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MANLIO SGALAMBRO, Contra la música. Sobre el "ethos" de la música

Os ofrezco a continuación el ensayo del filósofo italiano Manlio Sgalambro, titulado Contra la música. Sobre el "ethos" de la música, que he traducido por vez primera al español. Constituye una primicia, que pienso puede interesar a todos los seguidores de la corriente pesimista y del pensamiento mainländeriano en general. No olvidemos que Sgalambro ha sido, quizás, el único "discípulo intelectual" que ha tenido Philipp Mainländer. Espero que disfrutéis con su lectura.

CONTRA LA MÚSICA. SOBRE EL ETHOS DE LA MÚSICA[1]

Qué dulce y acariciante eres,

y agradable para los pies.

¡Krak! ¡Krak! ¡Krakerakrak!

¡Oh, gran Jack von Offenbach!

R. Wagner. Eine Kapitulation

Quien escucha de verdad, escucha la escucha.

M. S.

Un fantasma ronda entre nosotros: el fantasma de la música. Una melaza opresiva, algo indistinto, en el que se encuentra de todo: música de cámara y música que suena en las plazas, música para pocos y música para muchos, música buena y música mala. («Incluso la, así llamada, "mala música" es, después de todo, música, y no un simple conjunto de estos o aquellos fenómenos acústicos», afirma complacido Ingarden. Con esto, está todo dicho). Mahler compone la música de Mahler, pero canturrea las canciones napolitanas. Y para cada una se pronuncia la palabra fatal: gusta (Es gefällt). Un oyente rudo, sin ningún ethos, se ha apoderado de la música (igual que antes se decía que la música se posesionaba del oyente). Y ella lo sigue hipnotizada, emitiendo sonidos de sus mismos fans. En sus oídos, abiertos de par en par, suena esa misma música que ellos quieren escuchar.

Aquello que se dice «contra la música» no está libre de valores. Más bien, se apresta a emitir una condena que supone que el objeto ya ha sido juzgado. La actitud que no evalúa se dispone en torno a las ciencias humanas, o en su mismo interior, como si debiesen ser protegidas. Al sujeto cognoscente se le recomienda [164] ser no valorar..., hasta que desapareció. Al último sujeto, si por un casual se hubiese salvado uno, le resulta adecuado ser anacrónico. Hoy en día, quien valora es el Umstürzler, el subversivo. Él derroca los valores, porque esto es valorar. Por tanto, debe entender el significado de «contra la música», pues no se trata de provocar una vulgar polémica, sino de abordar una delicada cuestión metafísica.

En el crepúsculo de la humanidad, la música sonará sola. Quizás ya no se hace música para nadie. En todo caso, la crítica de la escucha no trata de regularse siguiendo las leyes de la música, sino sometiendo la escucha a leyes y la música a un ethos.

La crítica de la escucha, que debe perseguirse con otros medios, aparece aquí de un modo impropio, en el curso de un ajuste de cuentas con la música, con la adicción «social» a ella. Pero no todo lo que «vale» entra por la puerta.

I

Las implicaciones metafísicas de la música parecen haber desaparecido delante de las sociales. Pero es seguro que a cada nota le corresponde una sacudida del mundo, mientras que en la sociedad siguen aplaudiendo. El estruendo universal: así podría llamarse a una música que no solo aspirase a jugar un rol social, sino a hacer oír el sonido de las cosas. El primado de la música acompaña a la primacía del [165] mundo, del cual, no obstante, se ha descubierto el truco. Por un lado, es como si el ruido universal debiese cubrir los gritos desaforados de los vivientes, protegiendo de ellos a un eventual oído cósmico. Por otro, al gesto del mundo, que descubre sus propias cartas en la edad de la metafísica avanzada, y que ya se lee en Kant ―como si él fuese la mano de la filosofía―, le corresponde una invitación cada vez más acuciante al Maestro de todas las especies: Music please![2] Que la esencia sea dada al ver, a un ver superior, o hable como Logos, y por tanto que la esencia sea palabra, es algo de sobra conocido. Que la esencia se oiga, es lo que da a la música su espacio en los cielos. Tomando una afirmación de la «filosofía del arte»: «El sistema musical entero se encuentra expresado también en el sistema solar» (Schelling, Philosophie der Kunst [Vorlesungen; 1802-1803]). Según la definición de Thomas Mann, la música es idea acústica, pero es más apropiado decir que ella es la idea acústica del «ser». Se podría especular que, a parte subjecti[3], «música» son los escalofríos que sentimos escuchando al universo. Se confirmaría, así, el sonido como escalofrío. El oído es el peor de los sentidos. El menos libre. En el oído se instala el mundo, como sonido disruptivo, al que no se resiste. El sonido se impone. El problema principal, es una crítica de la escucha. Cuando se imputó a la escucha el haber sufrido una involución, se acusó a la música de masas. Sin embargo, la involución tiene otras causas. El oyente que experimenta la involución, se «niega» a escuchar. Los sonidos deben golpearlo, sin que él se comprometa. Estoy aquí, dice el oyente que sufre la involución [166], pero no escucho nada. Son los sonidos los que se escuchan a sí mismos. El oyente que ha sufrido la involución, no quiere entrar en ello. Quiere escuchar música, declinando cualquier responsabilidad. La prepotencia de la música lo desconcierta. Desde que se rompió el entendimiento con la música, después del ronroneo de la melodía, la escucha ha sido capturada, simplemente, por vulgares malhechores. Mientras que antes se iba a escuchar la música, recorriendo leguas a lomos de un mulo, hoy es ella la que se hace oír sin remisión. Donde estés, te coge por el cuello y te obliga a escucharla con diversas promesas. La promesa de la ciudad de las utopías se ha cumplido por su peor lado. Los ángeles que tocan la trompeta no parecen ángeles.

La música ha alcanzado su estado actual desde que pudo contar con el oyente como un instrumento inconsciente. De hecho, ella ya no toca fagotes, saxofones, trompetas o violines ―aunque pueda parecerlo―, sino que toca a sus ignorantes oyentes. El amor por el instrumento, ante el cual cae de rodillas el «pobre instrumentista», como delante de una criatura de carne y hueso, como sucede en el cuento de Grillparzer, es ahora sustituido por el amor por el oyente, sobre cuyos nervios danza el arco. (No se comprendería el retorno del «castrado» como voz dominante, si no fuese la época de la escucha. ¿Porqué retorna, en cierto momento, en la música occidental el castrato ―el castrato con cojones―, sino porque él es el instrumento perfecto?) Hoy, la música no tiene otro origen que la escucha. Si los dos momentos sufren la neta separación de [167] de las épocas de plena distracción, entonces la escucha precede a lo escuchado. Entre la música y la escucha no existe la simetría que se pretende. Si se preguntase a un compositor de hoy qué es lo que le inspira, respondería sinceramente si dijese que la escucha. El nacimiento de la música de la escucha es una broma pésima, después de haber prometido quién sabe qué cosa. Por tanto, se crea una música para la escucha allí donde se debería crear sólo para instituir un orden en los sonidos, para realizar una construcción. Aquí, el neoclásico Stravinski dice las cosas como son, y te desobedece como un mocoso. Todo suena. La música celebra con una fiesta la existencia del mundo.

Se ha dejado de lado la promesa hecha por la propia música de liberarnos con sus medios del horror de la existencia. La promesa hablaba de renuncia, y al que renunciaba se le prometía el cielo. Pero lo que resuena es otra música. La tarea de representar la esencia ―sea esta la «voluntad» o los «patronos»―, y por tanto liberarse de ella, se confía al divertimento. La catarsis retorna a su origen: deshacernos el estómago. En realidad, la música no se ha atenido nunca a la búsqueda superior de la liberación, y así se da por vencida. Wagner, batido, triunfa. La música de estadio de hoy en día es wagneriana hasta las heces. Ella realiza la ópera total. En el plazo de dos siglos ―más o menos―, la música ha recorrido enteramente su parábola. Con esto no se recomienda abstenerse de ella. Simplemente se denuncia en ella aquello que en un tiempo se llamó el carácter apologético. La música está de parte [168] del mundo. Ella no ayuda a resistirlo, sino que asume la defensa del enemigo desde un punto privilegiado: dentro de nosotros. ¡Escuchar buena música! Esta expresión se dice a la ligera. En realidad, la música es toda «mala». Lo que queremos decir es que ella bloquea la regurgitación que tenemos por la existencia, y se lo hace con aquello que se podría llamar, forzando las cosas, la maldad en sí. Los sonidos que deleitan, o alimentan la inteligencia más sensible, provienen de la muela que exprime nuestra vida. La música sale, tal cual, del toro de Falaris[4]. Los esfuerzos de Mahler para hacer una música hostil al «curso del mundo» no llegaron a buen fin, por la impotencia del autor. El ritornellino de un Lied mahleriano: «Wie ist die Welt schön!»[5] hace ver el ingenuo triunfo de la potencia de la música sobre su impotente autor. Y, sin embargo, es esto lo que debería hacer el arte: procurar desgracias al mundo. La música debería hacernos lamentar que exista el mundo. Debería ser renuncia, renuncia completa.

La vieja música progresiva, donde el progreso venía sustraído a «creadores» inconscientes ―condujese al cielo o a tres pasos de él: a la Sociedad para los Amigos de la Música― quemaba el progreso, porque en sus venas ardía todo lo demás. La tacha de metafísica, otorgada a la música por un autorizado exponente del Theatrum Philosophicum es su potencial condena. En realidad, ella se restriega en la esencia del mundo, de modo que lo en sí resulta en ella inmediatamente mediado; pero con ello queda enredada de tal modo con [169] aquello a lo que debería resistir con pertinacia, que cae perdida entre sus brazos. La llamada a la escucha de la música se vuelve una llamada a la escucha de sí mismo: lo dice Bloch. Como si en la música se celebrase el encuentro consigo mismo, como se ha querido siempre hacer creer, y no el choque con el mundo. Esta sería verdaderamente la exigencia de eso que hay en ella de artístico. Que la música aluda a la esencia, o la exprese ―como en la metafísica de la música―, no sería ni un regalo ni una concesión. La música babea por el mundo, esta es la verdad. Lo acompaña con sus instrumentos, como si él cantase. La filosofía de la música, de Bloch a Adorno, se instala en el puesto de la metafísica de la música ―cuyos perfiles estableció el viejo Schopenhauer―, sin decir siquiera por qué. Ella lo presume solamente, sin poner en discusión aquello a lo que tiene todo el deseo de suceder. El hilo conductor es la reducción de los problemas del mundo a problemas sociales, y estos últimos a problemas musicales. El sueño de Rousseau, según el cual «se cantaría en vez de hablar» (Essai sur l'origine des langues, cap. IV[6]), alude a la sociedad musical, que preconizan hoy en día los utopistas y funcionarios de la cultura. Bloch nota que en la élite intelectual, a pesar de la inclinación natural que todo ser humano tiene por la música, el amor declarado por ella es raro, y pide que «también los intelectuales se dispongan con la máxima solicitud al goce [170] de la música». Él tiene in mente los mismos efectos sociales que Rousseau notaba en la representación de su Devin du village en Fontainebleau[7]: fusión calurosa y lágrimas, muchas lágrimas («Le plaisir de donner de l'emotion à tant d'aimables personnes m'èmut moi-même jusq'aux larmes»[8]). En realidad, la música llega quien sabe de dónde. De los inmensos depósitos de sonidos, formados en el tiempo, y que una geología sonora podría individuar, provienen solo advertencias siniestras. Al imaginar una música para perros, Satie no llevaba a cabo solamente una foutou[9] dada, sino que con él se inicia, en serio, el quitarle al ser humano el monopolio de la música, para restituirlo no se sabe a quién, ¡pero que no sea social! (Quizás la música se prepara para ser para otros, no para el ser humano; quizás preparamos la música para otras especies). Se ha creído que el estado de la música, su actual desfachatez (si podemos llamarla así), tendría que ver con las distorsiones de la praxis social, que han penetrado hasta su núcleo. Beethoven le escribe a Wegeler: «Mis composiciones me hacen ganar mucho, y puedo decir que tengo más encargos de los que puedo satisfacer. Tengo seis, siete editores para cada pieza; y tendría aún más, si me preocupase de ello; conmigo se regatea: pido, y se me paga. Ya ves qué situación tan buena es la mía.» El productor de música no es ya un ruiseñor. Pero la necesidad de ganar, como ya había sucedido con Mozart, no va contra las «voces» del alma o los caprichos de la fantasía, y trae excelentes sugerencias de compromisos. Sobre la formación del mercado cultural [171] se vierte un sentido de culpa, acompañado de truenos y rayos (en este caso, de tímpanos y bombas). Pero la culpa es aquel estrecho nexo con el mundo, que no se quiere reconocer. Se sospecha de que la música no es libre por otros motivos. En la obra de Bach, Dios se encarna en el órgano. La convicción de Adorno de que Bach se va desvinculando del sonido «riguroso», a favor de una acentuación de la dinámica subjetiva, no resulta convincente, como no resulta convincente, en general, la, así llamada, relación con la praxis social. Esto privaría a Bach de su tema, que el estimado musicólogo habría encontrado, en cambio, en la dialéctica entre lo viejo y lo nuevo. Ciertos pasajes son actualmente absurdos, pero es necesario protegerse contra retornos inoportunos. La música de Bach se acerca más a su tema, aunque su médium se vuelve con él seriamente profano. El ruido se vuelve pegadizo. El oído celebra el evento, y, escuchando, ya está de acuerdo.

Para Bach y Beethoven, la música sólo parcialmente está en relación con el tema, mientras el resto ya comienza a apuntar a la escucha. Simplificando, se podría decir que, en su caso, esta última estaba representada por la flor y nata de la sociedad, mientras que el sujeto preferido de la música actual son desharrapados y canallas. Tipos como aquellos que en el ochenta y nueve se movían con La Marselleise. Que se haga música para los oídos: esa la fase en la que se encuentra actualmente la música. Pero con esto ella no se ha desprendido del antiguo hábito, que hemos llamado «restregarse con el mundo». [172] La música de fondo de una marca de licor no revela la miseria del tiempo, ni sus tendencias regresivas. La música es, ya de por sí, réclame del mundo, e invita de una vez por todas a comprarlo. Ella, que siempre ha tenido fumus metaphyicae[10], ahora los tiene por partida doble. Sin embargo, quien lamenta que una sinfonía sirva de publicidad para muebles de cocina, está indignado solo porque esto ofusca sus ojos para ver su auténtica función: publicitar el mundo sic et simpliciter[11]. ¡Qué bello es el mundo! «Tres al precio de dos». El carácter de la música como reclamo queda ocultado por su propio uso publicitario. Pero detrás de la música que acompaña a los alimentos para bebé, yendo mano a mano con el mercado, destaca la publicitación del mundo. El objeto que la música consigue vender más, la cosa más preciada, es el mundo, que, en cambio, según dicen los expertos, vale menos que una colilla.

II

Antes de que fuese la música, fue la escucha, dice la fábula. Los oídos del ser humano se tendían, atraídos por aquello que todavía no existía. Pero, ¿de dónde debía venir la Misteriosa, a través de qué senderos habría pasado la Reina? Preparad el cortejo, se decía. Después los oídos comenzaron a oír sonidos, que provenían de mil instrumentos... No, ellos no venían de ninguna otra parte, sino de los oídos. Así nació [173] la música: de los oídos. Esto, al menos, es lo que querría oírse decir. Pero es una fábula al revés, que no comienza con «erase una vez», sino con «una vez, que no fue». Una vez que no fue. Es necesario decidirse a desarrollar esta intuición de Nietzsche: la música viene demasiado tarde. ¡Cuánto hacía que la esperaban los oídos! ¡Cuánto debieron sufrir! Hasta el punto que, ya desesperados, debieron producirla ellos mismos. En resumidas cuentas: una vez, el oyente debía ir detrás de la música. Hoy, no se puede ya ni siquiera decir que la música vaya detrás del oyente, porque le nace de los oídos. Justamente la metafísica de la música ―se debe, pese a todo, llamar con este venerado nombre aquello que aquí hacemos―«oye» solamente sonoridad. Ella procede de música a música, atravesándolas con el debido sufrimiento. Se da por descontado el hecho de que no se puede ir directamente a la música. Pero ni siquiera quien permanece firme coge aquello que anhela. El problema es, en suma: ¿por qué el sonido? Debatimos acerca de cómo está hecho, pero cada cosa nueva debe rendirnos cuenta y razón. La sedicente tesis que dice: «la música es lenguaje» apenas esconde, con todo su tono distintivo, el nerviosismo. Ante todo, la música es sonido. Solo en este sentido es un destino. Ni tampoco es lo más importante el motivo temporal. He aquí por qué ella, a la larga, no logra encarnar la utopía. El ingreso de la música en el ámbito del lenguaje quiere exorcizar el sonido, que es su singular destino. La mera expresión «lenguaje musical» forma parte de las buenas maneras [174], mientras que ese algo salvaje que la música lleva consigo, alude tembloroso a su sonoridad.

Dado que el sonido no logra resolverse en «historia», debe ser afrontado, kantianamente, por una crítica del sonido que, ante todo, lo empuje a sus límites. El límite explica, entonces, por qué la música no puede ser dialéctica: para que no pueda superar las contradicciones con el mundo. En compensación, la música «se lo hace» al mundo, tal cual. Ella lo acompaña, como un triste piano en una sala de baile medio desierta acompaña todo lo que hay allí dentro, desde la pareja que baila, hasta los vasos sobre la mesa. Un sano anti-nominalismo se encargará, por tanto, de cancelar la diferencia entre una música y otra. Música culta, docta o tocada en un estadio: todo es música. Lo que queda es la música con la cual se prueba la escucha. Aquí, de hecho, caen los nombres que distinguen una música de otra. Se abriría un infinitum, donde se sustituirían, una detrás de otra, las músicas que han existido hasta aquí. En la escucha no hay diferencias. Como eso que se confiaba a los contrastes tipo forte-piano, agudo-grave, etc., decayó al nivel de diferencias para salvajes, así en la escucha sabia sólo se oye música, no Mozart o Cage. El prejuicio nominalista, que asigna a la música tantas etiquetas, no es compartido por la escucha. En el nivel del oído —si queremos ser vulgares— no hay más que un largo flujo, en el que flotan nombres, como tapones en un mar. Como una guillotina, la epoché[12], les ha cortado las cabezas. Lo que hay de nuevo [175] en una música es que ella siempre es música. La observación de Ingarden citada más arriba elimina un prejuicio recurrente: «Incluso la, así llamada, "mala música" es, después de todo, música, y no un simple conjunto de estos o aquellos fenómenos acústicos». Toda música determinada es una artimaña, solo la Música no lo es. Lo que le interesa a la música es la música. Óperas concretas, sinfonías, Lieder o «misas», serían exuberante apariencia. A la esencia le da igual. Esto no plantea, en verdad, ninguna cuestión particular en relación al progreso o la restauración. Esto es grano viejo de Adorno. En vez de una música que debe estar allí, a la música le basta con que allí haya música. Para la escucha, la verdadera diferencia no es esa distinción burocrática que distingue una música de otra, sino la desesperación.

En la escucha, cuya crítica en sentido kantiano estamos intentando, llega como un susurro el secreto de una escucha contra la música. ¿Tenía, pues, razón Hanslick? ¿Es verdad que la música no tiene ningún significado? Vana es la pretensión de Schopenhauer, dice con sensatez Bloch en Geist der Utopie[13], de que la música pueda subsistir sin el mundo, porque ella más bien hace que este emerja, «por cuanto representa con palabras diversas una objetivación de toda la voluntad, que es inmediata como el mundo mismo». Aquí se plantea, en realidad, el problema de si la música puede existir sin escucha. Ya sería negativa la respuesta de Stumpf, en su inmensa Tonpsychologie[14]. Pero sigamos prestando atención a Bloch. Cuando el sonido devino música: según él, este [176] evento se podría tomar personalmente: «A partir de Orlando di Lasso, se alcanza la plena libertad. Él domina el canto convivial con una maestría no menor que la gravedad de sus estremecedores salmos penitenciales; todo está ya puesto en su máxima amplitud para ser expresado; está construida la casa del sonido, está preparada la extensión, la perspectiva, la trascendencia del espacio sonoro, que por vez primera se vuelve de verdad completamente “musical”» (Geist der Utopie). El sonido es ya sonido escuchado, como aún lo define Bloch, no «sonido en sí». El sonido escuchado es el Ello que deviene Yo. El canto de las esferas no es el de las Sirenas, sino algo más horrible, que no cesaría de sonar jamás. De ese sonido que no cesa, verdadera imagen del infierno, nos defendemos con todas nuestras fuerzas, transformándolo en música, y transformando la música en escucha. Así queda trazada la genealogía de la escucha. Nosotros llevamos el destino de la música en nuestros oídos. O al menos eso parece. La escucha actual ha creado un nuevo tipo de adeptos. El oyente burgués no creía en sus propios oídos, ni, como resulta evidente, a sus propios ojos. La nueva escucha ha producido «creyentes», creyentes en los oídos. Justamente, la música emancipada desconfía de ellos. «Yo, solo sé», escribe Schönberg a Alexander Zemlinsky, «que el oyente está presente, y esto me molesta, aunque por motivos acústicos no puedo renunciar a él (en la sala vacía, de hecho, no hay resonancia)». Pero quien escribe esto sabe bien que la sala se podría [177] rellenar con otro material: bloques de cemento, piedras, sacos de arena, ovejas. En realidad, él quiere sustraer la música al nomos de la escucha.

Y, sin embargo, si la música debiese acompañar la muerte de nuestra civilización, ella no se oiría. Pero por otros motivos. Los tonos serían tan altos como para escapar a eso que en toda civilización pasa por oído musical. El terremoto acústico de la música wagneriana da ya la sensación de que ella tema no ser oída. La altura del timbre, la exasperación del sonido, aspiran a hacerse oír, quién sabe dónde. Algo que, al menos desde Beethoven, acompaña la voluntad de música.

«Hacerse oír» es romper la barrera que amenaza con dispersar los sonidos, como si no hubiese ya ningún oído para acogerlos. Los efectos sonoros exasperantes revelan el núcleo de verdad de la música actual: hacerse oír, cueste lo que cueste. Usar incluso el silencio para que destaque.

III

«Abajo el mundo», escribe Wagner en una carta a Liszt. Esto debía ejecutarse mediante la música. «Nimm mich auf in deinen Schoss, löse von der Welt mich los!», «acógeme en tu seno, rompe mis ligaduras con el mundo». El sueño imposible de Wagner de que la música pudiese dejar el mundo atrás, es el momento fundamental de la esperanza puesta [178] en ella. La música calla cuando Brünhilde exclama: «Enden sah ich die Welt», «vi el fin del mundo», pero el estrépito de los metales llega igual. El mundo aun existe. Quien tiene esperanza en la música vive de manera mediata, es decir, de limosnas. La esperanza que Wagner tenía casi por certeza, se disolvió en pocas frases. Ya forma parte de la historia del wagnerismo. Pero con esto se decidió también la de la música. Cualquiera que espere algo de ella sigue siendo un wagneriano. También Adorno. «Este libro cree que un día llegará una música, una música dionisíaca», concluía el primer post-wagneriano, Nietzsche, en Ecce homo. Sí, si es por esto, vamos a mover las nalgas. La música dionisíaca es la democracia musical del presente. Todos pueden tocar: ¿no lo hacen los gorriones? Todos pueden escuchar: ¿no tienen todos oídos? La muerte como placer supremo—höchste Lust— es una danza musical; en cuanto se expresa en palabras, difícilmente escapa la víctima al linchamiento. Pero aquí está, propiamente, la participación de la música en el engaño de los sentidos. Su ilusionismo. Después de Wagner, no puede tenerse confianza en la música. Su esfuerzo por comprender la totalidad, como si Kant no hubiese existido jamás, no es la improvisación de un reciclador de desechos. La música, que durante mucho tiempo sirvió solo para aliviar el tedio, parece convertirse de improviso en el punto fuerte de un gran plan de renuncia que Occidente, aun con todo su cristianismo, nunca había soñado. Y esto duró lo que duró. Después de Tristán, la música recayó [179] en sí misma. “Im Tristan stirbt die lezte der faustischen Künste”[15], escribe Spengler en Der Untergang des Abendlandes[16]. A Schönberg, heredero de la renuncia en tiempos tristes, y a las esperanzas que transmite su Moses und Aron[17] se les puede responder que aquellos que creen en la música ya no creen en la renuncia. Ellos son solo «oyentes», o más bien voyeurs de los sonidos. Cage los alaba porque «ellos no usan el sonido para empujarme hacia aquello que yo no quiero escuchar». Todo esto ha alcanzado hoy una perfecta ecuación: música es igual a escucha. O música es igual a lo que yo quiero. Entre una música que se esforzaba por ser el ser en sí del mundo y la música actual, hay un abismo comprensible. (Pero deberíamos decir, más precisamente, entre una escucha a través de la cual la renuncia revertía sobre el mundo y la escucha moderna sin ethos). Sube hacia la música el sentido de venganza de aquellos que no apuestan históricamente, sino escatológicamente. Pero incluso esto ha desaparecido. Quien confiaba en la redención musical, maldice el momento. Después de aquel breve período en el cual ella expresó la voluntad de renuncia, recomenzaron las jaranas. La música, no como promise de bonheur[18], sino como promesa de diversión. Bloch dice en una discusión cómo está el asunto de la música en relación con el mundo —si lo que resuena es la renuncia o su guiño a él—, sustrayéndose con dificultad a la seducción de Schopenhauer: «En consecuencia, la música, bien lejos de ser la panacea para nuestros dolores, no invierte, sino que refuerza y afirma la voluntad del mundo, cuyos gritos hace resonar [180]» (Geist der Utopie). La música, en suma, es la risotada estridente del Espíritu del mundo, que se ríe de nuestra suerte. Y, sin embargo, la renuncia mediante la música brilla, cual meta celeste, ante nosotros. La escucha no representa una pausa, sino que se inclina a la ley. Parece como si quisiese decir: a través de estos sonidos, renunciarás al mundo. Pero si el fin es un arte que dé al mundo aquello que él merece; de hecho, si precisamente esto debe ser el arte, la música no le pertenece, si penetra en el mundo con la dulzura de un amante. Qué quiero de la música, se pregunta Nietzsche. Que sea serena y profunda, como un crepúsculo de Octubre. Una pequeña y dulce mujer, hecha de perfidia y gracia (como está escrito, para nuestra sorpresa, en Nietzsche contra Wagner[19]). La música, por tanto, no refleja el mundo, supremo gesto metafísico, en su hipercrítica dureza, sino que lo hace suave, adorable, tierno. En la escucha —que oscila entre el tipo refinado y el tipo de joven bastardo—, se alzaría un altar para los oídos. Pero delante de esta pregunta: ¿por qué la música y no (su) nada?, la música está obligada a justificarse. ¿Es acaso una pregunta menos necesaria que esta otra, más conocida por todos:«por qué el ser y no la nada»? Nosotros no debemos dejarnos engañar por Nietzsche, ni por su perrito faldero (Bizet). Pero tampoco por Wagner. La amiga muerte, la amarga muerte, que anticipa la horrible falsificación de la nada, se exalta en Wagner, que entre sonidos de cornos, tubas y percusiones, la acompaña al tálamo. Son basuras parecida: casarse [181] con la muerte, etc., exaltan al máximo la aspiración de la música a arrojarse en brazos del mundo. O como sucede con la música progresiva: ajustarlo allá y acá, y ponerle una pieza, para que todavía pueda usarse. La escucha decreta: la música, o es renuncia por sí misma, o no es nunca renuncia. No lo es, cierto, por su tema, que en la Gesamtkunstwerk no puede separarse.

En los sonidos se descubren significados inusitados, desde que en aquellos de Beethoven se imprimió el sello de la libertad. En realidad, los sonidos se pueden tirar de la cola [coda] y llevarlos donde se quiera. Pero en sí no significan, son. ¡Los trucos que emplea Haydn en su Abschiedssymphonie[20] (tan bien descritos por Adorno en Alban Berg[21]), para plegar la música a sus intenciones, muestran ingenuamente (o cómicamente, como querría el mismo Adorno) qué es lo que no se debe hacer por la música! El flujo sonoro debe ser trabajado, plasmado: sierra y cepillo. En el trabajo se ven aquellas intenciones que de un flujo sonoro hacen Das Lied von der Erde[22], un Concierto para violín, o Wozzeck[23]. Sin embargo, la intención primera prevalece sobre ellos; prevalece la música, que se libera de los diques que el autor ha alzado para defender su privacy[24], y persigue al mundo con su única existencia. Si, pongamos por caso, la música de Berg debiese ser de verdad «un lamento porque el mundo no responde a una espera utópica» (Adorno), se puede decir a la «música», en general, que le den…, y el mundo lo festeja en la taberna.

Por tanto, abandonada a sí misma, la música celebra [182] la existencia del mundo. «Es necesario», escribe Cocteau en Le Coq et l’Arlequin[25],«que el músico sepa sanar a la música de sus lazos, de sus lisonjas, de sus subterfugios». Sería lo mismo que decir: se necesita sanar a la música de la música. La satisfacción que nos procura la música es de tipo sadomasoquista. Es decir, como placer, no difiere del placer desesperado de quien ve en el verdugo el último recurso. De Maistre sabe algo de esto. Ella manda a todos ahorcarse. No puede uno darse por satisfecho con el sufrimiento a cámara lenta. Lo que se sabe con certeza es que aquello que se sufre en la música arranca el mal entero de una vez, provocando un dolor extremo. Contra sus sueños desesperados, o esos otros taciturnos de la filosofía, la música es el compinche del mundo. Los sonidos más dolorosos se pasan finalmente al enemigo. También en aquellos que rozan el llanto perpetuo —como en Schubert— se siente resonar la marcha triunfal. Bloch, que dirige su ímpetu contra la racionalización de la música —potente contribución de Weber a la conversión de la música en el gran Tótem occidental—, quiere, en cambio, que ella exprese el sufrimiento en estado puro. Se puede estar de acuerdo con ambos, sin mediar entre ellos. La música entra dentro de un cálculo más vasto, que se expresa aproximadamente desde el concepto de racionalidad respecto del fin, pero que en su en sí se dirige al mundo. La música entra, sin duda, en el plano para una autoconservación racional. El refinado concepto de autoconservación da un paso más allá de la más bien tosca «voluntad de vivir». En suma, a la luz de Weber [183], es racional, como es sabido, todo aquello que resulta apto para reforzar la autoconservación. Según Bloch, en esto entra el lamentable «cálculo» del que quien escucha no querría saber nada, que constituye el pago del sufrimiento. Si la matemática es el tribunal del mundo, la música matematizada iría más allá de la autoconservación, y sería igual a una sentencia condenatoria. Algo a lo que ni siquiera Weber llega. Al final, se trata de conciliar en la música placer y dolor. Pero todos han podido ver a gente que se retuerce alegremente de dolor escuchando música.

La música es, por tanto, afirmativa. En sí misma, dice sí, y con entusiasmo. Et omnia valde bona erant[26]. «La muerte es un bien supremo / si me es dado morir por ella», canta Radamés en Aida (acto IV, escena I), pero la música es alegre como unas pascuas. Verdi, o sea un «operario» de la música, hace morir a Radamés para divertirnos. Las afectaciones wagnerianas en Verdi no significan wagnerismo, al menos allí donde vale el apelativo. Quien viola el wagnerismo de Verdi cree también escucharlo, pero en una escucha verdadera no se siente nada. O por lo menos, no se siente renuncia. Wagner marca los sonidos con su etiqueta, hasta que la música falla y vuelve a caer sobre sí misma. Pero entonces es solo música, fatigada o buena: nada más. El esquema operístico fue un débil dique opuesto a la locura de la música. En el Don Carlo[27], a través de bodas dramáticas y amores famélicos, se guiña el ojo al oyente. La muerte del protagonista permanece en suspenso. Se finge el deseo de la misma, pero no se muestra. No obstante, respecto a la [184] muerte truculenta de Rodrigo, esta de Don Carlo, discretamente esperada, sin derramamiento de sangre, encanta púdicamente. En el lamento no hay renuncia, sino solo lamento. La escucha nota, en todo caso, resignación (en el aria de Felipe II, Acto IV, parte primera, escena I: «Dormiré solo en el manto mío real / cuando mi jornada llegue al atardecer»). Brotan lágrimas auténticas, hechas de esta pasta, pero de un modo cada más decisivo, la música se vuelve promesa de diversión, divertimento asegurado. Renan escribía, hace poco más de un siglo: «A medida que las esperanzas desaparecen, es necesario habituar a estos seres efímeros a ver la vida como soportable… El pesimismo y el nihilismo tienen su causa en el aburrimiento de una vida que, por la defectuosa organización social, no vale la pena de vivirse… El más peligroso error en el hecho de la moral social es la supresión sistemática del placer… Es necesario que las masas se diviertan» (Feuilles détachées[28]). He ahí el Renan auténtico. Si confiásemos la chusma al aburrimiento, no resistiría ni veinticuatro horas. Y también la música se ha dado cuenta de esto.

A pesar de todo, nosotros debemos escuchar la música sabiendo que no le seguirá ninguna redención, y que el mundo también vence en los sonidos. Debussy promete la redención —casi por desesperación—, aunque solo sea por una tarde: «Tout est perdu, tout est sauvé! / Tout est sauvé ce soir» (Pelléas et Mélisande, acto IV, escena IV[29]). Al menos esta tarde estás salvado, dice la música. Puede ser. La música, sostiene Adorno, es una entidad social, y se volvería irrelevante si fuesen [185] cortados todos los cables que la ligan al que escucha. (Impromptus[30]). Esto es justo, y a la vez equivocado. Es justo, sin embargo, que no pueda darse la música en sí, según la respuesta general de Kant, que se podría extender a ella, y que vale, por tanto, para la gnoseología misma de la música. No se da la música más que para un oyente. Y, sin embargo, la música en sí debía ser la de las Esferas, y debería hablarse de una música que no existe para nadie, si el mundo no existiese para nadie. Cuanto más insiste la música sobre sí misma, como si estuviese sola en el mundo, más muestra el excesivo poder de este último. Ella bate el bombo para presentarlo a la élite y al público culto. La felicidad de la música es una felicidad estancada. El triunfo actual de cualquier música indica la necesidad de felicidad a coste cero. El alma se concede un refrigerio. Una pequeña lista, compilada con diligencia por Schönberg, ofrece las posibles sensaciones que debe hacer probar una música: entusiasmo, placer, deleite, felicidad, divertimento distracción, sensaciones violentas o exaltación. El alma pesca ahí a su gusto.

La música no tiene ethos. El ethos lo tiene la escucha. Que Schumann, alucinado, oiga música completa, música sin más, o, como escribe su mujer, Clara, música como no se ha oído nunca sobre la tierra, da qué pensar. Un sonido, siempre el mismo, continuado por veinticuatro horas (siempre que corresponda a eso que Schleiermacher llama, en su desgarbada Ästhetik[31], «disposición al sonido»), contendría todo aquello que puede desear un oyente refinado. La [186] música, por tanto, no es ni hedonística ni ética. Sea lo que sea aquello que quiere el autor, ella va a lo suyo. Todo lo demás es escucha. Aquí sucede el milagro. Sí, tout est sauvé ce soir. El fin del mundo queda postergado.

IV

Uno querría esconderse de la música y que no lo encontrasen. Meterse detrás de una barricada tan espesa que no dejase entrar ni la más mínima corriente de aire. Que no me coja, Señor, rezas, que no contamine mi oído, o me lo taparé con cera. Pero en cuanto lo has hecho, y te sientes seguro y sereno, disponiéndote a ocuparte de tus cosas, el horrible sonido se desencadena dentro de ti, se agita como mil demonios, y te conduce donde quiere. Te obliga, como la vida, a vivir, aunque no quieras. Pero tú no te dejas salvar a un precio barato. Estote vigilantes[32]. Vigila, pues: la «salvación» puede eludir la guardia más atenta y apresarte al vuelo. Al menos esta tarde estás a salvo, ronronea la música. Lo sabe, te tiene entre sus manos, y le importa. Pero tú arráncatela, grita, aúlla: «¡Al ladrón!», no te dejes salvar. Estote vigilantes.

La música debería hacer desaparecer el mundo con un chasquido de los dedos: esto sería la salvación, y este el valor de su sedicente redención. No se trata de disolver los trazos endurecidos de una sociedad, e insinuar, con dolor, dudas al respecto. La música no es mala, dice una conocida sentencia. [187] Al contrario, es bastante buena, puede añadirse. Ella debería, en cambio, añadir desgracia tras desgracia, de manera que, a través de ellas, el individuo despierto emprendiese la senda de la renuncia. Para poder hacerlo, la música no debería «complacer». Debería sobrepasarse el nivel de goce dentro del cual se construye, según Kant, el juicio estético, o sea, lo bello debería complacer sin placer. El juicio debería registrar casi un cambio antropológico. Se podría justificar una música que destrozase, como si fuese un cilicio, las carnes, o que rasgase el consentimiento como la tortura. De este modo, ella daría una señal a las otras artes, en virtud de su primacía.

Si es verdad que las últimas músicas de Beethoven y de Schubert están dominadas por la imagen de lo inorgánico —la escucha lo confirma—, es porque la música se interrumpe en favor de una no-música, difícil de descifrar. Con el pensamiento de la muerte concluiría todo, según Adorno, no sin una promesa final que se implementaría aquí y ahora, fruto de una praxis social tensada al máximo. Permanece, sin embargo, también para Adorno, que la de Schubert no es una música dialéctica. Mientras la ventaja de la «filosofía de la música» estaría en hacer un barrido limpio de la metafísica a-dialéctica de la música (Adorno contra Schopenhauer). La música de Schubert es demasiado apagada para que pueda hacerse oír. Y, sin embargo, esta alma gentil destrozó corazones, y no los recompuso. Llamad, y ninguno os abrirá: él lo entendió. [188] Si la música fuese entendida y compuesta como espíritu ya apagado, recuerdo de una imagen schellinguiana, esto sería decisivo para aquella metafísica a la cual, según nosotros, retorna. Pero un bergsoniano hablaría con más razón de élan musical, como Adorno de dialéctica. Si con esto quisiera decirse que la música pertenece a la ilusión trascendental (como Dios y lo demás), estaríamos de acuerdo en el momento en que, con un buen empujón, aquello no se queda solo en ilusión, sino que deviene realidad ilusoria, engaño. Que el sonido se dirija hacia un futuro, o no tenga futuro, es algo que pertenece al ámbito de las falsas preguntas sobre música. El retorno a la metafísica de la música —traemos a colación el término a propósito— concierne solo a una pregunta a la que puede otorgarse todo nuestro respeto: ¿por qué hay música? La respuesta de que la música debe existir (dada por Adorno en la Einleitung in die Musiksoziologie[33]) remite, invariablemente, a la tesis previa de que debe existir un mundo. La filosofía europea duda hoy en día de ello. La filosofía de un buen europeo ha tenido estas características constantes: encontrar indigno el mundo y procurarse otro distinto. Hoy no quiere ni esto ni aquello. Espera, desde ahora, el fin del mundo. Lo que se debe decir del mundo es que no debe existir. Esto no es ceguera para los valores, sino la conservación de su sentido, del cual hoy solo se ocupa el Umstüzler, el subversivo. De hecho, quien los conserva, los ha perdido. «La música del alma, completamente cristianizada», cuya llegada soñó el Geist der Utopie (esta obra se llamaría mejor, «Geist [189] der Musik») quitaría a la música el áspero deseo de venganza, que le toca expresar a toda arte en secreto. Aquí está también la contradicción de la música, más allá de sus bravatas. Si una determinada forma de arte debe existir o no —una pregunta que, desde Platón, cada vez se oye menos—, es una solicitud que no se arredra delante de las amenazas. Ella forma parte del mismo derecho que pregunta, autoritariamente, las razones del «ser».

Por tanto, la pregunta es legítima para la música, contra la cual también se podría exigir una orden de revocación, como hace Platón con la poesía. Quien se abandona a la seducción de la música, «a la larga termina por fundirse, licuarse, hasta vaciarse de toda energía... rompiendo los nervios del alma». (Platón, Rep., III, 411 b). ¡Qué bonito sería despertarse una mañana, reconciliado con el mundo y con Dios! ¡O con el curso del mundo, a través del acorde en fa, como la Mariscala en el Rosenkavalier[34]! (¡La música como idea eterna de la canción de cuna!) El acorde que la música valora más no es, en verdad, el que hay entre las notas, sino el que se da entre las notas y el ser humano. El acorde de los acordes. Un «Manual de armonía» que no haya hablado de él, ha callado sobre lo esencial.

El murmullo de las hojas, el canto de los pajarillos, el silbato de plástico de Cage: el oído está satisfecho. Pero es con la música instrumental que la conciencia del dolor se despierta. Aquí, la escucha es llamada para otras tareas. Aquí, la música es llamada por la escucha misma. [190]

V

Stravinski «sabotea» la música no tomándola en serio. Aquí, se encuentra el significado de la parodia stravinskiana. Podría compararse con tipos como Mann y Borges, quienes sabotean la literatura, dando a entender que es repetible hasta el infinito, pero cada vez con alguna cosa menos. La diversidad de las maneras estilísticas y de combinaciones de géneros diversos se extiende a la filosofía, que así se va reduciendo cada vez más. La importancia de la forma en la filosofía actual —o el hecho de que en ella haya entrado la parodia con prepotencia—, muestra que la filosofía ha tomado el camino que lleva a la burla por desesperación. En realidad, se burlan todas las formas del espíritu. Eso que Stravinski llama «cleptomanía», con un golpe de intuición singular, indica la relación que se establece en un sentido opuesto a la autonomía, tanto en el arte como en las formas cognoscitivas. Lo «precedente», lo «ya visto», lo «ya oído», representa «lo usado» de lo que se apropia. El «sisar», en filosofía, como en música o en literatura, es la forma actual de relación, en la cual la imitación ha llegado a ser fundamental, no la obsoleta originalidad.

Todos los sonidos han sido oídos; todas las sonoridades, escuchadas. Nosotros sucumbimos a la música, esta idiocia monumental. Sólo nos puede salvar una nueva escucha. Se debe, por tanto, renovar la escucha, hacerle cargar con su esencia refleja, y después volver a escuchar. En la escucha renovada se [191] debe distinguir cómo debe escucharse la música. El nuevo tipo de oyente escucha la audición.

Escucha la música y luego préndele fuego. Esta debería ser, más bien, la relación justa con el arte en general. A fin de que ella no se afirme y no eche así una mano a aquel mundo al cual, mientras tanto, se ha aficionado. Así, el arte rescata juntos su viejo odio por el mundo y su naturaleza de rufián. Después de todo, la música será un breve paréntesis en Occidente. Ella terminara en un murmullo sin instrumentos, o en un tam-tam lejano. El sonido se disolverá en un envidiable torpor. Si se repitiese hasta el infinito una sola nota, esto bastaría, pues sería música para gente en las últimas. Für uns, para nosotros. ¿Qué quería decir Debussy, cuando afirmaba: «Vraiment la musique aurait du être une scienc hermétique...»[35]? ¿De qué misterios estaba hablando el músico? «Faire plaire»[36], con esto está dicho el papel de la música, por parte de un tercero. ¿Pero «agradar» a qué, si no es a la vida regenerada por ella?«Yo querría expresar la génesis lenta y suficiente de los seres y de las cosas en la naturaleza, luego el expandirse ascendente, que termina con una alegría de renacer a una vida nueva...» Pero nuestra sabiduría ha prohibido la vida. La nueva escucha debe hacer dulce el fin. Hay algo podrido en la música, cuando ella se lanza a la vida tan a fondo. Schopenhauer aprendió la metafísica de la música en su pequeña flauta. La música de hoy —la inmensa cantidad de notas que se producen, desde las grandes orquestas a las bandas— no sabe tartamudear una teoría [192] decente de sí misma y metérsela bien en la cabeza. La obra de arte que quiere permanecer, que sueña para sí la eternidad, hace como el autor de cuatro duros, que encuentra también demasiado poco para su hambre de inmortalidad. La obra de arte a la altura de nuestro tiempo quiere, en cambio, desaparecer. La auténtica música se da a la escucha, a fin de que esta la disperse a los cuatro vientos. Como la verdadera lectura, es mortal. El arte que el espíritu tolera, no es aquel que permanece, estólido y perenne. Toda obra debe aceptar la suerte que le depara su propio naufragio. Existir un momento, y después: ¡fuera! Este es el ethos de la obra de arte, tanto más cuanto mayor es su grandeza. La obra de arte no debe adherirse a la existencia ni sedimentarse. El oído que dispersa los sonidos —en vez de recogerlos hasta el último— ha intuido el espíritu ascético de la escucha. El espíritu de la escucha pende, como una tormenta, sobre las «obras», y las barre. De un arte de grandes pretensiones que, «sin embargo, estaría presto a tirarse», habló el parsimonioso Adorno, admirado, a propósito, por Stockhausen (Ästhetische Theorie[37]). Pero el jazz, por ejemplo, asusta a Adorno, como una amenaza contra la adorada música localizada desde posiciones demasiado cercanas. A fin de cuentas, la música, incluso la más «nueva», está ligada al compositor como la gnoseología más neutra a cualquier sujeto. Mientras que el jazz, si mantuviese la promesa de su nombre, debería ser siempre solo «improvisación». Pero esto querría decir nacer y morir en el momento. Como ciertos insectos. En passant[38], esto debería exigirse severamente de [193] todo arte, cuya delicadeza respecto a las otras formas del espíritu parece a veces no pedir nada mejor. La memoria culpable debería quemarse viva, y después, olvidada de ella misma, quemar el espíritu mismo.

Pero precisamente ella determina el horrendo pecado de Occidente: acumular no solo «dinero», sino también «espíritu». El arte tiene la tarea de dejar las cosas tal como son, sin contrastar y potentes. Algo que puede hacer en un abrir y cerrar de ojos. Así, se libra su fuerza cognoscitiva inmanente. Pero si se inmoviliza en su existencia, o, para decirlo como un ontólogo, si se convierte en «ser», se vuelve parte de aquel mundo que en su brillo secuestrado lograba verdaderamente contrarrestar, sin hacer nada. Si la música es el prototipo de arte, lo es en cuanto se pierde en el aire. La reflexión sobre la música ajusta las cuentas con la cuestión entera del Espíritu absoluto. Así como lo vemos in fine saeculi. Ella es el Praeceptor. Nos enseña a bofetadas que el Espíritu es aire. El «Espíritu», por tanto, se dispersa. La música enseña. Su destino es anticipar la nueva politique de l'esprit. Ella aborrece el momento de la «conservación», sobre el que tanto insistía Hegel, y todo se diluye a los cuatro vientos. Cuando termina la ejecución, los instrumentos la han dispersado, agotada, en el aire. [194]

VI

¿Cómo ha actuado sobre un alma filosófica? ¿Cómo ha podido actuar tan a fondo su swing sobre alguien que solamente amaba los conceptos? Yo soy filósofo por naturaleza, es decir, me pasé a la filosofía como un sonámbulo, no presté atención a dónde ponía los pies, y sin embargo caminaba enérgicamente. Oh, viejo y querido Louis[39], cuando te unía a Hegel, cuando leía fragmentos de la Wissenschaft der Logik, con una voz que provenía de las vísceras de la tierra como la tuya... Sein, Nichts, werden...[40] La tuya era la trompeta del juicio, y junto con ella, también la de los ángeles, y traspasaba la dura cáscara de los días más infaustos como una ligera saeta... Oh, viejo Louis... Cuando leía la Ethica y sentía la lead de tu trompeta, como una guía para descarriados, ¿cuál podía ser la melodía en esta partitura para espíritus excepcionales, que había escrito Spinoza, ese viejo pulidor de lentes? Después de Caruso, viene Armstrong. Esta era mi genealogía. La trompeta de Armstrong había robado los secretos de la voz de Caruso... Yo los mezclaba con los libros de aquella disciplina que me rondaba por el corazón, y los estremecimientos de mi mente se asemejaban a sus ataques de trompeta. En suma, yo también tocaba. Me metía en la banda, huésped secreto, con pedazos de Kant y Schopenhauer. Tocábamos juntos la alegría de vivir, en un mundo desesperado. Y la música se hizo trompeta... Puedo decirlo. Viví esta «encarnación» como uno que no cree en los fantasmas, ni siquiera en el fantasma de la música. La música debe siempre encarnarse, y «el ser humano» [195] es su mejor instrumento... Por tanto, decía para mí, ¿qué habría pensado Nietzsche de Louis? ¿Qué cosa era más bella en aquel hombre que sus entusiasmos? ¿Qué fue Wagner para Nietzsche, si no un entusiasmo? El canto scat de Armstrong, las sílabas sin sentido, ¿no le habrían cogido por los pelos? ¿Habría escuchado Nietzsche Heebie Jeebies como el Coro de las Walkyrias? Cuando Hegel daba sus lecciones, su cavernosa voz salía como si la pasase a través de las manos, gorgoteaba, crujía, y, sin embargo, era el Espíritu del mundo quien hablaba. Él lo había visto, como Napoleón a caballo, por las calles de Jena. Yo imaginaba el Espíritu de la música en el Cotton Club, junto a Lucille Wilson.

Padre fallido de la música dionisíaca, Nietzsche es, sin embargo, padre —o pariente próximo— de la música ligera. Sus Lieder, faltos de aliento y «burgueses», no permitirían sospecharlo. Pero su escrito Nietzsche contra Wagner es la partitura de la cual fluyen sonidos prometedores, aunque mudos. Nietzsche, padre de la música ligera. Si es así, ésta tiene un padre terrible. A través de Louis, en cambio, yo sentía los sonidos de Dionisos. La voz, grito prolongado donde se expresa el aullido de horror del primer ser humano, recuperaba su valor. La no-voz de Armstrong, como fue definida, quemaba la tierra en torno suyo.

A Hugo Wolf, en el manicomio, se le oyó decir: «¡Asquerosa música!» Qué palabras de amor en boca de un loco. No quiero decir que Louis hubiese podido decir nunca una cosa parecida, pero él tocaba en un mundo asqueroso, y hacía música [196] para gusanos. Recuerdo que en Doktor Faustus—no sé cómo entré en esta historia—, cuando Adrián exclama —y su estúpido amigo Serenus Zeitblom lo transmite fielmente (es el capítulo 45) —:«No debe ser... Está retirado... Quiero retirarlo», se está hablando de An die Freude. Pero, en realidad, es toda la música «noble y alta» la que debe retirarse. Que ahora repta por el suelo, y se retuerce. Es la hora de la música para gusanos, me decía con exaltación. La música para después. Me parecía como si aquella trompeta elevase su furor por lo alto. Después de unos años, leí el parecer de uno, que decía, más o menos: «Suena como si no hubiese futuro». «En ningún lugar, querida, habrá nunca un mundo, si no es en nosotros»: tenía cerca, entonces, la séptima de las Duineser Elegien. Y me parecía que este «mundo en nosotros» fuese todo aquello que la música podía dar, mientras que el mundo fuera de nosotros nos oprimía.

Hojeaba como un loco libros de lógica, de ética y de metafísica, mezclados con Heebies Jeebies. Hoy, «master and conmiserable man»[41], simplemente recuerdo.

Pero prosigo, Louis. Eran caballos que me galopaban por encima, o corridas de notas que salían despedidas del noble metal de la trompeta, o de aquella mísera trompetilla de lata que dicen que tenías, cuando eras niño.

Cuando escuché West End Blues, era ya un hombre maduro. La ilusión de la música me había abandonado hacía tiempo. Luego, adiviné el desprecio por la música en los sutiles labios de Schönberg, que no podía soportarla ya. Se ha llamado «música [197] nueva» a aquello que la destruía con la nada. «Aburrida y falta de creatividad», la definió un crítico, después de la escucha. Cree también en Dios, habría respondido, pero deja en paz al artista. El gran Schönberg sabía que la música se destruye. Y él, precisamente, quería destruirla. Qué le importa si el clarinetista interpreta Der Mondfleck en la, en vez de en si bemol. Como Louis, que no tocaba para el futuro. Como los amigos de Louis, para quienes Stravinski era el nombre del charcutero que había debajo de su casa.

Los sonidos explotan alegres, y calientan el alma y el cuerpo: esto es lo que sé de Louis. Y pondría ciertas canciones suyas en un tratado de ética, dándole sus títulos a los capítulos. Esto es lo que sé de Louis.

VII

Que la música, como tal, sea «voluntad de vivir» no quiere decir otra cosa, sino que ella tiene que ver con la esencia en cuanto Unwesen[42]. Con las potencias siniestras, diría un pensamiento gnóstico. Con un brote de vida infecciosa, decimos nosotros. Con aquella tesis, el flautista Schopenhauer le dio la mano a alguna cosa que hasta aquel momento era desconocida: la metafísica de la música, de la cual la filosofía de la música se alejó tanto, que perdió una y otra. La música, se dice desde la filosofía de la música, en pleno delirio, revela la esencia de la sociedad (pero no su [198] actualidad, sino la utopía). Ella sería más bien, prosigue el exaltado Adorno, el infierno dialéctico, en cuyo fuego se forja el socius[43].Que la música pueda desquiciar lo sucedido, minar el mundo, hacerlo explotar: rodomontadas del viejo Bloch (como esta otra: ¡la música, dinamita del mundo!). Estas «fuertes» imágenes remiten, más bien, a su imagen justa: la canción de cuna. «El acorde consonante no tiene ethos»: estas palabras misteriosas, transmitidas respetuosamente por Stumpf, y extraídas de los problemas musicales pseudo-aristotélicos, corresponden a la denuncia de la falta de ethos de la música que aquí hacemos. Solo la escucha —cuya crítica en el sentido kantiano estamos aquí dilatando, incluso en base a una excusa inútil— susurra un secreto imperioso: sólo la escucha tiene ethos.

A, pesar del dolor, uno se derrite del encanto. El pensamiento, que formula con acentos destacados sus acusaciones, se retuerce en su interior, y siente la propia abyección. Pero no hay nada que hacer. Non possumus[44]. También está el «mal» de la música, la irritación y el engaño. Pero no se puede desertar del ethos que nos induce a combatirlo. Non possumus. La música, que la especie ha considerado y honrado hasta aquí, en la edad de la Umwertung[45], se invierte y transmite nuestra condena. Entonces, el ethos que nos hacía sentirnos en ella como en nuestra casa cambia, como por arte de magia. La escucha misma estremece, como si oyésemos un rechinar de dientes y risotadas. In música stat Satana[46]. De ella no lo esperábamos. «Dies, Tristan, mir?» ¿Esto es para mí, Tristán? [199]

«Si la palabra os disgusta, no la llaméis música». Pero la posibilidad de que la música reniegue de su nombre queda rasgada para la música por la música misma. Es como si ella, renunciando al nombre, dijese, en el mismo momento: y, sin embargo, es música. Que la música se haga «a la luz del sol», para usar la expresión de Hanslick, es lo que se ha revelado después, en el componer superior de músicos como Schönberg o Stravinski. Pero también cuando la presiden impulsos oscuros, es una oscuridad, por así decirlo, a plena luz. Su desesperación está clara. La escucha como index societatis[47]: la atención casi se ha fijado solo en esto. Que en la escucha ocurra algo metafísico, para usar un término bárbaro, parece revolverse contra la misma percepción, que de hecho no lo percibe. En realidad, en una escucha justa, el ethos impone escuchar en los sonidos la disolución del mundo. Por un momento, el mundo no existe. Quien escucha de verdad, escucha la escucha.

VIII

Cuando Hans von Bülow juzgó la música de Nietzsche, se expresó de este modo: «Desde el punto de vista musical, posee tan solo el valor que en el campo moral tiene un crimen». Nietzsche, el «musicida», representa, con los modales adecuados, el «musicidio» de la música. El musicida comprobó más tarde la inmutabilidad del carácter [200] musical, y no deseó cambiar nada. El crimen subrayado por Bülow, sucedió en el corazón mismo de la música. No se puede continuar haciendo «alta música» en un mundo revelado. Nietzsche, padre de la música ligera: téngase en cuenta esto. O, como se dice en una pequeña parábola budista: «es como si uno fuese a cortar cojones y volviese con los cojones cortados».

Que la música nos tienda una emboscada, y nos haga romper una lanza a favor del mundo, es el reproche que le dirige incluso el dócil; o, dicho de otro modo, el amor por el agresor. Pero la escucha pone en cuestión lo establecido, rompiendo el esquema solo con sus oídos. El teórico de la música, que prescribe qué música se debe escribir, hace como hacían los príncipes con sus músicos de corte: la encarga. La música, incluso, se ha humanizado, admitámoslo; pero delante de la escucha los sonidos permanecen impenetrables y mudos. En el presente, ellos son «música». Pero no nos engañemos, no por mucho tiempo.

IX

La distinción entre la música ligera y la que no lo es, son cicatrices inferidas por la vida en la música misma. La que se llama «ligera» lleva el nombre de su destino, como l'homme qui rit[48]sobre la cara. La «filosofía de la música» pide una reflexión sobre la música ligera en el mismo momento en que le niega una esencia, sin la cual, empero, no [201] se tiene reflexión. Se quiere que uno reflexione sobre ella, para después decir que sobre ella no se puede reflexionar. Como mucho, a la música ligera se le concede una sociología y otras cosas excelentes, pero no una «filosofía». El lamento de un representante de la «filosofía de la música», como Adorno, por la Zauberflöte[49], vista como «la última» vez que la música ligera y la música seria se encontraron, representa una prohibición para el futuro. La música ligera sería, incluso, «arte decadente» (en el sentido de los Kameraden[50]). Operetas, musicales, revistas, agotan, con alguna «cancioncilla» desacreditada, la ligereza de la música ligera. A los ojos del filósofo de la música, ni siquiera las canciones «dialécticas» de Kurt Weil y Bertie tendrían de qué regocijarse. Aquello que podría ser un dicho: «dialéctico no come dialéctico», no vale aquí. La música ligera estaría construida con las sobras de la música. Como si el crítico tan solo debiese lavarse la boca. La música ligera, en particular la canción, temería la teoría. Lo que ella dispensa es la impresión fundada de ignominia y vulgaridad. Aquí no se quiere descargarla de estos atributos, sino comprender por qué quiere ser precisamente así. Una teoría que proviene de la canción misma exige, en cambio, las credenciales de la música. Pretende que la música presente primero sus excusas. En efecto, en el mismo tiempo en que Adorno se ponía al día sobre los resultados de una serie de «investigaciones llevadas a cabo en América» (¡así, como suena!), irrumpía, como una furia, «la existencia musical». El rock estaba convirtiéndose en la música «moderna» —apelativo reservado entonces a la música dodecafónica y [202] afines. Sobre ella podía y debía trabajar «la filosofía de la música». De «existencia musical» no se habla nunca; se habla siempre de una música que, de hecho, no se traduce nunca en existencia. Como mucho, se llega al genio descompuesto y despeinado, al director de orquesta, o a un pianista del estilo de Benedetti Michelangeli. Se presta atención al estado de necesidad de la condición social, y al lenguaje cifrado del dolor. Pero la llamada a la "transformación" de parte de la musicología filosófica evade dedicar ni un pensamiento a la existencia musical. La conclusión es diferente, más bien no tiene nada que hacer con la música, aunque se afirme la analogía entre el «deber de la música como arte» y la «teoría social». El «yo musical», que Adorno evoca (por ejemplo, a propósito de los Lieder de Mahler), pertenece a la tradición, y no tiene nada que ver con «apreciar» la música, «ser arrebatado por ella», «subir al séptimo cielo», etc., como sucede con la música culta, sino que significa existir precisamente en los sonidos, como en la existencia rock. La existencia musical no es la del Musikant[51], el que toca o canta (obviamente, esto no basta), sino la de quien existe musicalmente y no vive más que para el sonido, la única cosa a través de la cual el mundo se le aparece como una totalidad de fines.

La música como hecho que tiene que ver con los nervios, refleja este mundo como un perfecto doble. Música para nervios, esta es la música que amamos. La grandeza de la música «ligera» reside precisamente aquí. El [203] viejo debate —en general, bastante estúpido— de si la música debería golpear la emoción o el intelecto, queda truncado por el hecho de que ella tiene que ver, en cambio, con los nervios a flor de piel del individuo metropolitano, que recorre la ciudad como un tigre en una jaula. Las cosas o las emociones producen sonidos latiendo directamente sobre él, como cuando sobre los nervios de tripa de las guitarras los golpea el plectro o los dedos nudosos. Yo quiero gozar, dice su cliente. Y tiene todo nuestro respeto. La música para canciones es música para el placer. Ella deshilacha a su amante, al que le quita solamente energía para que no robe ni mate. ¿Qué más se puede querer? En un tratado de ética de nuestro tiempo, la canción debería entrar arrogantemente como un caso de la mágica moralidad más severa.

X

Así pues, cae la ilusión de la música. La sentencia es ejecutada, como se ve, por una extraña dialéctica trascendental. Contra la música, como contra Dios. No estamos frente a las exageraciones de una época enfática. Nuestras manos acarician los dorsos de las estatuas antiguas, con mayor emoción que la que nos produce una bella mujer viva, y que está de buen ver. Sin embargo, no somos amantes de la escultura. Acariciamos la música, pero no la amamos. ¿O al contrario? En cualquier caso, no queremos agregar valor a este mundo, sino dejarlo [204] desnudo y crudo. Si el oído fuese el sentido de la razón, como afirma Schopenhauer, los oídos deberían rechazar oír música. La escucha no sucede en el nivel de los oídos, bien limpios para la ocasión: los fans escuchan con todo lo que tienen, también con los genitales. Los cuerpos escupen el alma bajo las notas, y es una noche de amor. Los custodios de la felicidad occidental lo aprueban. Pero el equívoco de Schopenhauer no acaba aquí. Si la música le dio prestigio al mundo, sólo por esto se la debería rechazar. ¡Que se hable bien de ella, a fin de que se la odie mejor! En un Traité d'instrumentation encuentro escrito: «La flute magique de Tamino dompte les forces brutes de la création»[52]. Esto no se pone en duda. Pero nosotros (¿nosotros? ¿Qué nosotros? ¿Los supervivientes? ¿Quiénes? ¿Los subversores?), nosotros queremos que siga siendo bruta. «En el inicio fue el ritmo», dice otro (von Bülow). Pero, ¿qué nos importa el inicio a nosotros, contemporáneos de innumerables «fines»? La música confirma que el mundo ha sido bien hecho, comentaba Kepler, como teórico de la música. Fuck you![53] Contra la música, decimos nosotros. Quien quiera entender, que entienda.

Hay sonidos que están listos para dirigir el mundo. Proceden, no como escuadrones de soldados en marcha, sino en danzas y extraños círculos. Se libera su energía, y se detiene cualquier huida. Aquí estamos, y aquí nos quedamos. La música se sumerge en el mundo, plasma sus deseos sobre nuestros verbos. Max Weber, carente de sentido musical, hace sonar las octavas y bate sobre placas de cobre. Ausculta los sonidos de la ciencia. Se vislumbran sonidos futuros y un ethos futuro.

[1]Contro la musica, Sull'ethos della musica, De Martinis, 1994 (Recogido en: Manlio Sgalambro, De mundo pessimo, Adelphi Edizioni, Milano, 2004, pp. 161-204). Se transcribe entre corchetes la paginación original.

[2] Música, por favor.

[3] En el sujeto.

[4] El toro de Falaris es un instrumento de tortura cuyo nombre se atribuye a Falaris, tirano de Acragas, Sicilia, que murió en el año 554 a. C. Los ajusticiados se introducían en el interior de una estatua de bronce hueca con forma de toro. La estatua se colocaba encima de una hoguera, con lo que la temperatura del interior aumentaba como en un horno. Los alaridos y los gritos de las víctimas salían por la boca del toro, haciendo parecer que la figura mugía. La leyenda cuenta que su diseñador, Perilo, murió al ser introducido en su propia creación por los subordinados de Falaris cuando le presentó el instrumento.

[5] ¡Qué bello es el mundo!

[6] Essai sur l'origine des langues (cuyo título completo es Essai sur l'origine des langues où il est parlé de la mélodie et de l'imitation musicale) es una obra póstuma inacabada de Jean-Jacques Rousseau en la cual reflexiona sobre el lenguaje y la música, completando el pensamiento expuesto en el Discours sur l'origine et les fondements de l'inégalité parmi les hommes. Rousseau comenzó a redactarla hacia 1755, pero el libro quedó inacabado y fue publicado por Pierre-Alexandre Du Peyrou, en 1781.

[7] Le devin du village ( El adivino de aldea) es una ópera en un acto con música y libreto en francés de Jean-Jacques Rousseau. Se estrenó en el castillo de Fontainebleau el 18 de octubre de 1752.

[8] “El placer de emocionar a tantas personas amables, me emocionó a mí mismo, hasta que las lágrimas se agolparon en mis ojos”.

[9] Literalmente: una “jodienda” dadá.

[10] Humos de metafísica.

[11] Simplemente así.

[12] Suspensión (del juicio).

[13] Ernst Bloch, Geist der Utopie, Dunker & Humblot, München / Leipzig, 1918.

[14] Carl Stumpf, Tonpsychologie, Leipzig, S. Hirzel Verlag, Leipzig, 1883.

[15] Con Tristán muere la última de las artes faústicas.

[16] O. Spengler, Der Untergang des Abendlandes, I Band, Braumüller Verlag, Wien, 1918; II Band, C. H. Beck, München, 1922.

[17] Ópera dodecafónica, con libreto del propio compositor, estrenada en 1957.

[18] Promesa de felicidad.

[19]Nietzsche contra Wagner (1888), C. G. Naumann, Leipzig, 1889.

[20] Compuesta en 1772 (Hoboken-Verzeichnis I, 45).

[21] Th. W. Adorno, Berg. Der Meister des kleinsten Übergangs, Wien, 1968.

[22] Ciclo de canciones, con estructura sinfónica, compuesto por Gustav Mahler entre 1908 y 1909.

[23]Sgalambro se refiere a sendas composiciones de Alban Berg: el Concierto para violín, conocido como «Dem Andenken eines Engels» o «A la memoria de un ángel» (1935), y la ópera Wozzeck, (compuesta entre 1914 y 1922, y estrenada el 14 de diciembre de 1925 en Berlín.

[24] Intimidad.

[25]Le Coq et l'Arlequin es un ensayo de Jean Cocteau, publicado en 1918, en el que el autor desarrolla sus ideas sobre lo que debería ser el arte de su tiempo, y en particular la música.

[26] “[Vio entonces Dios todo lo que había hecho,] y todo era muy bueno.” (Génesis, 1, 31)

[27] Ópera de Verdi estrenada en 1867.

[28] E. Renan, Feuilles détachées, faisant suite aux souvenirs d’enfance et de jeuneusse, Calmann Lévy editeur, Paris, 1892.

[29] “¡Todo se ha perdido y todo se ha salvado! ¡Todo se ha salvado esta tarde!” (Pélleas et Mélisande, ópera de C. Debussy, estrenada en 1902).

[30] Th. W. Adorno, Impromptus, Suhrkamp, Frankfurt, 1968.

[31] F. Schleiermacher, Vorlesungen über die Aesthetik, G. Reimer Verlag, Berlin, 1842.

[32]Estad atentos.

[33] Th. W. Adorno, Einleitung in die Musiksoziologie. Zwölf theoretische Vorlesungen, Suhrkamp, Frankfurt, 1962.

[34] Ópera de Richard Strauss, sobre libreto de Hugo von Hofmannstahl, estrenada en 1911.

[35] “La verdad es que la música debería ser una ciencia hermética”.

[36] “Para complacer”.

[37] Th. W. Adorno, Ästhetische Theorie (Gretel Adorno / Rolf Tiedemann eds.), Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1970.

[38] Dicho sea de paso.

[39] Luis Armstrong.

[40] Ser, nada, devenir: primeros conceptos desarrollados por Hegel en su Wissenschaft der Logik, publicada en 1816.

[41]Un maestro, digno de conmiseración.

[42] Excesos, abusos.

[43] Compañero, camarada.

[44] No podemos.

[45] Transvaloración.

[46] Satanás está en la música.

[47] Índice de la sociedad.

[48] El hombre que ríe.

[49]La flauta mágica, ópera de Mozart sobre libreto de E. Schikaneder, estrenada en 1791.

[50]Probablemente, Sgalambro se refiere a la letra de la Horst-Wessel Lied, también conocido por Die Fahne Hoch!, que fue el himno del Partido Nazi entre 1930 y 1945.

[51] Músico.

[52] La flauta mágica de Tamino domina las fuerzas brutas de la creación.

[53] ¡Que te den!

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