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Mainländer: estética de la liberación

"Entropía, muerte y belleza: una aproximación a las ideas estéticas de Philipp Mainländer"

1841-1876

“No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía.” (Albert Camus)

“La beauté n’est jamais, ce me semble, qu’une promesse de bonheur.” (Stendhal)

1) El redescubrimiento de Ph. Mainländer: Un filósofo del siglo XIX que anticipa la sensibilidad del XXI:

En el capítulo inicial de El mito de Sísifo, titulado “Lo absurdo y el suicidio”, Camus cita a Nietzsche, valorando su tesis según la cual “un filósofo, para ser estimable, debe predicar con el ejemplo.”[1] Al emitir esta opinión, quizás recordaba Nietzsche la figura del filósofo, poeta y dramaturgo alemán Philipp Batz, más conocido por el pseudónimo de “Philipp Mainländer”, quien puso fin a su vida en 1876, poco después de recibir los primeros ejemplares impresos de su escrito más importante: la Philosophie der Erlösung [Filosofía de la liberación].[2] Aunque con la publicación de dicha obra Mainländer se había propuesto nada menos que cambiar el curso de la cultura europea, lo cierto es que, tras un breve éxito inicial, la sombra del más completo olvido cayó sobre su figura, que desde entonces ha compartido el injusto destino que viene asignando la historia de la filosofía a todos los miembros de la escuela schopenhaueriana (J. Frauenstadt, E. von Hartmann, J. Bahnsen, Paul Deussen, Olga Plümacher o Helene Druskowitz).[3] Salvo escasas (aunque importantísimas) excepciones[4], dicho postergamiento se ha venido manteniendo hasta 1996, fecha en que las investigaciones de W. H. Müller- Seyfarth han permitido recuperar las obras completas de este malogrado filósofo.[5] Pocos años después, en 2001, un Simposio celebrado en la ciudad natal del autor ha puesto al fin de manifiesto la extraordinaria importancia y calidad de sus reflexiones, muchas de las cuales han cobrado inesperada actualidad tras el reciente derrumbe de ciertos ideales utópicos, el consiguiente aumento del estrés, el caos y la violencia, y la pérdida del sentido histórico que caracterizan los inicios del nuevo milenio, coincidiendo con el revival del pesimismo y el declive de la posmodernidad. Se pudo comprobar, asimismo, que las ideas de Mainländer, al corresponderse punto por punto con varios postulados básicos de la física y la cosmología actuales, resultan mucho más sugerentes hoy en día que en su época, pues abren nuevas e insospechadas vías de reflexión para un tiempo crispado y tenso, como el nuestro.[6] Todas estas circunstancias han contribuido a suscitar un creciente interés en Alemania por este brillante intelectual, cuya memoria queremos reivindicar ahora ante el público filosófico español, presentando las líneas fundamentales de su pensamiento. 2) Crónica de un “suicidio filosófico” Conocemos la trayectoria vital de Mainländer gracias a la reseña biográfica publicada en 1898 por F. Sommerlad, quien pudo obtener sus datos a partir de los diarios del filósofo, entonces en manos de G. Hübscher (editor de Schopenhauer y de la primera edición de la Philosophie der Erlösung).[7] Nacido el 5 de octubre de 1841 en Offenbach am Main, en el seno de una familia sometida a los rígidos formalismos burgueses de la época, fue destinado en un principio a estudiar química, y más tarde a ejercer la carrera comercial. Por consejo del jurista, economista y poeta K. F. Gutzkow (1811-1878), amigo de la familia, viajó a Dresde en 1856, ingresando en la Escuela de Comercio. Mainländer apreciaría más tarde esta formación eminentemente práctica, ya que, según él, contribuyó a prepararle “mucho mejor que todas las universidades del mundo” para lanzar una mirada descarnada a la realidad, al tiempo que le permitía formarse como autodidacta. Liberado del “mefítico hálito” de los profesores de filosofía, Mainländer recibió, a título particular, lecciones sobre arte, a cargo de H. Th. Hettner (1821-1882); visitó la famosa Gemäldegalerie, y se convirtió en un asiduo espectador de los teatros de la ciudad. Por esta época redacta su primer drama, Tarik, siguiendo el modelo de Natán el sabio de Lessing. En 1858 viaja por motivos comerciales a Nápoles, donde permanecerá “los cinco años más felices de su vida”: Italia dejará sobre su espíritu una impresión imborrable, no sólo por la sublime belleza de su paisaje, sino sobre todo por la lectura del Dante, Petrarca, Boccaccio, Ariosto, Tasso y Leopardi, cuya poética imitará en una serie de poemas filosóficos reunidos bajo el título Diario de un poeta; en ellos aparecen ya muchos de los temas característicos de su obra posterior: la apología de la castidad, la contemplación estética como vía de escape para la frustración existencial, una morbosa “thanatofilia”... Inicia también allí sus estudios específicamente filosóficos[8] con la lectura de Spinoza, y el descubrimiento en 1860 de Die Welt als Wille und Vorstellung, obra que produce una terrible conmoción sobre su ánimo -parecida a la que experimentaría cinco años después el joven Nietzsche[9]-; sin embargo, aun reconociendo su deuda con Schopenhauer, Mainländer rechaza su monismo de la voluntad, la ética de la compasión, sus planteamientos estéticos, así como su conservadurismo político, que considera inaceptable. En 1863 retorna a Alemania, donde vive prácticamente enclaustrado en compañía de su madre. En el curso de una violenta discusión, ésta rechaza horrorizada su idea de que una vida verdaderamente ascética debe implicar incluso la renuncia a los hijos, lo que le lleva a comprender que es menester “erradicar el salvaje instinto del amor materno, si se quiere hacer posible la redención [Erlösung] de la humanidad.”[10] Entre 1864 y 1867 redacta la trilogía dramática Die Letzten Hohenstaufen y la comedia Die Macht der Motive, al tiempo que estudia el Manual del budismo de Hardy, la mística de Tauler y Silesius, así como la literatura medieval alemana, especialmente el Parcival de W. von Eschenbach. Requerido por asuntos de finanzas, viaja a Berlín, donde lee la Kritik der reinen Vernunft de Kant, junto con los escritos de Heráclito, Platón, Aristóteles, Scoto Erígena, Locke, Berkeley, Hume, Hobbes, Helvetius, Fichte, Hegel, Herbart, Condillac...: todas estas lecturas le aproximan cada vez más (con los reparos mencionados) a Schopenhauer, frente al cual se propone representar un papel parecido al desempeñado en su momento por Pablo respecto a Cristo. En 1872 retorna a su ciudad de origen, donde llega con el plan de una gran obra filosófica, proyectada entre 1870 y 1871 bajo el acicate de la guerra franco-prusiana; sin embargo, una imprevista quiebra bursátil fuerza su regreso a Berlín, posponiendo su trabajo de redacción. Solucionado el problema financiero, abandona definitivamente su empleo, y vuelve a Offenbach, donde se ve obligado a completar a toda prisa en el verano de 1874 el primer volumen de la Philosophie der Erlösung, ya que entretanto le ha sido aceptada su solicitud para ingresar el 1 de octubre como coracero voluntario en Halberstadt. Entra en un período de frenética actividad, con casi diez horas de ininterrumpido trabajo diario, durante el cual se entrega en cuerpo y alma a la ingente tarea de ordenar y redactar las siete partes –Analítica del conocimiento, Física, Estética, Ética, Política, Metafísica y un Apéndice crítico de Kant y Schopenhauer- que componen lo que sabe ha de ser la obra de su vida. Al terminarla, cree haber hollado “el camino más peligroso jamás recorrido por ningún filósofo.”[11] Presa del delirio, se propone fundar una moderna “orden de caballería filosófico-espiritual”, que ponga en práctica sus enunciados teóricos, y redacta los estatutos de una “futura orden del Espíritu Santo (Orden del Grial)”, al tiempo que jura solemnemente ante la tumba de su madre mantenerse virgen “hasta la muerte”.[12] Sólo la llamada a filas consigue traerle de nuevo al mundo real, sumergiéndole en las burdas tareas de la vida cuartelera; pero la asistencia a un concierto organizado en un asilo de niños ciegos le enfrenta una vez más al tremendo e injustificado sufrimiento que soporta la humanidad, haciéndole consciente de que debe volver a utilizar el único instrumento capaz de lograr su liberación definitiva: la pluma. Por ello, al terminar en noviembre de 1875 el período de servicio militar, retoma su actividad literaria: redacta en cinco días la novela Rupertine del Fino (cuyos personajes simbolizan los diferentes aspectos de su filosofía); y en los cinco meses siguientes el segundo volumen de la Philosophie der Erlösung (donde se plantea la necesidad de unir sus esfuerzos a los del socialismo para lograr la mencionada liberación de los hombres por medio de la praxis histórica); asimismo, proyecta dos nuevos dramas, titulados Buddha y Tiberius, respectivamente. Sin embargo, Mainländer decide de repente dar un giro inesperado a su trayectoria vital: abandona el itinerario recién emprendido, y opta por el suicidio, que consuma con estremecedora frialdad en la madrugada del 1 de abril de 1876. Aunque su biógrafo Sommerlad no llega a explicarse este brusco cambio de dirección en sus actos, parece evidente que lo único que Mainländer deseaba era ser fiel a su propio pensamiento: si tenemos en cuenta que, como él mismo confiesa, su principal objetivo era vivir de conformidad con lo que había enseñado; si consideramos que, tras a publicación de su sistema, experimentaba un “gran vacío interior” -pues el grueso de su creatividad se había volcado en su obra- parece evidente que, tras la aparición de ésta última, sólo le quedaba una opción: ingresar cuanto antes en la paz eterna de esa “Nada absoluta” que, como veremos a continuación, constituye el punto nodal de su filosofía Sus restos reposan en el cementerio de Offenbach, donde una pequeña lápida, erigida en su honor en 1912 en el Dreiechpark de la ciudad, recuerda su breve paso por esta tierra.[13] 3) Los rigores del ultrapesimismo: claves para una filosofía de la liberación Si se exceptúa la reciente edición de 1996, existen tres ediciones del primer volumen de la Philosophie der Erlösung: la primera de 1876, y otra dos más, publicadas en 1886 y 1894, respectivamente; estas dos últimas coinciden, además, con la publicación póstuma del segundo volumen de la obra, que consta de doce ensayos filosóficos.[14] Desde el primer momento, Mainländer fue considerado como un discípulo más de Schopenhauer, lo cual no contradice en absoluto su intención de fondo, que no fue otra que la de “alzarse sobre los hombros de Kant y Schopenhauer”, a fin de continuar la reflexión iniciada por ambos pensadores[15]; sin embargo, Mainländer entendió que estas filosofías adolecían de una serie de errores que conducían a la versión “light” del pesimismo ofrecida por el filósofo de Dantzig; frente a ella, Mainländer propone una fundamentación científica de esta doctrina, a fin de exasperar la negatividad de su mensaje, si bien es plenamente consciente de que un pesimismo más radical exige también un espíritu redentor mucho más profundo, espíritu que Mainländer cree hallar en lo que denomina el “contenido esotérico” -es decir, no religioso, “ateo”- del budismo y del cristianismo: “La filosofía de la liberación –dice- es la prosecución de las doctrinas de Kant y Schopenhauer, y la confirmación del budismo y del cristianismo más puro. Aquéllos sistemas filosóficos se corrigen y completan mediante dicha filosofía, al tiempo que ambas religiones se reconcilian a través de ella con la ciencia. Esta doctrina fundamenta el ateísmo, no sobre algún tipo de creencia, como hacen las religiones mencionadas, sino a la manera de la filosofía, sobre el saber; de manera que, gracias a ella, se consigue por vez primera fundamentar científicamente el ateísmo.”[16]

El principio fundamental en el que coinciden doctrinas tan diversas, fundamento de la verdadera filosofía, no es otro que la voluntad de morir, latente en todo impulso vital, y que Mainländer distingue tajantemente de la “voluntad de vivir” schopenhaueriana. Es en dicha voluntad de morir donde reside, como veremos más adelante, el impulso básico que persigue la completa liberación del sufrimiento que la humanidad anhela. Mainländer plantea una fundamentación idealista e inmanente de su “ultrapresimismo”: a la hora de explicar la realidad, la filosofía debe atenerse a los datos que le ofrece la experiencia, teniendo presente al sujeto como parte fundamental del proceso cognoscitivo (como mantiene el criticismo kantiano), y renunciando a cualquier explicación basada en poderes extracósmicos, de los que no podemos tener ningún conocimiento. Éste último parte, según Mainländer, de dos fuentes: los sentidos y la autoconciencia[17]; siguiendo a Schopenhauer, considera que los datos sensoriales activan la ley de la causalidad, presente a priori en el entendimiento, el cual, gracias a ella, deduce inmediatamente la presencia de una cosa en sí, independiente del sujeto, cuya característica más importante es la fuerza, que se manifiesta ante nosotros como actividad. El espacio no es una forma a priori dela sensibilidad, como mantenía Kant, sino que, junto con la materia, forma un entramado de condiciones a priori, puestas por el entendimiento del sujeto, mediante las cuales éste es capaz de “encuadrar” o “fijar” la actividad procedente de la cosa en sí, para poder percibirla o representársela como objeto. Luego, las representaciones parciales de éste último se combinan por medio de una facultad superior, la razón, la cual, en su labor de síntesis, utiliza a su vez otras tres facultades auxiliares: el juicio, la memoria y la imaginación. El conjunto de estas facultades mentales constituye el espíritu humano, dotado de autoconciencia.[18] Siguiendo la crítica de Schopenhauer a Kant, Mainländer prescinde también de las categorías: la razón construye sus conceptos partiendo de representaciones intuitivas, y su forma es el presente, que se encuentra en constante movimiento, por lo que el tiempo tampoco ha de ser considerado una forma a priori de la sensibilidad, sino una nueva síntesis, esta vez producida por la acción combinada de razón y memoria, las cuales conectan la sucesión real de los instantes, prolongándola mediante una línea temporal imaginaria. Las categorías de sustancia, comunidad y causalidad universal aparecen, asimismo, como distintas síntesis ideales –realizadas por la razón y sus facultades auxiliares-, por medio de las cuales alcanzamos un concepto sobre la unidad colectiva del universo, la conexión dinámica entre sus partes, y, finalmente, la acción recíproca que se establece entre los diversos seres que lo componen.[19] Ahora bien, aunque la razón tiende a prolongar por medio de series causales las síntesis ideales mencionadas, tendiendo a buscar una unidad originaria, hay que refrenar su impulso para que no se extravíe. Las ciencias naturales, fundamentadas en la citada noción de causalidad, no hacen sino reforzar el planteamiento inicial de inmanencia, impidiéndonos dar el salto hasta una supuesta unidad trascendente; sólo permiten constatar el ámbito plural de los múltiples seres dispersos y en continuo movimiento que interactúan en el cosmos; de modo que cualquier prueba cosmológica de la existencia de Dios resulta imposible. Pero, a pesar de ello, la ciencia también indica que existe una “conexión de fondo” entre todas las fuerzas de la naturaleza; ¿cómo resolver este dilema? Mainländer entiende que únicamente cabe una salida: usar la razón, en este punto, de un modo meramente regulativo, no constitutivo; si así lo hacemos, habremos de conceder, efectivamente, que en estos momentos no es posible constatar la existencia de ninguna unidad trascendente al universo; pero, a pesar de ello, todo parece indicar que esa unidad, aunque actualmente no existe, sí pudo existir en el pasado: sólo así puede explicarse la estrecha unión que conecta entre sí a todos los componentes del mundo. “El ámbito de lo trascendente –dice Mainländer- (...) es algo pasado, algo que fue y se derrumbó; y con él pasó y se derrumbó también la unidad simple”, unidad de la que no sabemos ni podemos saber nada, porque constituye la auténtica X, la “cabeza de la Medusa”, ante la cual quedan petrificadas todas las potencias cognoscitivas de nuestro espíritu. Todo indica, desde luego, que ese ser, quizás infinito, debió existir; pero lo cierto es, en cualquier caso, que ha desaparecido; se destruyó; y al destruirse sólo quedó el universo fragmentario, múltiple y disperso (aunque interconectado) que contemplamos. Por eso, únicamente cabe caracterizar esa unidad precósmica primigenia de forma negativa: debió tratarse de una unidad inextensa, inmodificada, indivisa (simple), atemporal (eterna), libre, que gozaba de un reposo absoluto[20]; el único predicado positivo que podemos adscribirle, según esto, es la nuda existencia. En ese ser supremo -situado en un pasado del que ahora nos encontramos separados por un abismo insondable- debían contenerse in nuce, de forma inconcebible, todas las fuerzas que constituirían luego nuestro universo. El curso de la investigación terminaría aquí, si no acudiéramos a la alternativa que nos ofrece el camino interior de la autoconciencia; aquí encontramos como dato primordial, bajo la forma del sentimiento, el verdadero motor del cosmos; una fuerza interna que nunca reposa: la voluntad de vivir descubierta por Schopenhauer, si bien Mainländer concibe dicha voluntad desde un punto de vista estrictamente individual, que le lleva a rechazar (por injustificable) la concepción universalista y supra-individual de la misma que su antecesor propone. En cualquier caso, la voluntad se manifiesta en el individuo, ante todo, como constante agitación o movimiento, siendo este dinamismo su predicado más característico, el que la identifica, y el que nos permite explicar la íntima constitución del conjunto de fuerzas presentes en la naturaleza.[21] La voluntad de vivir puede definirse como un impulso originario, ciego y perentorio, cuyo movimiento se va diferenciando cada vez más, a medida que ascendemos por la escala de los seres, hasta alcanzar primero el sentimiento, y más tarde la autoconciencia. Estos diversos tipos de movimiento constituyen lo que Mainländer denomina “ideas de la voluntad”, entre las cuales distingue cuatro tipos diferentes: químicas, vegetales, animales y humanas[22], aclarando de paso que no tienen nada que ver con las ideas de Schopenhauer: éstas son universales, mientras que para Mainländer lo único real son las voluntades individuales; de manera que cabe decir que en el mundo existen tantas ideas como individuos. Coincide, eso sí, con Schopenhauer al afirmar que, comenzando como instinto inconsciente en el animal, es en el ser humano donde el movimiento de la voluntad alcanza su grado de diferenciación más alto, manifestándose a través de la ebullición de la sangre (en la que Mainländer ve el verdadero “démon” del individuo); ésta recorre el organismo, activándolo, hasta alcanzar el cerebro, miembro directivo y consciente del cuerpo: voluntad y espíritu mantienen, pues, un vínculo indisoluble, que es el que caracteriza en su individualidad a cada ser humano.[23] En esencia egoísta, la voluntad se mueve exclusivamente en base al placer (expansión) o displacer (repliegue), alteraciones que se manifiestan en el sujeto como alegría desbordante (provocada por el disfrute sexual, el ansia de poder, el goce de la superioridad espiritual y el disfrute de una agradable compañía), o como enfriamiento del ánimo y melancólica inactividad.[24] El producto más refinado del movimiento de la voluntad es, sin duda, el genio (propio del gran pensador o artista), en el que se activan al máximo todas las facultades corporales y espirituales, siempre íntimamente asociadas.[25] Fijémonos ahora de nuevo en el cosmos: hemos visto cómo éste ha de concebirse como una única esfera de fuerzas -o ideas- cada una de las cuales, en su sed de existir, actúa sobre todas las demás, experimentando a su vez el influjo de ellas[26]: así es como se generan la violenta tensión y el sufrimiento que caracterizan la lucha por la existencia.[27] Ahora bien, ¿de donde proviene –cabe preguntar- ese perpetuo movimiento que agita a todos los seres? Mainländer juzga que habría que deducirlo de un “primer movimiento, que luego se prolongó a través de todos los demás movimientos que han sido, son y serán”; este movimiento, a su vez, recibió su impulso inicial precisamente de una “ruptura de la unidad trascendente en la pluralidad inmanente”, provocada por una misteriosa “transformación de [su] esencia”.[28] La destrucción de la unidad simple precósmica, y la consiguiente ruina de la trascendencia, supusieron el fin del reposo absoluto que caracterizaba a ambas, dando lugar al surgimiento de la pluralidad y al turbulento dinamismo que ahora observamos en el universo. Así pues, “el primer movimiento y el surgimiento del mundo son uno y lo mismo. La transformación de la unidad simple en el mundo de la pluralidad, el tránsito del ámbito trascendente al inmanente fue precisamente el primer movimiento (...); todos los movimientos ulteriores sólo fueron continuación suya, por lo que no podían ser otra cosa que una nueva ruptura y desmembramiento de las ideas.”[29] Pero la cosa no acaba ahí: en ese proceso de ruptura y dispersión, la suma de fuerzas disponible se altera; la intensa lucha que mantienen las ideas entre sí hace que el aumento de intensidad de unas se pague con la pérdida de actividad de otras; pero como en el mundo no entran nuevas fuerzas desde la desaparición de la unidad primigenia, la intensidad del sumatorio total de fuerzas disminuye constantemente, haciéndose cada vez más débil. Es el principio universal del debilitamiento de la fuerza, testimonio de la creciente entropia del universo, que Mainländer enuncia como sigue: “Aunque el mundo es indestructible, la suma de fuerzas que en él se contiene se debilita continuamente, en el curso de un movimiento infinito.”[30] Y ésta es, precisamente, la terrible realidad que cabe constatar tanto en el reino inorgánico como en el orgánico: “Un único movimiento fundamental: ruptura en la pluralidad; y aquí como allí, como primera consecuencia, la pugna, la lucha, la guerra; y, como segunda consecuencia, el debilitamiento de la fuerza”[31]; la única (aunque esencial) diferencia entre ambos reinos es que el segundo constituye una forma mucho más perfecta que el primero, desde el punto de vista del efecto debilitante final, al que todo parece encaminarse. Seguidamente, Mainländer complementa esa indagación física con un apunte metafísico de inaudito calado: aunque, como hemos dicho, no podemos saber nada acerca de la mencionada unidad precósmica primigenia, al menos nos es lícito aplicarle un antiguo nombre para designarla: se trata, ni más ni menos que del propio DIOS (ya que comparte las características que la tradición venía atribuyéndole al Ser Supremo); ahora bien, desde el momento en que realizamos esta identificación, el curso del análisis conduce a una conclusión inapelable:

“(...) [Todo apunta a que,] aunque esta unidad simple [i.e.: Dios] ha existido, ya no existe. Se ha desmembrado entera y completamente en el mundo de la pluralidad, alterando su esencia. Dios ha muerto y su muerte fue la vida del mundo. (...) Entonces se eleva en nosotros la verdad de que todo lo que es, existía antes del mundo en Dios. Nosotros existíamos en Él (...); pero ya no estamos en Dios; pues la unidad simple se ha destruido y ha muerto. Por el contrario, nos encontramos en un mundo plural, cuyos individuos se encuentran firmemente ligados en una unidad colectiva.”[32]

Como estamos viendo, la filosofía de Mainländer desemboca en una auténtica metafísica de la entropía, al mantener que todos los seres, incluido Dios, se encuentran sometidos a un proceso de inexorable decadencia, que va minando lentamente sus fuerzas[33]; con ello, su pensamiento se desvincula de cualquier teísmo o panteísmo, manteniéndose en la esfera del más absoluto ateísmo (pues se afirma de manera explícita que “Dios [ya] no existe”), logrando al mismo tiempo que esta doctrina quede por vez primera probada “científicamente”.[34] Esta rigurosa fundamentación del pensamiento ateo le permite a Mainländer vislumbrar la “aurora” de una humanidad futura, definitivamente liberada del peso muerto que para ella ha supuesto un Dios trascendente.[35] La pregunta ahora es: ¿por qué se rompió la unidad originaria dando lugar a la pluralidad desfalleciente, entrópica, que llamamos “mundo”? La respuesta de Mainländer es que dicha ruptura se debió al “acto primero y último, al único acto”[36] realizado por esa unidad simple; una decisión mediante la cual Dios se propuso alcanzar algún fin, que ahora se actualiza en el devenir entrópico del cosmos, y que, por así decirlo, constituye su horizonte final. Para aclarar en qué pudo consistir ese télos, Mainländer vuelve a centrar su atención en la enigmática unidad divina desaparecida: parece evidente que debía tratarse de un ser superior, situado por encima de cualquier otro ser [Übersein], dado que todos los entes que conocemos se mueven, mientras que Él, en cambio, gozaba de un reposo absoluto; asimismo, debió poseer algún tipo de esencia [Wesen], ya que toda existencia [existentia] -dice Mainländer- presupone una esencia [essentia] que la precede y condiciona; de manera que no podemos identificar la unidad precósmica con la pura “nada”; pero, justamente por situarse en un ámbito trascendente, ya pasado, no podemos determinar si esa esencia incluía algún tipo de voluntad o de inteligencia; por consiguiente, tampoco podemos saber “qué pensaba” o “qué quería” Dios antes de desaparecer (si es que pensaba o quería algo); no obstante, como hemos indicado, la filosofía trascendental permite al menos una aplicación “regulativa” de ambos principios al comienzo del mundo, comparándolos con los actos que observamos en éste último; partiendo de este supuesto, podemos enfocar el primer y único acto divino de disolución “como si hubiese sido un acto voluntario”[37]: Todo parece haber ocurrido como si Dios, en absoluta soledad y sin motivación exterior alguna, se hubiese reflejado a sí mismo en su infinita autoconciencia; y, al hacerlo, se hubiese planteado la única alternativa posible: “permanecer como estaba, o dejar de ser”[38]; eligiendo entonces libremente “no-ser”, pasar a la nada absoluta, aniquilarse. Al dejar de existir; al elegir suicidarse, es cuando surgió este universo decadente, que ahora vemos extinguirse poco a poco ante nosotros, igual que se enfría el cuerpo de un cadáver. Parece claro, por consiguiente, que el mundo no es sino el medio a través del cual Dios ejecuta el macabro fin que desde el principio se había propuesto, al percatarse de que sólo aniquilándose y pasando por el devenir real de la pluralidad [Werden] podía salvar la distancia que media entre el no-ser [Nicht-Sein] y el Ser Supremo [Übersein].[39] Por lo que respecta a la pregunta acerca del motivo que impulsó a Dios a suicidarse e ingresar en el no-ser, queda suficientemente respondida por el hecho mismo del mundo, que nos muestra con toda claridad que un ser inexistente escapa al sufrimiento, mientras que el dolor acompaña siempre en mayor o menor medida a la existencia; análogamente, Dios, en su reposo precósmico, llevado quizás del sufrimiento que le provocaba el aburrimiento, tuvo que hacer algo, actuar; pero la única acción que pudo llevar a cabo fue precisamente aquella que le facilitaba la liberación de sí mismo y de su hastío; y no dudó en ejecutarla. Luego, los seres surgidos de su fragmentación comparten ese movimiento original, y se mueven a su vez incesantemente; entrechocan, y al hacerlo, debilitan más y más sus fuerzas, acercándose así paulatinamente a la nada como su fin postrero. Pero esto significa que, tras la voluntad de vivir individual que se encierra en cada fuerza, existe otro nivel de la voluntad, más oscuro y profundo, que quiere básicamente la muerte: la vida se reduce, en el fondo, a una voluntad de morir [Wille zum Tode][40], que utiliza el desgaste del movimiento y el sufrimiento provocados por la lucha vital para mortificar la fuerza: cuanto más ansía vivir un animal, cuanto más activo es, más desea en realidad la muerte; pues una vida más intensa siempre se salda con un desgaste más rápido de la suma total de fuerzas que cada sujeto contiene. Es este terrible “destino entrópico”, por tanto, el que ha condicionado el curso entero de la Naturaleza y la Historia: la primera culmina con el surgimiento del ser humano, en el que la actividad estresante y el desgaste del medio ambiente han alcanzado su máximo grado; la segunda ha estado presidida por la ley del desgaste y del sufrimiento, ley que, según Mainländer, constituye la norma fundamental de la civilización: según este principio, el desgaste que implica la lucha entre los pueblos, unido al logro de una elevada cultura espiritual, va minando poco a poco las energías de las naciones bárbaras; éstas, dotadas al principio de una gran energía vital inconsciente, van interviniendo sucesivamente en la historia; pero cuando ingresan en el seno de la civilización pierden su fuerza primigenia y entran en decadencia. En el curso de este proceso, se produce un aumento de su nivel espiritual y de su inteligencia, que les lleva a hacerse cada vez más conscientes del dolor y vaciedad de la vida, hasta que esos pueblos, al principio tan animosos, terminan por anhelar la extinción y buscan el reposo definitivo (hastío, renuncia al mundo, suicidio...) Siguiendo los planteamientos socialistas propios de la “izquierda schopenhaueriana”, Mainländer muestra, además, cómo esta “historia entrópica”, que sigue un proceso espiraliforme[41], abarca poco a poco a la humanidad entera, dirigiéndola en pos de un Estado ideal, utópico, regido por los principios de la justicia e igualdad entre todos los hombres. Sin embargo, no conviene engañarse: también esa futura “Edad de Oro” forma parte del plan tanático universal pergeñado por la unidad primigenia; es más, constituye una etapa necesaria del mismo: Cuando el Estado ideal se establezca, todos los seres humanos tendrán, desde luego, satisfechas todas sus necesidades; pero entonces el deseo de bienestar material dejará paso al peor de todos los males: un tedio mortal, que hará la vida completamente insufrible. Mainländer entiende que “no carecer de nada” no es, en absoluto una garantía de felicidad, sino más bien de todo lo contrario, porque en ese caso incluso la esperanza de mejorar nuestro estado desaparece, y los bienes externos no ayudan a suplir el vacío interior. Así pues, si se quiere librar de una vez por todas a los hombres, es preciso resolver definitivamente la “cuestión social” y la miseria que ésta genera: al hacerlo, el hombre adquirirá al fin conciencia de la nulidad de todos sus bienes; en cambio, mientras le quede algo que desear, seguirá aferrándose a la vida. Como estamos viendo, para Mainländer, la plena realización de la utopía supone un paso más en la demostración de que la vida humana se reduce al fracaso y la infelicidad: sólo cuando todos los placeres se hayan agotado podrá entrar en juego la razón, que dictará entonces su condena inapelable: puesto que todo se reduce a la nada, es mejor desistir de prolongar indefinidamente una existencia tan tediosa e inútil.[42] De esta manera, el movimiento entero de la humanidad y de todas las voluntades individuales que la integran se dirige hacia la autoaniquilación, se sea o no consciente de ello; al final de la historia –coincidiendo con el agotamiento de todas las energías- sólo quedará un conjunto de seres humanos hartos, desilusionados, que ansiarán librarse a toda cosa y definitivamente de sus padecimientos, siendo conscientes de que sólo podrán hacerlo si ingresan en el no-ser absoluto, en el seno de la muerte:

“(...) el filósofo inmanente percibe en el fondo de todo el cosmos únicamente el más profundo anhelo de una aniquilación absoluta; y es como si oyese claramente el clamor que atraviesa por entero las esferas celestes: ‘¡Liberación! ¡Liberación! ¡Qué acabe nuestra vida!’, al tiempo que escucha la consoladora respuesta al mismo: ‘Todos encontraréis la aniquilación y seréis redimidos’.”[43]

Claro que dicha liberación, ni es igualmente alcanzada por todos los seres humanos, ni la logran todos al mismo tiempo, sino que éstos la consiguen en función del grado de lucidez -es decir, de madurez- alcanzado por su razón o inteligencia: aquellos individuos que se entregan por entero al placer, derrochando sus fuerzas en medio de la lujuria y el desenfreno, se dirigen al objetivo mencionado de forma inconsciente, a través de un lento proceso que abarca generaciones y generaciones, y que resulta necesario para que su voluntad de vivir individual se debilite hasta el punto de manifestarse como voluntad de morir autoconsciente; aquellos otros, en cambio, que han alcanzado un grado de desarrollo espiritual más elevado -la “sabiduría”-, consiguen percatarse del sinsentido de la existencia, con lo que su voluntad experimenta una “total transformación”, que les lleva a comprender con claridad que más allá del mundo no hay ni cielo ni infierno, sino la Nada; “que no-ser es mejor que ser”; y que el verdadero “infierno” es la vida, cuya aniquilación se consigue atravesando “la dulce y tranquila noche de la muerte.”[44] Conocen también que, para alcanzar con mayor rapidez esa meta -que garantiza el reposo de todas las fatigas vitales inherentes a la voluntad-, existen (descontando, por supuesto, el suicidio) dos caminos diferentes: 1º) El camino del héroe moral, reformador social que lucha para que la humanidad alcance lo más pronto posible el Estado ideal y un nivel de civilización más elevado (con las consecuencias “liberadoras” que acabamos de mencionar); y 2º) el camino, mucho más perfecto, de la virginidad (para Mainländer “la virtud suprema y más elevada”[45]), donde la renuncia a satisfacer el instinto sexual –en el cual el démon que azuza la voluntad alcanza su máxima virulencia- garantiza al individuo que no se perpetuará en su descendencia, quedando al morir su voluntad individual aniquilada para siempre.[46] No obstante, quien siga este “camino virginal” puede adoptar tres actitudes espirituales diferentes: la del místico, que mediante la castidad, la renuncia y la contemplación, alcanza un éxtasis aquietador de las pasiones[47]; la del “hijo de la luz” -el filósofo o sabio-, el cual, practicando una filosofía puramente inmanente, carente de contenido religioso, supera el mundo a través del conocimiento, haciéndose capaz de “mirarle a los ojos fijamente, con alegría, a la nada absoluta”[48], prescindiendo de cualquier imagen que le consuele; y, por último, la del héroe-sabio (“el fenómeno más puro de nuestra tierra”), cuyos principales representantes, Buda o Cristo, desde su “inconmovible interior”[49], promovieron activamente la liberación de la humanidad entera y la negación de la voluntad individual, valiéndose de una serie de imágenes que resultan asequibles para el hombre corriente: la “Jerusalén Celestial”, “el Reino de Dios”, el “Nirvana” o la “Paz Eterna”.[50] 4) El puesto de la belleza y del arte en la filosofía de Mainländer ¿Queda algún resquicio en esta filosofía lóbrega y desesperada para el arte, la literatura, la música, para la fascinación, en fin, que ejerce la belleza sobre el espíritu humano? La respuesta a esta cuestión ha de ser rotundamente afirmativa: la belleza y el arte juegan un papel destacadísimo en la filosofía de Mainländer, quien dedica más de una cuarta parte de su extenso libro a las cuestiones relacionadas con la estética. La clave de la estética mainländeriana viene dada por su caracterización de la voluntad de vivir como movimiento incesante: puesto que, como acabamos de decir, detrás de la voluntadde vivir se encierra un principio más profundo -la voluntad de morir individual-, que busca liberarse del sufrimiento mediante el logro de la tranquilidad y del reposo, parece evidente que la contemplación estética ha de unirse a la religión y a la práctica filosófica en la búsqueda de una emancipación para el ser humano. Se trata, por tanto, de una estética que, lejos de exaltar la vitalidad del sujeto –como la propuesta por Nietzsche-, busca más bien transportarle a un estado de inmutabilidad interior, que “recuerde” o “rememore” el estado de reposo que caracterizaba la unidad primigenia desaparecida, presagiando, al mismo tiempo, el reposo que anuncia el conocimiento para todos aquellos que superan la voluntad y sus peligrosos acicates. Siguiendo el planteamiento de sus antecesores, Kant y Schopenhauer, Mainländer sostiene que la actitud estética consigue esa “calma íntima” precisamente por su carácter desinteresado, si bien rechaza la tesis schopenhaueriana –compartida también por E. von Hartmann- según la cual el espíritu, trasladándose a dicha actitud, consigue una completa emancipación de la vvluntad[51]: para Mainländer, es evidente que la voluntad se encuentra presente de algún modo en la actitud estética, aunque es cierto que, cuando ingresamos en ella, su movimiento habitual se altera[52]; pues, efectivamente, adoptándola, el sujeto capta de una manera especial las ideas de los objetos; ahora bien, como se recordará, tales ideas no eran sino las diferentes formas de manifestarse el movimiento de la voluntad; por consiguiente, aquellos objetos dotados de un movimiento más grácil, armónico, serán los más adecuados para serenar el movimiento de la voluntad del sujeto y aquietarla. De acuerdo con esto, Mainländer distingue tres estados estéticos diferentes: 1º) la contemplación estética [aesthetische Contemplation], en la que la voluntad del sujeto ralentiza su movimiento, según que el objeto contemplado disfrute de un grado mayor o menor de reposo[53] (así, p. ej., dice Mainländer que la contemplación de un bello paisaje del Mediterráneo, o de la Madonna Sixtina de Rafael garantizan un apaciguamiento más profundo de la voluntad: el sujeto parece volverse atemporal, disfrutando de una serenidad deliciosa); 2º) el sentimiento estético compartido [aesthetische Nachfühlen oder Mitgefühl], en el que la voluntad vibra con el movimiento que experimenta otro ser (aunque sin compartir su mismo grado de intensidad, por tratarse de un sentimiento estético desinteresado); y 3º) la inspiración estética [aesthetische Begeisterung], que raramente surge de la contemplación estética, pero sí suele darse como consecuencia del sentimiento estético compartido, transformándose en capacidad creativa.[54] ¿En qué consiste la belleza de un objeto? Mainländer señala que es necesario distinguir entre la belleza subjetiva, el fundamento de dicha belleza en la cosa en sí (es decir, la voluntad), y, finalmente, el objeto bello considerado en sí mismo. Por lo que respecta a la belleza subjetiva o formal, se trata de una cualidad que depende de las formas a priori presentes en la mente del sujeto, por lo que cabe distinguir la belleza formal del espacio (basada en la regularidad y la simetría), la belleza formal de la materia o la sustancia (que se expresa sobre todo a través de la armonía del color, o del sonido), y, por último, la belleza formal del tiempo (basada en el compás y el ritmo). El fundamento de esta triple belleza, sin embargo, debe encontrarse en la cosa en sí misma; de manera que el objeto bello es el resultado de un factor presente en la cosa en sí, más la percepción formal que dicho factor suscita en el sujeto que la contempla. La belleza, en resumen, no reside en la cosa en sí misma, sino exclusivamente en el objeto estético, el cual depende siempre de la presencia de cierto sujeto, que es el que determina su surgimiento y desaparición. El curso de las anteriores reflexiones conduce a Mainländer a concluir que el fundamento de lo bello, presente en la cosa en sí, no puede ser otro que su movimiento armónico [harmonische Bewegung]”[55], el cual se exterioriza a través de la forma, figura, juego gestual, lenguaje, canto, etc., característicos de un objeto. Dicho movimiento armónico de la voluntad no es sino un eco del primer movimiento (libre, sereno, armónico) que realizó la unidad divina originaria cuando, a través de la multiplicidad, decidió destruirse a sí misma:

“(...) El fundamento de lo bello en las cosas en sí tiene su sublime explicación única y exclusivamente en la unidad simple y en su movimiento armónico primigenio. ¡En el reino de lo bello no se espera ni se necesita nada! Efectivamente, este reino se asienta por completo en el resplandeciente encanto de Dios y su existencia pre-mundana; en el resplandor encantado de su esencia, entendida como unidad simple, que reposa por completo en sí misma (con referencia al sujeto contemplativo); y en los sucesivos movimientos en los que se objetiva y prolonga ese maravilloso primer movimiento armónico, mediante el cual Dios murió, dando así lugar al nacimiento del mundo.”[56] El problema es que el movimiento armónico se ve desde el principio impedido por la propia dispersión que reina entre las voluntades individuales, las cuales, al luchar violentamente entre sí, enturbian la manifestación adecuada del mismo: de ahí procede la falta de armonía que por doquier reina. Por esta razón, cuando nos encontramos ante un objeto, ya sea natural o artístico, configurado de manera conveniente y temporalmente aislado del tráfago de la existencia, éste se nos revela indefectiblemente como bello, pues nada interfiere la expresión de su armonía interna; y entonces ejerce sobre nuestro ánimo ese delicioso efecto aquietador, que recuerda la calma que la tradición atribuye a los propios dioses.[57] A continuación, Mainländer pasa a ocuparse de la categoría de lo sublime, que interpreta en base a un estado especial que experimenta el ser humano: en el estado sublime [erhabenen Zustand], la voluntad, ante un objeto amenazador por su fuerza o tamaño, oscila entre el temor y el desprecio a la muerte; al predominar, finalmente, este último el sujeto ingresa en la contemplación estética. Al comienzo, la experiencia de la sublimidad surge gracias a alguna ilusión que vela el peligro ante el sujeto; pero si el desprecio a la muerte se hace permanente, y el sujeto se muestra capaz de superar el amor a la vida, cabe hablar de un carácter sublime, como el mostrado por el héroe, el sabio y el héroe-sabio.[58] En cambio, el humor aparece cuando el sujeto, una vez alcanzada la sabiduría, sabe despreciar el mundo y juzga su valor como nulo; sin embargo, al verse incapaz de renunciar por completo a la vida, se ve arrojado una y otra vez al fango de lo cotidiano, lo que hace que su ánimo oscile entre dos sentimientos contrapuestos: la alegre jovialidad y una amargura profunda y lacerante.[59] ¿Y el arte? Mainländer lo define como el “reflejo transfigurado del mundo [die verklärte Abspiegelung der Welt]”: su misión no es exponer las ideas universales en las que se objetiva la voluntad, como creía Schopenhauer[60], sino establecer un cierto ideal, correspondiente a un conjunto de individuos, dotados de rasgos más o menos parecidos (sin que el mencionado ideal tenga existencia al margen de tales individuos particulares); en cualquier caso, el espíritu del artista “no es esclavo del mundo exterior, sino que crea un mundo nuevo”; este nuevo mundo creado por el arte puede estar dotado “de gracia, de formas puras, de colores puros”, que pueden contribuir a revelar “el interior del hombre mediante estados mesurados, sonidos y palabras biensonantes, ritmadas” (en cuyo caso el artista nos conduce al “maravilloso paraíso”, pleno de armonia y configurado por las leyes de la belleza formal subjetiva, propio del “arte ideal [ideale Kunst]”); mientras que, en otras ocasiones, el artista se propone reflejar el mundo tal como es, con su continua lucha y su carencia de sosiego, que estorban el logro de la paz y la calma interna: en estos casos, el artista practica un “arte realista [realistische Kunst]”. A estas dos tendencias artísticas ha de añadírseles una tercera: el “arte fantástico [phantastische Kunst]”, es decir, aquel arte cuyas imágenes no reflejan el mundo ideal, ni real, sino la construcción que realiza el artista utilizando fragmentos del mundo real, que altera arbitrariamente; se trata del arte que aparece en muchas figuras religiosas, narraciones fantásticas, leyendas, etc...[61] Por lo que se refiere a las artes particulares, Mainländer las divide en espaciales (arquitectura, escultura y pintura) -las cuales tratan sobre todo con objetos-, y temporales (poesía y música); éstas últimas procuran transmitir con toda inmediatez la voluntad y sus íntimas oscilaciones: a) Según Mainländer, la arquitectura es la más subjetiva de las artes, pues no reproduce ningún objeto concreto, y goza del privilegio de organizar libremente su material, sometiéndolo únicamente a las leyes que la belleza formal le impone: simetría, regularidad, proporción, etc.[62] Rechaza explícitamente la teoría schopenhaueriana de la arquitectura, según la cual este arte expone las ideas inferiores en las que se objetiva la voluntad (cohesión, rigidez,...) Para Mainländer, el estilo ideal en arquitectura es el clásico, (reposado, sereno), mientras que el estilo barroco es realista, por su carácter agitado y violento. b) La escultura trata ya de expresar a través de sus formas un ideal, especialmente el ideal del ser humano. Aunque éste no es único, sino que cambia con las razas, Mainländer establece la coincidencia de la escultura ideal con el estilo clásico, pues en él se expone el ideal humano más bello y noble, aquel que revela un mayor grado de armonía interna.[63] La escultura realista, en cambio, se centra más en la representación de un sujeto individual concreto, que por sus méritos especiales merece ser recordado, plasmándolo en algún momento especialmente significativo; aquí el máximo exponente lo constituye la plástica cristiana del s. XIII, cuya apariencia externa refleja la castidad, amor y paz interna de aquellos sujetos que han sido capaces de superar todas sus apetencias y tensiones terrenales.[64] c) La pintura también tiene como objeto expresar un ideal, pero de un modo más perfecto que la escultura, porque cuenta con las leyes formales de la perspectiva y con el color, lo que le permite abarcar todos los seres, tanto naturales como históricos: surge así el paisajismo ideal (C. Lorrain) o realista (romántico), por un lado; y la pintura de historia, tanto ideal (Galatea de Rafael, Venus de Tiziano), como realista (El Tributo de Tiziano, El Lienzo de la Verónica del Correggio), por otro. Mientras la pintura ideal coincide con el clasicismo escultórico, teniendo como objetivo la belleza ideal, la pintura realista suele reflejar el carácter sereno, resignado y sublime de los santos y mártires de la religión cristiana, por lo que Mainländer la juzga muy superior a todo los productos del arte griego.[65] d) La poesía se ocupa casi exclusivamente de exponer el ideal más alto: el del hombre, con las diversas fluctuaciones que experimentan sus sentimientos; trata de abrirnos el corazón humano y los estados más intimos de la voluntad -del démon particular- del sujeto, utilizando como instrumento el lenguaje. Esta peculiaridad hace de la poesía el arte más elevado, porque nos permite imaginar todo un mundo objetivo, reflejado en conceptos, si bien esos conceptos deben someterse a las leyes de la belleza formal subjetiva (metro, claridad dispositiva, ritmo, etc.) para hacerse más intuitivos, lo que da lugar al denominado lenguaje poético.[66] Por lo demás, si la poesía lírica ideal trata de reflejar la íntima armonía del alma bella, la realista refleja los variados afectos que se cruzan en el ánimo de un sujeto; la épica ideal, por su parte, presenta modelos ideales de héroes (Homero), mientras que la realista expone todo tipo de caracteres sin excepción: buenos y malos, sabios y locos, justos e injustos, tal como se nos muestran de hecho en el mundo; el drama ideal, en fin, muestra los conflictos en los que se ven envueltos los personajes, pero con moderación, sin estridencias (Sófocles, Goethe), mientras que el drama realista refleja íntegramente los rasgos característicos y los resortes más íntimos del ser humano, desarrollándolos plenamente, con toda su brutalidad y excelencia (Shakespeare).[67] En cualquier caso, Mainländer considera que las leyes de lo bello subjetivo mantienen su validez para cualquier poeta, ya se adscriba al idealismo o al realismo, y éste no puede infringirlas jamás, si es que quiere producir auténtico arte. e) Mientras la poesía refleja (imaginariamente, aunque ayudada a veces por elementos externos, como sucede en el teatro) tanto el movimiento exterior como el interior del ser humano, la música sólo tiene que ver con su movimiento interior, y por esa razón es un arte más imperfecto; pero al utilizar como material para expresar los movimientos de la voluntad la pureza del sonido, consigue hablar un lenguaje que resulta inteligible para todos los seres humanos; por eso “es el arte que más fácilmente nos traslada al estado estético, y por eso también ha de considerarse como el arte más poderoso.”[68] El profundo efecto que ejerce la música sobre nosotros se debe a que, aunque agita superficialmente nuestra voluntad, mantiene en calma, sereno, el fondo de nuestro espíritu. En todo caso, para que el sonido de la música nos emocione, ha de someterse también a las leyes de la belleza formal (relativas al ritmo, la tonalidad y la armonía). La música ideal (estilo clásico), revela los estados del alma bella (alegría comedida, pasión mesurada...), está dominada por el modo mayor, y se atiene a estrictas reglas formales; en cambio, la música realista (estilo romántico) describe con mayor crudeza los estados del ánimo humano (angustia, desesperación, júbilo, pasión desgarradora...); en ella domina el modo menor, y la genialidad del compositor estriba en su capacidad para flexibilizar expresivamente las formas sin romper las reglas (Beethoven). En la ópera, música y poesía colaboran para desvelarnos hasta el fondo el corazón de los personajes que aparecen en la escena; por ello, aunque Mainländer no lo afirma explícitamente, de su análisis parece deducirse que es la combinación poético-musical operística la que ocupa en su estética el rango del arte supremo.[69] Acabamos de ver el rol de primerísima fila que ejerce el arte en el “hiperpesimismo” mainländeriano: en primer término, traslada más fácilmente al ser humano al estado estético, con la felicidad que le caracteriza, permitiéndole “degustar el pan y el vino del conocimiento sensible más puro, suscitando en él, al mismo tiempo, el anhelo de una vida de calma ininterrumpida”; en segundo lugar, consigue “desatar el lazo que le encadena a este mundo, donde reinan la carencia de reposo, la preocupación y el sufrimiento”, despertando en su espíritu “el amor a la medida, y el odio contra la desmesura de la pasión”, ya que todo lo que le ofrece, por áspero que sea, se ajusta siempre a los severos límites que la belleza formal le impone; así consigue que “se desarrolle en él cada vez más lo formalmente bello, hasta que el sentido de la belleza perfecta alcanza su apogeo"[70]; por último,

“(...) le aclara la verdadera esencia de las ideas, conduciéndole a ella por caminos suaves, sembrados de flores y jalonados de dulces discursos, dejando caer ante él el velo que cubre ese núcleo. Lo alza risueño frente a él, cuando pretende huir temblando ante el infierno; y le conduce firme por el borde del abismo, susurrándole: ¡Pobre hijo del hombre! ¡Pero si es el abismo de tu alma! ¿Es que no lo sabías?” [71] Así, el arte actúa de dos maneras: como remembranza de la felicidad pasada y, a la vez, como promesa de futura liberación: es memoria del “paraíso perdido”, porque, gracias al arte, el hombre puede conocer y sentir la armonía que caracterizaba la unidad originaria de la que todo procede; y, al mismo tiempo, le ayuda a emitir un juicio correcto sobre el valor de esta vida. Ciertamente, su vuelta a las inquietudes y atropellos que supone la cotidianeidad, le hará olvidarse de las certezas entrevistas, haciéndole caer nuevamente en la vulgar dispersión de lo real; pero, como dice Mainländer, aunque así suceda, “el conocimiento habrá dejado en su corazón unas huellas indelebles, que arden como heridas, sin permitirle reposo alguno. Ahora, exige anhelante otra vida; pero ¿dónde encontrarla? Pues el arte no es capaz de ofrecérsela.”[72] Es aquí donde entra en juego la otra dimensión del arte, su carácter de promesa, porque prepara el corazón del hombre para la liberación definitiva, trasladándole de vez en cuando, al “beatífico estado estético”, con el reposo que le caracteriza. Pero como dicho estado no dura mucho tiempo, y el estrés retorna, es menester que entre en juego el conocimiento, porque “sólo la ciencia puede liberar nuestro corazón”; sólo ella “posee la palabra que calma todos los dolores; pues el filósofo, mediante el conocimiento objetivo, capta la conexión de todas las ideas y, desde su actividad, el destino [final] del (...) cosmos”[73], comprendiendo que la verdadera libertad sólo cabe encontrarla en el seno de la muerte. Ocho meses después del fallecimiento de Mainländer, Nietzsche debatía estas tesis de su infortunado antecesor, buscando una propuesta alternativa: “El arte –reflexiona Nietzsche en una nota fechada a finales de 1876- no puede valer como sustituto de la religión; pues para aquel que ha alcanzado la perfección, resulta superfluo; y para aquel que aún lucha, no puede sustituirla, sino, todo lo más, servirle de ayuda... Quizás su posición sea, como supone Mainländer, la de servir de apoyo al conocimiento: deja ver desde lejos la paz y el éxito del conocimiento, como se ven las azuladas montañas en el horizonte. El sustituto de la religión no es el arte, sino el conocimiento.”[74] La recepción de Mainländer en la historia de la filosofía había comenzado.

[1] CAMUS, A., El mito de Sísifo, en: Obras (Ed. de J. Mª Gulbenzu), Alianza, Madrid, 1996, p. 214. [2] Él mismo confesó a sus allegados, pocos días antes de adoptar la fatal decisión, que, una vez publicada esta obra, “su vida carecía ya de sentido.” (Cf.: SOMMERLAD, F., “Aus dem Leben Philipp Mainländers. Mitteilungen aus der handschriftlichen Selbstbiographie des Philosophen”, en: MÜLLER-SEYFARTH, W. H. (Hrsg.)., “Die modernen Pessimisten als décadents”. Von Nietzsche zu Horstmann. Texte zur Rezeptionsgeschichte von Ph. Mainländers Philosophie der Erlösung, Köningshausen & Neumann, Würzburg, 1993, p. 113). Por lo que respecta al título de la obra, hay que decir que resulta ambiguo y de difícil traducción, pues “Erlösung” puede significar tanto “liberación” como “redención”. Dado que, como tendremos ocasión de comprobar, la filosofía de Mainländer tiene pretensiones sociales, y se propone contribuir a liberar a la humanidad de cualquier explotación injusta, hemos optado por la traducción que figura en el texto; pero es menester no perder de vista en ningún momento que, para Mainländer, la liberación social sólo constituye el preludio de la liberación definitiva: aquella que nos redime de la penosa carga que supone la existencia; ésta última es la única que proporciona al ser humano una libertad real y completa. En lo que sigue, conviene tener siempre en cuenta esta duplicidad de significados. [3] LÖCHER, R., “Selbstdenker und –henker”, en: http://www.mainlaender.de/Literkritik.htm, pp. 1-4. [4] Primerísimas figuras de la filosofía o la literatura se han interesado por Mainländer: citemos en primer lugar al mismo Nietzsche, quien leyó con suma atención la Philosophie der Erlösung, nada más publicarse, durante su estancia en Sorrento entre diciembre de 1876 y mayo de 1877. En una carta a Overbeck -quien probablemente le había enviado el libro desde Basilea-, Nietzsche le comunica que tanto él como Paul Rée “han leído ya suficientemente a Voltaire” y que “ahora, el siguiente de la lista es Mainländer” (cf. NIETZSCHE, F., Kritische Gesamtausgabe Briefe (KGB), Hrsg. v. G. Colli und M. Montinari, II, Abt. 5. 6. Bd. 1, p. 428). Cabe decir que Nietzsche siguió ocupándose de este autor hasta el final de su vida lúcida: en otra carta a Overbeck, escrita desde Sils-Maria en 1885, lamenta no disponer de ciertas obras, aunque le sirve de consuelo “el tesoro bibliográfico del ‘Mainländer’” (JANZ, C. P., F. Nietzsche 3 (Trad. J. Muñoz e I. Reguera), Alianza, Madrid, 1985, p. 318); asimismo, en una misiva dirigida a Peter Gast, fechada el 17-05-1888, le dice a éste que ha conocido a un tipo curioso, budista, el cual le ha confirmado que, al contrario de lo que él pensaba, Mainländer no era judío (KGB, III / 5, p. 316). En cambio, parece probado que Mainländer no tuvo noticia alguna de los primeros escritos de Nietzsche, como El Nacimiento de la tragedia, quizás porque tales escritos sólo fueron conocidos inicialmente por un círculo muy estrecho de especialistas; en cualquier caso, resultan sorprendentes los intensos paralelismos entre ambos pensadores: sus estancias en Italia, su valoración del arte, la honda influencia de Schopenhauer, una productividad intensa y agotadora, un final prematuro... Nietzsche se hará eco de las tesis de Mainländer p. ej. en La Gaya Ciencia (V, 357), donde le califica despectivamente de “dulce apóstol de la virginidad”, equiparándolo a R. Wagner; o en un fragmento póstumo en el que lo incluye en el grupo de los modernos pesimistas “decadentes”, junto con Schopenhauer, Leopardi, Baudelaire, los Goncourt y Dostoievski (NIETZSCHE, F., Kritische Gesammelte Werke, VIII / 3. Nachgelassene Fragmente Anfang 1888-Anfang 1889, p. 187). Sin llegar tan lejos como Max Seiling, que llegó a acusar a Nietzsche de ser un plagiario de Mainländer (Cf. SEILING, M., Mainländer, ein neuer Messias, München, 1888, p. 5), sí parecen evidentes al menos dos cosas: 1ª) que Nietzsche comenzó a cambiar de actitud frente a Schopenhauer coincidiendo con su lectura de las críticas a éste último por parte de Mainländer, y 2ª) que buena parte de las reflexiones de Nietzsche se desarrollaron como reacción a los planteamientos del filósofo de Offenbach respecto al papel del ser humano ante la “muerte de Dios”, la suma finita de fuerzas en el universo, la relación entre arte y conocimiento, etc. (cf. MÜLLER-SEYFARTH, W. H., “Wir haben viel Voltaire gelesen: jetzt ist Mainländer an der Reihe” (1876). F. Nietzsche liest Ph. Mainländer”, en: Was Ph. Mainländer ausmacht. Offenbacher Mainländer-Symposium 2001, Hrsg. v. W. H. Müller-Seyfarth, Königshausen & Neumann, Würzburg, 2002, pp. 79-88). También parece evidente la influencia de Mainländer sobre S. Freud –quien debió tener muy presente el concepto mainländeriano de “voluntad de muerte” a la hora de postular en Más allá del principio del placer (1920) y en El Yo y el Ello (1923) su famoso “principio del Nirvana” (aunque sólo cita a Schopenhauer)-; o sobre E. Cioran, quien confiesa haber leído y admirado en su juventud a Mainländer (cf. “El último delicado (Carta a F. Savater)”, en: CIORAN, E. M., Ejercicios de admiración y otros textos (Ensayos y retratos) (Trad. de R. Panizo), Tusquets, Barcelona, 1992, pp. 155-157). Finalmente, en el ámbito literario, también parece haber sido decisiva la influencia mainländeriana sobre escritores como Th. Mann, J. L. Borges o A. Kubin, entre otros (cf. BORGES, J. L., Otras inquisiciones, Alianza, Madrid, 19813, pp. 94-97; HOELL, J., “Die Lust auf das Nichts. P. Mainländer Novelle Rupertine del Fino”, en: Was P. Mainländer ausmacht, Op. Cit., pp. 73-78, y BRUNN, Cl., “’Ja, warum kam ich da nicht selbst längst dahinter!’ Zur Mainländer-Rezeption Alfred Kubins”, ibid., pp. 89-110). [5] MAINLÄNDER, Ph., Schriften. Vier Bände, hrsg. von W. H. Müller-Seyfarth, Hildesheim, Georg Olms Verlag, 1996-1999. I. Die Philosophie der Erlösung. Erster Band, Berlin, 1876 (Hildesheim, 1996); II. Die Philosophie der Erlösung. Zweiter Band. Zwölf philosophische Essays, Frankfurt a. M. 1886 (Hildesheim, 1996); III. Die Letzten Hohenstaufen. Ein dramatisches Gedicht in drei Teilen: Enzo-Manfred-Conradino, Leipzig, 1876 (Hildesheim, 1997); IV Die Macht der Motive. Literarischer Nachlaß von 1857-1875, Hildesheim, 1999. En lo sucesivo, nos referiremos a estas obras citando el número del volumen y la página correspondientes. [6] Cf. HORSTMANN, U., “Zur Aktualität anthropofugalen Denkens. Endspiele. Todestrieb und apokaliptische Simulation (1991), en: MÜLLER-SEYFARTH, W. H. (Hrsg.)., Die modernen Pessimisten als décadents”, Op. Cit., pp. 139-154, y del mismo autor: “Der Philosophische Dekomponist. Was Ph. Mainländer ausmacht”, en: Vom Verwesen der Welt und anderen Restposten. Eine Werkauswahl, Sonderwege-Manuscriptum Verlag, Waltrop u. Leipzig, 2003, pp. 7-25. [7] Cf. SOMMERLAD, F., “Aus dem Leben Ph. Mainländers”, Op. Cit., pp. 93-113, passim. [8] En contra de los consejos de un erudito local, el Prof. Helbig, quien le advirtió que sería mejor para él dedicarse a la literatura y huir de la filosofía “como de la peste” (Cf. SOMMERLAD, F. Op. Cit., p. 97); afortunadamente (¿o por desgracia?), Mainländer no pudo eludir, como él mismo confiesa, la voz de su démon personal, que le empujaba sin remisión a ingresar en el santuario de la razón filosófica. Desde entonces alternaría su dedicación a la filosofía con sus veleidades literarias, consciente de que para él “la poesía sólo era un medio para la filosofía”; un “modo diferente de expresarse.” (ibid., p. 101) [9] “En febrero de 1860 llegó el día más grande y significativo de mi vida. Entré en una librería y hojeé los libros recién llegados de Leipzig. Allí encontré El Mundo como voluntad y representación de SCHOPENHAUER ¿Schopenhauer? ¿Quién era Schopenhauer? No había oído jamás su nombre. Hojeé el libro; leí sobre la voluntad de vivir; encontré en el texto numerosas citas que conocía y que me hicieron caer en un estado de ensoñación. Me sumergí en él y olvidé todo lo que me rodeaba. Finalmente dije: “¿Cuánto cuesta el libro?” “6 ducados.” “Aquí están.” Cogí mi tesoro; y como un loco fui desde la tienda a mi casa, donde devoré con prisa febril el primer tomo de cabo a rabo. Cuando terminé era de día: lo había leído en una noche. Me levanté y me sentí como renacido.” (Ibid., p. 98) [10] Ibid. [11] Ibid., p. 107. [12] Ibid., p. 108. [13] Ibid., p. 104-113. [14] Con excepción del último, dedicado a la crítica de la Filosofía del inconsciente de E. von Hartmann, estos ensayos se dedican más a análizar problemas relacionados con la historia de las ideas y de la religión que a debatir problemas teóricos. [15] I, 362. A estas influencias hay que añadir la no menos importante ejercida por G. Leopardi. Las raíces del pesimismo mainländeriano han sido analizadas por Franco Volpi en el artículo “Mainländer, Leopardi und die Entstehung der europäischer Pessimismus”, en: MÜLLER-SEYFARTH, W. H. (Hrsg.)., Was Ph. Mainländer ausmacht, Op. Cit., pp. 19-28, y PAUEN, M., “Metaphysischer Pessimismus und die Schopenhauer-Schule”, ibid., pp. 29-38. [16] I, Vorwort, p. VIII. [17] I, p. 4. [18] I, pp. 1-10. [19] I, pp. 22-23. [20] I, pp. 27-29 y 106-107. La idea mainländeriana de que el mundo está constituido por un conjunto finito de fuerzas seguramente influyó en Nietzsche; sin embargo, éste no aceptó su idea de que tales fuerzas experimentan un debilitamiento progresivo, sosteniendo, en cambio, su despliegue a lo largo de un tiempo infinito. Mainländer, por su parte, rechaza explícitamente esta posibilidad, porque, a su juicio, denuncia una actividad perversa de la razón, que pretende trascender el ámbito de lo inmanente, proyectándose esta vez hacia un futuro que resulta inescrutable: cf. I, 32. [21] I, pp. 44-49. [22] En I, pp. 71-85, describe Mainländer las principales características de cada una de estas ideas. [23] I, p. 56. Para Mainländer, el espíritu consciente está totalmente sometido a la voluntad, aunque, no obstante, puede “aconsejarla” sobre los objetivos que más le convienen. [24] I, pp. 51-65. Mainländer realiza una detallada descripción de los estados y modificaciones de la voluntad, claramente influida por los análisis de Spinoza; en ella se detecta, asimismo, una clara referencia a la vibrante vida del pueblo italiano que tan bien conocía: sangre ardiente, violenta agitación interior, actividad sexual desbocada, melancolía súbita e intensa...: el hombre del sur es, sin duda, el mejor ejemplo de la voluntad de vivir en su estado primario, pre-filosófico. [25] I, p. 56. [26] Para dar idea de este “universo interactivo”, en el que el movimiento de cada parte, por ínfima que sea, repercute sobre todas las demás, Mainländer emplea ejemplos que recuerdan a lo que actualmente se conoce como “efecto Mariposa”: cf. I, 342 y ss. [27] I, p. 83. [28] I, p. 89. [29] I, pp. 94-95. [30] I, p. 110. [31] I, p. 97. [32] I, p. 108. [33] Cf. HORSTMANN, U., “Der verwesende Gott. Ph. Mainländers Metaphysik der Entropie”, en: MÜLLER-SEYFARTH, W. H. (Hrsg.), Die modernen Pessimisten als décadents, Op. Cit., pp. 139-154, y MÜLLER-SEYFARTH, W. H., Metaphysik der Entropie. Ph. Mainländers transzendentale Analyse und ihre ethisch-metaphysische Relevanz, VanBremen Verlag, Berlin, 2000. [34] I, p. 103. Desde luego, las líneas principales de la argumentación mainländeriana coinciden con algunas nociones fundamentales de la física y la cosmología contemporáneas, como la hipótesis del “Big-Bang”, o el 2º Principio de la Termodinámica (enunciado en 1850 por R. Clausius, y reformulado h. 1860 por Helmholtz); no obstante, parece poco probable que Mainländer conociese los trabajos de estos dos científicos, y mucho menos aún que llegara a ocurrírsele la noción del “Big-Bang”: cf. HORSTMANN, U., “Der verwesende Gott”, Op. Cit., p. 147. [35] I, p. 111. [36] I, p. 109. [37] I, p. 322. [38] I, p. 323; ciertamente, Dios podría haber elegido aún ser diferente; pero, según Mainländer, esta opción quedaba anulada porque “no podemos pensar un ser mejor ni más perfecto que el de la unidad simple.” (ibid.); en todo caso, nuestro autor señala muy agudamente que esta posibilidad de que Dios pudiese elegir la auto-aniquilación, “no-ser”, ha sido pasada por alto por la Teología tradicional (¿por descuido o interesadamente?). [39] I, p. 325. [40] I, pp. 329-331. [41] I, p. 242. [42] I, pp. 204-215. [43] I, p. 335. [44] I, pp. 216 y 350. Mainländer expresa este cambio de ritmo vital -que implica una desaceleración de la tensión interna, al tiempo que acelera la liberación- mediante una analogía musical: “la tonalidad [vital] –afirma- pasa de mayor a menor; y el tempo del curso vital cambia, pasando de adagio y andante, a vivace y prestissimo.” (I, p. 347) [45] I, p. 215. [46] Para Mainländer, la hora decisiva, donde se decide la salvación del sujeto, no es, como suele creerse, la hora de la muerte, sino el momento del acto sexual, en el que “el torbellino del placer” ofusca la inteligencia del sujeto, y le hace caer de nuevo en las redes del démon de la voluntad, que desea a toda costa perpetuarse (I, pp. 219-220). [47] I, p. 221. [48] I, p. 358. [49] I, pp. 221 y 131. [50] El enorme aprecio que muestra Mainländer hacia el budismo y el cristianismo (al que califica como “la mejor de todas las grandes religiones éticas” (I, p. 223), corre paralelo con su rechazo al islamismo, al que considera “la mejor de todas las malas religiones”, porque plantea un modelo de vida ultraterrena deseable, en base a la satisfacción de todos los placeres sensuales (I, pp. 223-224). Por lo que se refiere a la influencia budista sobre Mainländer y sus paralelismos con el universo wagneriano, puede consultarse el interesante artículo de M. GERHARD: “Der flammende Osten der Zukunft. Ph. Mainländer, der Budhaismus und das späte 19 Jahrhundert”, en: MÜLLER-SEYFARTH, W. H. (Hrsg.), Was Ph. Mainländer ausmacht, Op. Cit., pp. 39-47. [51] I, p. 140. [52] I, p. p. 116. [53] Mainländer interpreta los efectos “quietivos” del objeto estético sobre el sujeto de manera fisiológica: su démon interior, esto es, su sangre, fluye más lentamente, al no verse aguijoneada por ningún estímulo exterior, y el cerebro relaja su actividad: entonces el espíritu deviene contemplativo (cf. I, p. 140). [54] I, pp. 117-119. [55] I, p. 122. [56] I, p. 345. Mainländer señala que la conexión entre el movimiento inicial que dio origen al universo y la belleza ya fue intuida por los miembros de la comunidad órfico-pitagórica, formando parte de los misterios dionisiacos: Dionisos era el dios-niño que, jugando, actuaba como “constructor de mundos”; ese dios, que “simbolizaba la división de la unidad en la pluralidad”, les otorgaba a esos mundos, en el momento de su creación, “forma regular” y “movimiento armónico” (I, p. 123). La relación entre estas ideas y los planteamientos de Nietzsche parece evidente, y merece un estudio más detallado. [57] En I, pp. 125-126, ofrece Mainländer una serie de ejemplos de objetos bellos por causa de su armonía interior, dedicando especial atención al “alma bella”; asimismo, en la p. 128, deduce fácilmente la definición de “fealdad”, señalando que un objeto es “feo” cuando no corresponde a las leyes de la belleza subjetiva, al faltarle la necesaria armonía interna (debido a un grado inusitado de interferencias de todo tipo sobre el movimiento de la voluntad individual que en él se encierra). [58] I, p. 130. [59] I, pp. 131-137. El humor, según Mainländer, siempre ostenta un matiz individual, característico: por eso difieren entre sí los rasgos humorísticos de Sterne, Heine, Shakespeare, Jean Paul o Cervantes. [60] I, pp. 143-144; Mainländer dedica toda una sección del apéndice final de su obra a criticar los presupuestos de la estética schopenhaueriana, mostrando grandes discrepancias con ella, especialmente en lo que respecta al arte como instrumento liberador de la voluntad de vivir y fuente del conocimiento de las ideas universales: cf. I, pp. 491-526. [61] I, pp. 143-148. [62] I, 148-150. [63] I, pp. 150-153; Mainländer repite el tópico -que se remonta a Winckelmann y recorre toda la estética alemana-, según el cual únicamente el peculiar modus vivendi de la cultura griega hizo posible el desarrollo de un bello ideal escultórico. [64] I, pp. 153-154. [65] I, pp. 154-156. [66] I, pp. 158-160. [67] I, pp. 161-162. [68] I, p. 162. Como vemos, Mainländer no comparte la exaltada metafísica de la música de Schopenhauer, si bien le reconoce a ésta un impresionante poder de convicción, muy superior al de las demás artes. [69] I, pp. 163-165. [70] I, pp. 165-166. [71] Ibid. [72] Ibid. [73] Ibid. [74] NIETZSCHE, F., Kritische Gesamtausgabe Werke (hrsg. v. G. Colli u. M. Montinari), Berlin-New York, 1967, ff. IV, Abt. 2 Bd. (IV/2), p. 460."

"Entropía, muerte y belleza" , Revista PAIDEÍA, nº 75 (2006), pp. 11-37

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