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EL “PEORISMO” DE MANLIO SGALAMBRO, EPÍGONO DE MAINLÄNDER


EL “PEORISMO” DE MANLIO SGALAMBRO, EPÍGONO DE MAINLÄNDER

"La vida del hombre está afligida por tantas miserias, que me atrevería a decir que… los mismos demonios, si es verdad que existen, transmigran a los cuerpos humanos, para pagar con la existencia sus culpas.” (G. C. Vanini, De admirandis Naturae)

“El nacer y el morir son los dos momentos únicamente reales. El resto es sueño interrumpido por algún insignificante destello de vigilia. (…) Quiero morir enteramente, sin dejar ningún resto que no se funda en el profundo abismo de la Nada.” (M. Sgalambro, Il cavaliere dell’inteletto Acto II)

"Guardando agl iultimi eventi non posso che dire: Sgalambro aveva ragione, il mondo è pessimo." (Massimo Cacciari)

Manlio Sgalambro (Lentini, 1924-Catania, 2014) es conocido, sobre todo, como letrista de algunas de las canciones de su amigo Franco Battiato (La Cura, Ferro Battuto…), pero fue mucho más: filósofo, escritor y poeta, por lo que pienso que ya es hora de reivindicar su figura para el público hispanohablante, especialmente en lo que se refiere a sus importantes vínculos con el pensamiento de Philipp Mainländer.

La obra de Sgalambro tiene una orientación marcadamente nihilista, y en ella se detectan las influencias, sobre todo, de Spinoza, Schopenhauer (“el mundo es la representación de una representación, dirá Sgalambro”), Nietzsche, Cioran y, como acabamos de decir, del joven filósofo de Offenbach.

Después de publicar algunos pequeños ensayos en revistas, entre los años 50 y 60 del pasado siglo, Sgalambro escribió La morte del Sole [La muerte del Sol] (1982), libro al que le siguieron otros volúmenes: Trattato dell’empietà [Tratado de la impiedad], Del pensare breve [Del pensamiento breve], Dell’indifferenza en materia di società [De la indiferencia en materia de sociedad], La consolazione [La consolación, Pre-Textos, Valencia, 2008)], Trattato dell’età [Tratado de la edad], De mundo pessimo [Del mundo pésimo] y Variazioni e capricci morali [Variaciones y caprichos morales].

Marcello Veneziani describe a Sgalambro como una suerte de “Cioran siciliano” (“Manlio Sgalambro: come miglioare la vita con il peggiorismo”, www.ilgiornale.it), si bien el pesimismo que defiende este tardío epígono de Gorgias es un pesimismo de corte mediterráneo, cargado de apasionamiento y realismo.

La filosofía de Sgalambro es el “peorismo”, algo aún peor que el pesimismo. El filósofo de Lentini, sostiene que debemos sustituir la idea de salvación por la de perdición. Vivir es algo servil, dice Sgalambro, por lo que la felicidad solo puede vincularse al pensamiento, un pensamiento que —dice Veneziani—, él procura concentrar llevando permanentemente gafas oscuras, a fin de provocar una “ceguera artificial”, que le ayude a crear “las condiciones perfectas para ejercitar la mente", y que desemboca forzosamente en el fatalismo y la desesperación: no hay nada que hacer, ni que decir sobre la realidad: sólo queda maldecirla.

Frente a la frivolidad posmoderna, Sgalambro pretende basar su pensamiento filosófico en evidencias. La filosofía, para él es una fuerza imperativa: se filosofa por necesidad, de modo que quien se arroja al camino de la filosofía se ve empujado, aunque no quiera, a moverse (De mundo pessimo, Introduzione, p. 22), y esa necesidad nos conduce a descubrir y conquistar nuevos continentes espirituales, que pasan desapercibidos a quien se atreve a emprender el viaje del conocimiento.

La filosofía es, para Sgalambro una especie de denuncia del demérito del mundo. En el Trattato dell’età, ataca los extremos de la vida: infancia y vejez, que tilda de nefastos: la vida es una enfermedad infantil, y la vejez, un tráfico de recuerdos y un comentario viviente de imágenes. En realidad, para Sgalambro, no somos seres vivientes, sino seres que mueren, moribundos [morienti].

El pesimismo está pues, justificado, pero Sgalambro juzga que el concepto habitual del pesimismo está lastrado por componentes antropocéntricos, y es “demasiado humano”: hay que quintaesenciar el pesimismo, y tender hacia “el pesimismo en sí”: mientras el pesimismo tradicional “concierne a la vida —una cosa bien modesta—, el pesimismo en sí [concierne] a la totalidad” (De mundo pessimo, p. 24) y debe versar, como ya apuntaba Platón, a conocer “lo peor”:

“Así, si uno quisiese hallar respecto de cualquier cosa la causa de porqué nace o perece o existe, le sería preciso hallar respecto de ella en qué modo le es mejor ser, o padecer o hacer cualquier otra cosa. Según este razonamiento, ninguna otra cosa le conviene a una persona examinar respecto de aquello, ninguna respecto de las demás cosas, sino qué es lo mejor y lo óptimo. Y forzoso es que este mismo conozca también lo peor. Pues el saber acerca de uno y lo otro es el mismo.” (Platón, Fedón, 97 d 4)

Esta tarea de pensar “lo pésimo en sí” le corresponde al genio teórico, una categoría schopenhaueriana que reivindica Sgalambro, quien sostiene, como Schopenhauer, que “el conocimiento genial es el verdadero conocimiento” (Della flosofia geniale, p. 149), a saber: que la verdad, a la que está destinado el hombre, está en contra nuestra:

“El mundo tiene el aspecto de algo que apenas y difícilmente puede seguir adelante; dicho de otro modo: es “malo” tanto como pueda conciliarse con su existencia real. (…) El mundo está como hecho a medias, como si no estuviese terminado, como si se hubiese parado antes de tiempo; (…) como si el esfuerzo por ser se hubiese interrumpido en sus inicios. Y es de esta imagen pésima del mundo de la que debe partir el “peorismo”, no del sufrimiento vital del hombre. Lo importante para el pesimismo es que haya un mundo, y que ese mundo no sea una mera representación: sólo entonces se superará el “pesimismo del sufrimiento” y nos quedaremos con el verdadero pesimismo, que es el “pesimismo de la verdad”, que reconoce sin tapujos la existencia del mundo, y que ese mundo es lo “peor” (De mundo pessimo, p. 48).

Sgalambro considera que únicamente este pesimismo, “que no concierne a la pequeñez de la vida, sino a la totalidad” es realmente emancipatorio y libera la conciencia (ibid., pp. 48 y 53). Si se plantease el problema de la utilidad o el perjuicio que implica el pesimismo para la vida, el filósofo peorista solo puede dar una respuesta: la verdad o la vida (De mundo pessimo, p. 56). Esa verdad, que descubre y honra el “filósofo peorista”, y que es “matemáticamente segura”, se define, como dijimos antes, por estar a la contra (De mundo pessimo, p. 56 y 56), mas ¿en qué sentido?

Primeramente, en el sentido de que es necesario entender que Dios no es la única y suprema verdad, ni el “ente supremo”, como suele decirse en ontología, sino el ser “ínfimo”, y esta convicción debe conducirnos a adoptar frente a Él una postura, no de ateísmo, sino de impiedad, es decir, debemos hacer un esfuerzo consciente por separarnos de Él (Lettera sull’empietismo, p. 218). La idea de Dios es una idea inferior, banal, por lo que el primer mandamiento del teólogo impietista es: “No amarás nunca a Dios”, mandamiento del que se derivan la detestatio Dei, el odium Dei, el contemptus Dei, y muy especialmente, la acedia, el fastidium Dei, la desesperatio frente a Dios: todas ellas son posturas de rotura o separación de Dios, que surgen cuando comprendemos la inferioridad y vaciedad de este concepto. De Dios no tenemos más que un nombre, un concepto pensado por el hombre (Lettera sull’empietismo, pp. 236-37), y esto demuestra que Dios no es superior al hombre, sino que el hombre supera a Dios, porque, si Dios es un concepto, quien lo piensa supera al ente que está pensando:

“Yo pienso en Dios; por tanto, en el acto en que lo pienso soy superior a Dios. (…) Yo estoy por encima de Dios. Puesto que lo pienso (lo pienso íntegramente y me es perfectamente inteligible), lo rebajo a objeto de mi pensamiento (puesto que soy yo quien pienso en mi objeto). En ese mismo instante, la relación se invierte: yo (el teólogo) soy el summum ens y Dios es el infimum ens.” (ibid. pp. 245-246)

Pero hay más: Dios, dice Sgalambro, es el ser aniquilador [Annientante], porque todos los predicados que podemos adscribirle son negativos (Lettera…, pp. 248-249). Por eso Dios no puede salvarnos de la muerte, porque las ideas de la nada y de la muerte son la idea misma de Dios: “No es Dios la muerte, sino que la muerte es Dios” (Il cavaliere dell’inteletto, Libreto para la ópera de Franco Battiato):

“Del examen de la idea de la nada surge la idea de algo activo, de una enérgheia, la idea de la destrucción. La nada [il Niente] es propiamente lo aniquilante [l’annientante]. Dios es el aniquilador [Dio è l’annientante], el aniquilamiento perpetuo del ente. (…) Dio es la ‘nada’ [il ‘niente’] en el sentido más ignominioso. (…) De la ‘nada’ de Dios, os aseguro que no surge el crear, sino el permanente devenir nada de todo ente. ¿Puedo decirlo? Sólo su destrucción. (…) Lo que espero de Dios, por tanto, no es la ‘nulidad’ [il ‘Nulla’], sino el puro aniquilamiento. (…) [Porque] Dios no es la nada [il Nulla”], sino el puro aniquilamiento [l’Annientante].” (Lettera sull’impietismo, pp. 248-250, Frammenti di storia dell’Empietismo, p. 269)

Según Sgalambro, al ser humano le corresponde un ilimitado “derecho ontológico” a ser. Entonces, ¿cómo es que morimos?, dicho de otro modo: ¿Qué derecho tiene Dios sobre nuestra especie? El derecho fundamental del que deriva todos los demás la teología europea es el derecho de muerte, de manera que:

“El jus Dei es el derecho de Dios a la muerte de los seres humanos, sancionado por ley. (…) La muerte deriva de Dios, no de nuestra naturaleza. Dios es el ente que tiene por esencia el derecho de darnos muerte. (…) Dios es aquel que decide sobre nuestra muerte y que ha decidido: non posse non mori. La muerte no es natural, sino supranatural.” (Lettera sull’empietismo, p. 251)

Es inevitable recordar, llegado este punto de la reflexión sgalambriana llo escrito por Philipp Mainlánder, años antes de Nietzsche, en su Filosofía de la redención: "Dios ha muerto y su muerte fue la vida del mundo" (Ed. Xorki, Madrid, 2014, Física, 38, p. 137). Sgalambro, igual que Mainländer, concibe el universo como los restos de un Dios muriente, que va descomponiéndose a lo largo del tiempo: la muerte, también para Mainländer, tiene algo de sobrenatural, es decir, es consecuencia de una decisión pre-mundana de la Divinidad fallecida.

Ante este universo moribundo, compuesto por partes murientes, Sgalambro declara explícitamente su toma de partido por la parte frente al Todo (De Coelo, p. 70), pero la verdad, que está en contra nuestra, es “el Todo contra la parte, el Todo contra ti” (De mundo pessimo, p. 56). Para quien practica la noción de parte, el Todo es el enemigo. “De Spinoza a Hegel, se ha dicho que la verdad es el todo, pero esta convicción la completo yo así: 'La verdad es el Todo contra la parte'” (pág. 72)

Esta defensa de la parte contra el Todo (que termina, no obstante, aplastándola), le lleva a Sgalambro a un simpático retorno del hombre al sistema solar al que pertenece, que es su entorno más próximo y está dotado de una calidez que faltan a los fríos e indiferentes espacios intersiderales, donde reinan la oscuridad y el terror. Nuestro sistema solar, ese “mundo cerrado”, es donde encontramos nuestras auténticas raíces, y donde se halla nuestra querida patria (De Coelo, p. 78). Es este mísero sistema solar lo que debe ser el verdadero objeto de nuestra reflexión, un objeto que genera tristeza, porque comprendemos inmediatamente que es tan perecedero como nosotros, los humanos, y que moriremos del todo cuando muera nuestro sistema solar, pues el proceso cósmico, en su totalidad es sí, un élan, “pero un élan mortal”, ligado a la idea de una destrucción continua (De Coelo, p. 77; Discurso sul communismo, p. 120). Con esta tesis, Sgalambro logra conciliar el vitalismo de Bergson con la filosofía tanotológica de Mainländer. En La muerte del Sol, Sgalambro nos ofrece, como dice Alessio Cantarella, una fenomenología de la desesperación, una morfología de la décadence, en la que "la muerte térmica del cosmos sustituye al eschaton redentor" (www.sgalambro.altervista.org): constata que todas las cosas se disolverán, y que es segura la catástrofe universal, de la que ni nosotros ni nuestro sistema solar podrán liberarse de terminar disgregados en la nada (Marcelo Falera, www.Artribune.com)

Para Sgalambro, sólo esta conciencia del final; sólo este pensar desde el fin del mundo, da sentido a la acción ética y social del ser humano. La acción adquiere su sentido cósmico en cuanto se liga al eclipse del mundo. Para aquel que siente el mundo como finito y cobra conciencia de que las estrellas se están apagando, abrazarse al otro en el sentido de una comunidad superior es el gran hecho ético. “Es como si nos abrazásemos en un adiós larguísimo, pero inevitable” (Dialogo sul communismo, p. 91).

El primer paso de la ética y la política sgalambrianas ha de consistir, pues, “en ser contemporáneos del fin del mundo” (Dialogo sul communismo, p. 110). “Todas las cosas se deben entender a partir del fin del mundo”, de modo que el imperativo cósmico, que está a la base de cualquier reflexión práctica es este: 'Sé contemporáneo del fin del mundo'”. (Dialogo sul communismo, pp. 114-115): Ésta es la única manera posible de alcanzar la certeza de la verdad y el estado de ánimo que propicia la liberación. Para cualquier conocedor de la filosofía de Mainländer, resulta evidente que estas ideas están inspiradas en la segunda ley de la termodinámica y en pasajes de la Filosofía de la redención como el siguiente (que Sgalambro cita expresamente): “Pero en el fondo, el filósofo inmanente ve en todo el universo sólo el más profundo anhelo de absoluta aniquilación; y es como si escuchase claramente el clamor que atraviesa todas las esferas celestes, exclamando: '¡Redención, redención! ¡Muerte para nuestra vida!, así como la consoladora respuesta que dice: "Todos encontraréis la aniquilación, y seréis redimidos". (Dialogo sul commmunismo, pp. 111-112 y Filosofía de la redención, op. cit, Metafísica, 14, p. 347).

Vivir, por tanto, con la certeza de la extinción inevitable del sistema solar es esencial para alcanzar esta contemporaneidad con el fin del mundo. Y cuando se alcanza esta certeza absoluta de la total nulidad y aniquilación segura del todo, “la compasión, dernier grito de toda moral efectiva, deviene ‘comunismo’ (…). El comunismo es el único ethos posible para los contemporáneos del fin del mundo” (Dialogo sul communismo, p. 114).

La idea del fin del sistema solar, de la muerte de las estrellas, de la temperatura cero y del colapso final del universo mundo genera una “ética de la catástrofe”, cuya máxima es: “Actúa como si debieses salvarte constantemente a ti mismo y a los demás de una amenaza a la vida”. (Dialogo sul communismo, p. 124). La ética catastrófica del peorismo da lugar, en el plano social, a un mundo más humano, anticipado por el poder de la imaginación, y cuyo principal objetivo será “valer” más que “ser” (ibid. p. 125). Es este comunismo potenciado, de ecos nietzscheanos, al que se refiere Sgalambro, “no a aquel de la merde, el comunismo de los mendigos y de los miserables", sino el comunismo propiciado por los "clérigos laicos del espíritu", que comparten una comunidad de cosas inteligibles, en el sentido espinosiano de este término: una comunidad universal de hombres que comparten la riqueza espiritual.

La teoría política de Sgalambro es, según lo que acabamos de exponer, una versión nihilista del comunismo: Sgalambro teoriza un comunismo fundado sobre la común desesperación, sobre la indignación de estar en el mundo. Se trata, en palabras de Veneziani, de un “comunismo leopardiano, contra una naturaleza maldita”; es, además, un comunismo que va del solo al solo, como dice Sgalambro, parafraseando desde un punto de vista político a Plotino, un comunismo para solitarios, no socialista. Su versión peorista del pesimismo, conjuga El mundo como voluntad y representación y El capital, porque piensa que existe una afinidad entre ambas obras:

“(…) Mientras la sucesiva caída de la metafísica y el consiguiente filantropismo (…) eran saludados como un progreso, que había consistido esencialmente en no reconocer ningún poder extraño al hombre, para el crítico de la economía política, igual que para el gran exponente del pesimismo sistemático, era un ‘hecho empírico’ que los individuos han estado siempre sometidos a un poder bestial ajeno a ellos. A la humanidad ‘iluminada’ se le revela que una esencia maligna ‘von Kopf bis Zeh, aus allen Poren, blut- und schmutztriefend’ [que mana sangre y locura desde la cabeza a los pies, por todos los poros] teje su destino.” (Dialogo sul communismo, p. 88)

El comunismo pesimista de Sgalambro surge “cuando los hombres se encuentran próximos al abismo”, y es “un vínculo solidísimo, que se crea cuando aparecen catástrofes” (p. 88). El punto de partida del comunismo ha de ser, así, la toma de conciencia de la mortalidad total e inevitable de toda nuestra especie:

“Para mí, el presupuesto [del comunismo pesimista] es que morimos todos juntos. Es decir, que muere la especie. Que la humanidad pasada, la presente y la futura se constituyen en humanidad en el momento mismo en que activan, en cierto modo, la común contemporaneidad en el fin del mundo. Esto es lo que hace contemporáneos a todos los hombres, elimina sus disparidades metafísicas, y también, desde luego, las insulsas diferencias de la apariencia social. Y ellos llegan a ser una comunidad, sí, pero de moribundos [morenti].” (Dialogo sul communismo, p. 91)

Este comunismo desesperado es, para Sgalambro, “el punto de llegada del pesimismo occidental” (Dialogo sul communismo, p. 93), pues, “sin un severo juicio sobre la vida [como el que lleva a cabo el pesimismo] no hay comunismo”, un juicio que no debe responder a la cuestión de si la existencia tiene un significado, sino si lo tiene la existencia misma del género humano (ibid. p. 94) Tal solo cuando “el pesimismo llegue a ser un sentimiento común”, y advenga la “edad del gran pesimismo”, con el ocaso de Occidente, podrá consumarse este “comunismo de las postrimerías”:

“Una conflagración histórica reducirá Occidente a fragmentos. La ecpirosis del cosmos histórico disolverá la más bella forma que la historia haya tenido jamás. No se trata aquí de una frívola profecía, sino de una previsión, muy a tener en cuenta. El concepto de decadencia, o su complementario, el cumplimiento (…) no se tratan suficientemente, y el recuerdo del 'fin del mundo antiguo' se hace angustioso. Pensar que Occidente puede salirse fuera de todo esto y continuar con otros nombres, es desconocer que las formas, o viven, o decaen y perecen. (…)

Occidente no es una civilización frente a otra, que se llamaría, pongamos, 'Oriente'. Aquellos que comparan ambas, adjudicándoles bondades y maldades, cualesquiera que sean, no han comprendido que, por así decirlo, únicamente hay una civilización: Occidente. Oriente es solamente un modo de vivir, mientras que 'civilización' es la energía de una forma que se impone directamente sobre el mundo (…) Occidente se impone. Sí; solamente Occidente es 'civilización', y todas las demás (Oriente, por ejemplo), no son más que modos de vida. El eclipse de Occidente equivale al eclipse de la civilización. (…) Bandas de occidentales, ya sin forma, practicarán el 'comunismo', mientras las estrellas se irán apagando, una a una.” (Dialogo sul communismo, pp. 97-98)

Por lo demás, en un mundo condenado por Dios a la aniquilación, y en el que única esperanza del hombre apunta a la muerte; en un ámbito en el que la verdad eterna es que la verdad está en nuestra contra y que la vida del hombre es un infierno; en una realidad, en fin, donde es mejor no actuar, porque la acción práctica acarrea resultados aún peores que no actuar, sólo le queda al hombre “lo edificante” (La consolación, p. 43): Sgalambro sostiene que el verdadero pensador es actualmente quien “consuela y conforta”, es más, que la filosofía hoy, más que siempre, tiene la misión de “consolar y confortar” (ibid., pp. 44-45). Ante una verdad que horroriza, “el gran hombre consuela” y consigue darnos serenidad, sin traicionar a la verdad (ibid., p. 45). Con ello, Sgalambro retoma la espléndida y milenaria tradición consolatoria de la filosofía, cultivada, entre otros por Séneca y Boecio.

“Esta es, por tanto, lo que el antiguo llamó ‘consolación de la filosofía’. La filosofía no consuela con la verdad, sino a pesar de la verdad. A pesar de la verdad, ella me da fuerza para vivir, y sobre todo fuerza para pensar. Entiéndaseme: el pensar de la verdad, esto es con la verdad.” (La consolación, p. 46)

El consolador nos engaña, pero sin engañarnos, porque “habla de la verdad de un modo tal, que no parece la verdad, porque la verdad es un horror y a pesar de todo él hace amarla” (ibid., p. 47). El hombre desesperado ante el horror del mundo y de la muerte, clama por verse consolado; y la consolación no es acción, sino gesto y palabra, que edifican el alma apesadumbrada del desconsolado.

El filósofo edificante se aleja mucho de la concepción actual del filósofo: es un irresponsable, porque, a pesar de toda las evidencias y de toda la maldad que hay en el mundo, se esfuerza por consolar al otro (al otro que, por su comportamiento, habría muchas veces, casi siempre, que “odiar”); asimismo, no es alguien que “ame la sabiduría”, sino que la odia, porque le aterroriza, ya que le muestra con la mayor evidencia, el reinado del mal y el dolor en el mundo; y, a pesar de ello, “carga con el saber y con todo el rencor que éste le despierta” (La consolación, pp. 75-80). Asimismo, el filósofo edificante no enseña, consuela; y habla de la verdad eterna, esa “enemiga mortal” del hombre, por su crudeza (a diferencia de la filosofía posmoderna, que considera que no existe la verdad); el filósofo edificante no oculta, ni a sí mismo ni al consolado, que todos “seremos destruidos y engullidos en un abismo sin fin” (pp. 85-151): consuela, por tanto, mostrándole al desconsolado el “lamentable fin” al que se encaminan todas las cosas; y lo hace, precisamente, porque piensa que esa crudeza de la verdad y la desesperación que ocasiona, hacen que el desconsolado ya no espere nada, y eso le conforta, pues la angustia y la desesperación surgen cuando esperamos algo que no acaba de llegar:

“La antigua consolación decía: ‘Ten coraje, Dios te acogerá en su seno’. Hoy la consolación dice: ‘Estás acabado’; sin embargo, si no te hablase como antes tú, no te habrías consolado, mientras que por estas últimas palabras sí te sientes consolado. Pero, ¿por qué? (…) El pensamiento de que ante la verdad todos nos sentimos desesperados, esto es lo edificante. (…) Nosotros fuimos destinados a la verdad; pero la verdad está en nuestra contra, esto es todo cuanto podemos decir.” (La consolación, pp. 156-57)

En la “ética de la consolación” que nos propone Sgalambro, la consolación llega a sustituir incluso a la compasión (ibid. pp. 162-167). Como indicamos anteriormente, es una “ética para desesperados”, pues para asumirla es necesario, primero, haber recorrido por entero el camino que lleva a la desesperación. El público de la única filosofía ya posible: la filosofía edificante, está formado por “aquellos que están cerca de la muerte” y que rozan el máximo desconsuelo; es una filosofía “para moribundos” (ibid., pp. 236-242). Pero el filósofo edificante no cuenta más que con la oratoria y la dulzura de su voz para consolar; pues es alguien que ha comprendido que todo está ya perdido, que no hay nada que hacer, y que “estamos en el punto en que no se puede actuar más, (…) sino hablar” (ibid. p. 176), pues “la única salvación está en hablar” (ibid., p. 212). El hablar edificante “es la última luz” (ibid., p. 179), cuando la desesperación se ha adueñado del ánimo humano, y consigue que, gracias a un conjunto de máximas o de frases —meras palabras, “casi nada” en realidad (ibid., p. 204) —, se instale durante un rato la felicidad en nuestro corazón (ibid., p. 191). Por eso, el filósofo edificante tiene mucho de orador, con lo que Sgalambro reivindica la unión entre oratoria y filosofía, que había levantado sospechas desde los sofistas.

Pero la consolación no es el único camino para soportar la desesperación: la música es el otro bálsamo para el espíritu sajado. La música en general, y la música ligera en particular, son para Sgalambro el paréntesis que encuentra el sujeto con la verdad a la contra para mitigar el peso de la Totalidad muriente que gravita sobre él.

El papel redentor de la música ha sido destacado por el pesimismo desde antiguo (recuérdense los casos de Schopenhauer y Cioran), pero la reivindicación de la música ligera contemporánea que hace Sgalambro es más excepcional: él la considera el dionisismo de nuestro tiempo, y sostiene que las discotecas y conciertos son “pequeños nirvanas”, donde el rock induce al éxtasis a los jóvenes, que son los “nuevos platónicos”, inmersos en sus cavernas artificiales. Sgalambro afirma que la música actual ha llegado a ser “música ligera” por desesperación, porque testimonia, a la vez, la muerte del espíritu y ofrece una pequeña dosis de felicidad para superarla:

“Que la esencia se da al ver, a un ver superior, o habla como logos y, por tanto, que la esencia sea palabra, es algo archisabido. Que la esencia se oiga, es lo que da a la música su espacio en los cielos. (…) Según la definición de Thomas Mann la música es idea acústica. Es más apropiado decir que ella es la idea acústica del ser.” (Contro la música. Sull’ethos della música, p. 165)

Para Sgalambro, en suma, al comienzo no fue la palabra, ni la armonía, ni el alma es anterior al cuerpo, sino que la palabra, la armonía y el alma vienen después. El alma no pertenece a los orígenes, sino que se forma al final de la vida, cuando estamos acabados físicamente, y está formada por nuestros amores, la ternura que hemos recibido y la dulzuras que hemos intercambiado. Eso es lo que le queda al sujeto, tras el horror de la muerte natural y la completa descomposición que nos espera, si no sucede que algún día el suicidio sea la última muerte (aunque el filósofo siciliano no se suicidó y alcanzó la venerable edad de noventa años). Si su tesis es cierta, debió de conformar para sí un alma plena de riquezas espirituales. Ya lo dijo Franco Battiato: “Manlio Sgalambro dice ser sólo un filósofo, pero en mi opinión es un talento que (…) estimula y (…) enriquece.”

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