más, aún dejan rastro sus consecuencias. Así que lo más alto a lo que puede apuntar la, así llamada, remuneración es a la restitutio in integrum externa y la extinción de la amargura del recuerdo; pero incluso esta última resulta difícilmente alcanzable en los casos más graves. Todas las bienaventuranzas del Paraíso (prescindiendo de su significado para el tiempo, que entonces es, en y para sí, presente) pueden, todo lo más, en relación con el pasado, lograr lo que una copa del Leteo alcanza con mucha más seguridad en la mitología griega. Ahora bien, puesto que en la exigencia de la inmortalidad precisamente ha de utilizarse como motivo tan solo el lado del futuro que se vuelve hacia atrás, parece claro que la remuneración buscada, en la medida en que ella es alcanzable (es decir, en relación con el recuerdo), se logra con mayor seguridad mediante el cese del recuerdo y de la conciencia individual. Pero abstraído el recuerdo del dolor padecido, no solo es imposible una recompensa del dolor, sino que, aunque fuese posible, sería completamente superflua, puesto que el pasado, pasado está, es decir, no existe en absoluto. Solo es real el presente, en el cual el pasado y el futuro solamente juegan un papel ideal mediante el recuerdo y la anticipación. Por tanto, si yo abstraigo de ese instante del recuerdo viviente, que es como una resonancia de todas mis relaciones pasadas, entonces su constitución dolorosa o feliz es absolutamente indiferente para mí, y es como si yo en este instante, en general, comenzara a vivir, así que no existe ocasión alguna ya de querer recompensarlo. Para el sujeto sintiente, no se trata aquí de otra cosa que de apartar la amargura que caracteriza un pasado doloroso, y esto sucede mejor con la interrupción de la identidad de la persona (la cual, como vimos, es, sin embargo, necesaria, en todo caso, para el factor interno; así que una remuneración del dolor pasado es tan superflua como imposible. Pero esto no suprime el reproche contra la justicia del destino, que hizo miserables a ciertos seres humanos en cierto tiempo; al contrario, la falta de retribución para el dolor solo acentúa el reproche. Pues, ¿qué se puede pensar de la sabiduría de una Providencia que aquí abajo nos desuella y cubre de plagas, todo a cambio de la felicidad en el Más Allá? ¡Esto equivale a alimentar a alguien con ajenjo, dándole esperanzas de que algún día, en lugar de ajenjo recibirá en pago miel! ¡Pero si yo no pido miel ninguna! ¡Así que déjenme en paz y ahórrenme el ajenjo! ¡Qué confianza hemos de tener en una Providencia que establecerá el justo reparto de la felicidad en el Más Allá, cuando en el más acá da tan mala prueba de su capacidad o de su buena voluntad? Un Dios bondadoso solo puede querer ver a sus criaturas felices, y que sean desgraciadas no es algo que dependa de su buena voluntad, sino de su poder; de manera que, mientras no cambie su poder, ellas lo seguirán siendo. Aquí se repite el mismo fenómeno que el anteriormente analizado desde el punto de vista moral, pues una cosmovisión que considera a los individuos como seres separados y sustancialmente distintos, debe reconocer el reparto de la felicidad y del dolor en el más acá como injusta e inicua, y por eso sueña con una compensación y retribución en el Más Allá, en lugar de reconocer que el error se encierra tan solo en sus falsos presupuestos metafísicos; pues el monismo debe encontrar tan absurdos estos lamentos sobre el desequilibrado e injusto reparto del dolor en los individuos como un enfermo que le reprochase al médico la indignante injusticia de que los dientes de su lado izquierdo tengan que soportar tanto dolor, mientras que los de la derecha permanecen siempre libres de él. Para el monista la compensación en el Más Allá equivale a que el enfermo pretenda plantear la exigencia de tener solo dolor de dientes todavía en su lado derecho, aun después de la resurrección de la carne.

Así, después de haber acabado con las exigencias equivocadas de un sentido de la justicia que parte de presupuestos erróneos, llegamos al segundo deseo subjetivo del que extrae su alimento la fe en la inmortalidad: el amor. Todo amor que merezca el nombre de tal, surge de la mezcla de dos elementos: uno egoísta y otro altruista. El amor desinteresado ama al otro solo por sí mismo; sin querer extraer para sí del amor un provecho, goce o felicidad, se esfuerza, sin reparar en sí mismo, solo en alcanzar el bien del otro. Este amor debe, necesariamente, retroceder espantado ante el pensamiento de la inmortalidad, después de haber conocido su horror. Él desea la inmortalidad del amado, en todo caso, solo por al amor a su bienestar, y debe con ello dejar abandonar su deseo como carente de objeto, tan pronto la inmortalidad ya no parece valiosa por consideración del bien personal. Pero el amor egoísta es, a su vez, y en primer lugar, egoísmo, y por eso los deseos que emanan de él, no solo carecen desde el principio de significado desde el punto de vista ético, sino que resultan también altamente sospechosos; en segundo lugar, se mueve en círculo, puesto que él puede albergar el deseo de ver al ser amado en el Más Allá precisamente solo en el caso de que haya una pervivencia en el Más Allá, y la necesidad de pervivencia se deduce del deseo de reencontrar al ser amado. Sin embargo, es completamente ilusorio que el tiempo de la separación terrenal de los amantes funde cualquier diferencia respecto a la decisión sobre la pervivencia en el Más Allá. El amor egoísta, que desea para sí consolarse con la ilusión del reencuentro, olvida que en el eventual Más Allá la persona amada estaría despojada de todo lo que se refiere a la apariencia sensible, así como de todo lo que depende de la organización corporal, a saber: su temperamento, naturaleza, carácter y capacidades del entendimiento consciente, que conformaban su diferencia como persona individual, y que, por consiguiente, nada quedaría de ella, sino, todo lo más, un tipo abstracto, en el cual billones de almas se asemejan como un huevo a otro, así que parecerían indistinguibles, y al menos ningún motivo quedaría ya para el amor relacionado con el individuo.

Pero incluso estas consideraciones parecen ociosas, si penetramos más profundamente en la esencia mística del amor, en aquel fondo misterioso, que hace que uno se pueda interesar por el bien de otro como por el suyo propio, y que el amor, siempre, incluso cuando sea egoísta, se preocupe por el otro, y pueda encontrar, en general, una satisfacción y un disfrute por sí mismo. La cosmovisión natural de la conciencia es individualista, monadológica y pluralista; solo lo inconsciente considera el ser inmediatamente de forma monista. El amor, en la ilusión de la conciencia, es la mirada plateada y fulgurante de la verdad eterna de la esencia única y total; la conciencia ve la apariencia seductora, pero no puede tomarla como lo que es, pues esto contradiría su ilusión necesaria, así que la capta como lo que algo que debe ser, como algo apetecible, y el presentimiento seductor de la unidad total se convierte en un anhelo de unificación [Vereinigung]. Todo amor es, en su raíz más profunda, un anhelo, y todo anhelo es anhelo de unión.

«¡El anhelo es el secreto de todo!

Todo devenir, crecer y florecer,

Es una eterna lucha

Hacia la inmaculada unidad.

La fusión eternamente fallar

Es el tormento del pecho humano.

¡En la fusión, volátil imagen onírica,

Reside todo el placer del amor!»

Hieronymus Lorm[3]

La raíz mística del amor llega a irrumpir de la manera más poderosa en los grados más elevados del amor sexual, porque aquí la unificación ya no se queda en un simple postulado, sino que se realiza, al menos parcialmente, mediante la convergencia de los amantes en el acto de la procreación y en el ser procreado, aun cuando no sea esa unión la que pretende directamente la conciencia, por lo que siempre se queda para la misma como un simple símbolo. A menudo, los amantes dan a su anhelo de fusión el revestimiento sensible más vulgar, pues les gustaría comerse o gatear uno por encima del otro, pero en todo caso, lo que ellos quieren es converger en una unidad tal que no conserven su individualidad, sino que lo que desean es disolverse absolutamente uno en el otro. A ellos les gustaría rendir incluso su vida, solo para reencontrarse por completo en la del amado. Quien nunca ha conocido el anhelo de aniquilarse uno mismo en la persona amada, no conoce el amor. Ahora bien, si el amor espera el logro de su meta propiamente dicha y el cumplimiento de su anhelo en el Más Allá (donde, como tendencia, evidentemente debe extinguirse), entonces resulta completamente contrario a la esencia del verdadero amor desear la pervivencia de la individualidad después de la muerte, porque entonces el tormento de una unión fracasada se eternizaría. Para el amor, la meta en la que tiene puestas sus esperanzas solo puede ser la fusión efectiva y duradera, cuya imagen fugaz y ensoñada constituía aquí su placer más elevado, es decir, la aniquilación de la individualidad, pero no ya en el otro (lo que, de hecho tampoco quiere el otro en absoluto), sino en comunidad con él en la meta del más alto y puro amor de la conciencia, en Dios. Expresado filosóficamente, esto no significa otra cosa que la supresión de aquella ilusión de la pluralidad de los individuos, que surge de la conciencia, es decir, la supresión de la conciencia.

Después de todo lo dicho, ¿es esta doctrina tan desconsoladora, o no supone, más bien, encontrar en el evangelio del monismo un pensamiento dulce y halagador, lleno de consuelo, que da satisfacción al más noble anhelo del corazón humano? Si todo lo más elevado y grande consiste en «buscar el no ser», entonces no hay nada más ínfimo ante el más alto tribunal que el egoísmo, el cual, incluso en su forma más noble, solo puede llegar siempre a ser medio (como fuerza que sirve de acicate para crear y hacer) y nunca un fin en sí mismo. ¿Está, por tanto, justificado reprender una doctrina como desconsoladora, porque tiene el valor de desvelar en su mezquindad aquello que para el filisteo es lo más alto, al tiempo que le muestra lo contrario de ese mezquino deseo como la meta más alta hacia la que merece la pena tender? ¿Se puede considerar horroroso destruir ilusiones, que únicamente enraízan y crecen sobre la volátil arena del egoísmo, añadiéndole una duración cada vez más dañina?

Sí, se me dirá; te concedemos la necesidad de sacrificar todo lo que es egoísmo y de renunciar, por consiguiente, a toda tendencia personal a la felicidad (terrena o ultraterrena); estamos dispuestos a concederte, incluso, que para la humanidad es vana la esperanza en la obtención de una felicidad positiva en el transcurso del progreso terrenal, pero, aun así, no podemos dejarnos robar la esperanza en la posibilidad de una felicidad positiva en general, y el absoluto desconsuelo, mediante el cual tu doctrina se condena a sí misma, se centra especialmente en la afirmación de la imposibilidad de una felicidad positiva en general, y en su resultado puramente negativo. Pero también esto es insostenible. Efectivamente, ¿lo que estoy planteando ofrece la perspectiva de algo malo? No, pues habréis de admitir que el no ser no es ningún mal. Y, si es verdad que el ser presente es un mal, mientras que en el panorama que planteo no existe ninguno, entonces lo que os ofrezco es un consuelo; pues, de hecho, yo os consuelo del ser con el no ser que se os promete; es el ser el que necesita consuelo, mientras que el no ser no exige ninguno. Es como seres existentes que estáis necesitados de consuelo; y lo cierto es que mi doctrina os consuela; por tanto, no podéis decir de ella que es desconsoladora; pues como no existentes, no os encontraréis desconsolados; decidme, entonces: ¿dónde está el desconsuelo?

¡Vosotros no queréis renunciar al pensamiento de una felicidad positiva en general! Pero ¿por qué no? ¡Porque la voluntad hambrienta, que anhela satisfacerse, grita desde vosotros! ¿A quién dirigís vuestra exigencia de felicidad? ¿En qué os basáis? ¿Es que tenéis derecho a la felicidad? ¡No, no tenéis ninguno derecho a ella, lo mismo que no tenéis el deber de soportar el dolor y el tormento irresistibles! Mas, si no tenéis ningún derecho a la felicidad, ¿por qué clamáis por él y os lamentáis ante aquel que os quiere arrebatar vuestras ilusiones? Vosotros queréis la felicidad, porque la queréis; en tanto sois seres que quieren, queréis la felicidad, y, en esa medida, buscáis la satisfacción de la voluntad. ¡Y no comprendéis que la voluntad irracional ha enloquecido vuestra razón; no veis que pertenece tanto a la voluntad buscar el fantasma de la felicidad, como le pertenece a la realidad obtener dolor! Os agarráis a la ilusión, contraria a la razón, que centellea ante vuestra voluntad, y olvidáis un estado en el que nada os deja que desear y en el que nada os falta, mientras os lamentáis sobre lo inconsolable de una doctrina que os muestra el camino hacia la absoluta satisfacción, porque la voluntad irracional que os domina se subleva contra el atrevimiento de tener que abdicar. ¿O quizás pretendéis hacer responsable al infeliz filósofo de que él os encuentre situados en un mundo que os plantea tan desagradables alternativas? Pero yo no puedo remediar que el mundo esté hecho de tal manera que solo se pueda soportar manteniendo intactas las ilusiones, o con una plena y sincera resignación. ¿O comete el buscador de la verdad un crimen contra vosotros, porque las verdades que él encuentra conmueven vuestras ilusiones? Entonces, ¿por qué leéis escritos filosóficos, si encontráis más cómodo no dejar que se os moleste en vuestras ilusiones, y, ante el conocimiento desagradable de la realidad, metéis la cabeza bajo las alas, como el avestruz cuando se enfrenta al cazador? Pero una vez que habéis llegado a comprender el error de vuestras ilusiones, entonces no podéis encontrar nada mejor que un enérgico recordatorio de que es necesario progresar hacia la completa resignación.

No, se me dirá, si también estamos dispuestos a sacrificar la satisfacción de la voluntad; pero debe haber más allá del proceso, en la Unidad Total, al menos una beatitud intelectual, libre de apetitos, que es más positiva que un retorno a la potencialidad meramente inconsciente.

Ahora bien —pregunto yo—, ¿cómo habría que pensar esta beatitud? ¿Quizás como las eternas meditaciones de Dios sobre su inagotable bondad y santidad, o sobre la miseria del mundo superado? No, no puede ser, pues un Dios no reflexiona, Él vive en una propia intuición intelectual, que todo lo capta con una mirada eterna. Pero, por mi parte, no veo qué diversión puede haber en esto. Quizás el pobre monje, ante el que cien años de contemplación de Dios pasan como si fuesen una hora, pueda verse trasladado a un estado de arrobo, porque se encuentra en él muy por encima de su radio visual; pero resulta difícil creerlo de Dios mismo, pues Él ya se conoce bien a sí mismo, de manera que seguramente terminaría por aburrirse de esta eterna autorreflexión. Dicho brevemente: o esta intuición resulta interesante, y entonces la voluntad participa de ella, con lo que puede llegar a ser aburrida o fastidiosa, es decir, puede llegar a producir displacer en vez de beatitud; o ella carece por completo de interés, con lo que le es también absolutamente indiferente tanto ser como no ser, es decir, su ser no es para ella más valioso que el no ser, y no precede a este en dicha.

Por más vueltas que se le quiera dar, tenemos que un impulso positivo de felicidad basado en la voluntad es una ilusión totalmente contradictoria; y, sin el fundamento de la voluntad, a tal impulso le falta cualquier base sostenible. ¡O un Paraíso con huríes, o el Nirvana!

[1]En: HARTMANN, E. V., Gesammelte Studien und Aufsätze gemein verständlichen Inhalte, Carl Duncker’s Verlag, Berlín, 1876, pp. 147-165. [2]Al hacerlo, podría creerse, fácilmente, que su discolia es la consecuencia de su cosmovisión pesimista, cuando es más bien ella, justamente, el motivo que coopera. En caracteres que no se inclinan por naturaleza a la discolia, el pesimismo no actuará en absoluto, en y por sí mismo, para enajenarles el disfrute real de la vida, sino que solo les prevendrá de disfrute ilusorio, que aportan más displacer que placer. El valor de una música, el poder de la ciencia y del disfrute de las ostras y el champán, para el pesimista, son los mismos que para el optimista; pero este último los acepta como algo obvio, sin prestar atención al disfrute, mientras que para el pesimista cada placer se destaca con mayor claridad, a través del contraste con el fondo oscuro de su visión general del mundo. [3]Gedichte, Leipzig, Richter, Zweite vermehrte Auflage, 1875.

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